jueves, 12 de diciembre de 2024

Las mañanas en la panadería

Cada verano, David regresaba al pueblo de sus abuelos en Palencia, un lugar donde los días se estiraban con el calor y las campanas de la iglesia marcaban el paso de un tiempo sin prisas. Uno de sus rituales favoritos era ir a la panadería, en la parte alta del pueblo, a comprar el pan. Era una tarea sencilla, pero para él tenía algo de mágico.
La panadería estaba al final de una calle empinada, y para entrar había que subir unos peldaños de piedra desgastada. Cada mañana, David tomaba el talego de tela que le daba su abuela y recorría ese camino con entusiasmo. Desde lejos, ya podía oler el aroma del pan recién hecho, mezclado con el leve humo del horno de leña.

Dentro, Pilar, la panadera, siempre lo recibía con una sonrisa. "¡Buenos días, David! ¿La barra de siempre?", le decía mientras manejaba la pala de madera con una habilidad que a él le parecía casi mágica. Mientras esperaba, David observaba las cestas llenas de panes, el fuego que ardía al fondo y los vecinos que entraban a charlar un rato mientras recogían sus hogazas. Había algo especial en aquel lugar, una sensación de calidez y sencillez que no se encontraba en ningún otro sitio.

De camino a casa, David solía arrancar un trozo de la corteza del pan. Era un gesto automático, lleno de placer, que siempre terminaba con las quejas de su abuela: "¡Ya te has comido medio pan antes de llegar!" Pero incluso eso formaba parte del ritual, de esos pequeños momentos que, sin darse cuenta, se estaban grabando en su memoria.

Los años pasaron y, como tantas cosas, las visitas al pueblo se hicieron menos frecuentes. David creció, sus veranos se llenaron de otras responsabilidades y la rutina de la ciudad lo alejó de los días en el pueblo. Pero siempre que volvía, subía los peldaños de la panadería con el mismo entusiasmo de cuando era niño. Hasta que un verano, encontró la puerta cerrada. Un cartel de “Se vende” colgaba en la entrada.

Sentado en los peldaños, David dejó que los recuerdos lo envolvieran. No era solo el pan lo que extrañaba, ni siquiera la panadería. Era la suma de todos esos pequeños detalles: el crujido del pan al romperlo, el olor del horno, el paisaje desde lo alto de la calle, las charlas improvisadas con los vecinos. Era todo lo que había dado sentido a esas mañanas.

Al final, David entendió que lo que realmente nos marca no son las grandes gestas, sino esas cosas simples que vivimos sin pensar en su importancia. Los momentos que parecen ordinarios, pero que al recordarlos años después, llenan el corazón de calidez. Como subir unos peldaños en busca de pan o arrancar un trozo de corteza en el camino de vuelta.

La panadería cerró, pero esos recuerdos seguirían vivos, guardados en un rincón de su memoria, como una barra de pan recién hecha que se saborea incluso después de que el horno se apague. Porque, al final, la vida está hecha de esas pequeñas cosas que un día nos marcaron sin que lo supiéramos.

El banco de la Fuente del Berro

Miguel solía pasar las tardes en la Fuente del Berro, sentado en un banco cercano al pequeño estanque. Había descubierto ese rincón hacía años, cuando todavía trabajaba y buscaba un lugar donde desconectar. Ahora, jubilado, el parque se había convertido en una suerte de refugio, un lugar donde podía observar el mundo sin necesidad de ser parte activa de él.

No iba por aburrimiento, sino por costumbre. Le gustaba mirar, encontrar historias en los gestos cotidianos de la gente. Cada tarde llegaba con su termo de café y su libreta, pero casi nunca escribía en ella. "Algún día me pondré a contar algo", se decía, aunque sabía que las historias que más le llenaban eran las que sucedían frente a sus ojos.

Esa tarde, el parque estaba especialmente animado. Era un día cálido de primavera, y los senderos estaban llenos de familias, corredores y paseantes. Miguel se acomodó en su banco, saludó con un leve gesto al jardinero que regaba las flores cercanas y se dedicó a mirar.

Un hombre joven cruzó frente a él con un maletín colgando del hombro y el móvil pegado a la oreja. Llevaba un traje impecable y una expresión de impaciencia. Detrás de él, una niña pequeña trataba de seguirle el paso. "Papá, mira lo que encontré", decía, mostrando una rama torcida que había recogido del suelo. Pero el hombre, absorto en su conversación, ni siquiera se giró. Miguel frunció ligeramente el ceño, más por empatía hacia la niña que por juzgar al padre. Recordaba aquellos años en los que él mismo corría a todas partes, dejando las pequeñas cosas de lado.

Unos minutos después, una pareja de ancianos apareció en el sendero. Los veía casi a diario, siempre tomados del brazo, caminando despacio. Ese día llevaban un ritmo especialmente lento, como si no quisieran que la tarde terminara. Él avanzaba con ayuda de un bastón, y ella le murmuraba algo que él respondía con una leve sonrisa. Miguel los siguió con la mirada hasta que desaparecieron detrás de un seto, preguntándose cuántos años habrían caminado juntos por el mismo parque.

Un niño pequeño, apenas capaz de mantenerse de pie, tambaleó hasta un grupo de palomas cerca del estanque. La madre lo seguía a una distancia prudente, dejando que el niño tuviera su pequeño momento de independencia. Las palomas, acostumbradas a los humanos, no se movieron demasiado, lo que permitió al niño observarlas con una mezcla de asombro y concentración. Miguel sonrió, recordando a su propio nieto cuando tenía esa edad, lleno de preguntas sobre todo lo que veía.

El sol comenzó a teñir el parque de un dorado suave, reflejándose en el agua del estanque. La niña de la rama reapareció, esta vez de la mano de su padre, que ahora llevaba el teléfono guardado en el bolsillo. Caminaban despacio, deteniéndose de vez en cuando para recoger hojas caídas o señalar algo interesante entre los árboles. Cuando llegaron al estanque, se sentaron juntos en la orilla, y el hombre ayudó a su hija a lanzar pequeños trozos de pan a los patos. Miguel los observó, notando que la niña ahora estaba radiante, riendo y señalando emocionada a los animales mientras su padre la miraba con una sonrisa cálida, como si el peso del mundo hubiera desaparecido por un momento.

Cuando Miguel se levantó para marcharse, el anciano del bastón se cruzó con él en el camino. La mujer que lo acompañaba había tomado asiento en un banco cercano, descansando. El hombre, al pasar junto a Miguel, le dedicó una sonrisa cálida. "Otro día precioso, ¿verdad?", dijo. Miguel asintió. "Lo es. Que lo disfruten."

Al llegar a casa, mientras se servía un vaso de vino con casera, Miguel dejó la libreta sobre la mesa. No había escrito ni una palabra, pero no importaba. Pensó en la niña de la rama, en la pareja caminando despacio, en el niño asombrado por las palomas. Ninguna de esas escenas cambiaría el mundo, pero cada una de ellas contenía algo esencial.

La vida no estaba en los grandes momentos, concluyó Miguel. Estaba en la forma en que un niño perseguía una paloma, en el ritmo pausado de una pareja que había aprendido a caminar juntos, o en el gesto de una niña que solo quería compartir un instante con su padre.

A veces, no hace falta hacer nada extraordinario para que un día sea importante. Solo hay que detenerse lo suficiente para notarlo.

viernes, 6 de diciembre de 2024

Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación

Esta semana he alcanzado un nuevo estado de iluminación. No, no es que haya entendido el sentido de la vida ni descubierto cómo hacer desaparecer los correos de trabajo pendientes. Es una iluminación muy específica, esa que llega cuando estás acatarrado, teletrabajando y compartiendo espacio vital con dos gatos cuya única misión parece ser recordarte que, en su mundo, tú eres un subordinado con acceso a comida y mantas. Los presento:

Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.

Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas. 

En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.

Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.

Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.

El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”

Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.

¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto. 

Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.

* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.


Recordando a Cruella

Ya he contado que hace unos años trabajé en los servicios centrales de una entidad bancaria, Allí, entre balances y reuniones eternas, descubrí que el verdadero reto no estaba en los números, sino en sobrevivir a Cruella, nuestra jefa. Una mujer grande, fea de cojones e imponente en general, con un carácter tan oscuro que cualquiera diría que su currículum lo firmó el mismísimo Lucifer.

Cruella no necesitaba despacho; su maldad era lo suficientemente expansiva como para que no la limitasen unas paredes. Abarcaba cualquier espacio en el que estuviera. Llegaba cada mañana con su bolso gigante y una cara que decía claramente: "Hoy os vais a acordar de mí." 

Bastaba con oír sus pasos para que la oficina entera se paralizara, como si un depredador hubiera irrumpido en una reunión de herbívoros. Si te atrevías a acercarte para proponerle algo, era bajo tu propio riesgo. Y cuando te respondía, lo hacía con una sonrisa tan cínica que te dejaba dudando de si irte a llorar al baño o aplaudirle por lo bien que manejaba el arte de destruir vidas laborales.

Lo más inquietante, sin embargo, no era su tono ni su mirada afilada, sino su incapacidad absoluta para mostrar humanidad. En el departamento circulaba una frase que ya era casi un mantra: "Cruella no es mala, es peor. Si alguna vez quieres llegar a concerla, tendrás que invocarla con un pentagrama y un par de velas negras, y ni con esas lo conseguirás." Nadie sabía quién había inventado la frase, pero todos la repetíamos con el fervor de un rezo desesperado. De alguna forma, aquel humor negro nos ayudaba a sobrellevar la tiranía que ejercía con precisión diabólica.

Un día, las risas nos jugaron una mala pasada. Habíamos conseguido arrancar unos segundos de alivio, riéndonos de lo surrealista que era nuestro día a día, cuando sucedió algo extraño. El aire en la oficina se enfrió de repente, como si alguien hubiera abierto la puerta de una cámara acorazada. Las luces empezaron a parpadear, y al fondo de la sala, un ordenador se apagó sin razón aparente. Las risas se apagaron al unísono, mientras algunos se miraban con nerviosismo. Y entonces, apareció.

Cruella avanzó entre las mesas con un caminar lento, pesado, casi ceremonial. Sus pasos resonaban como si cada uno llevara consigo una sentencia, y aunque no dijo nada, su sola presencia bastaba para que el ambiente se volviera más denso, casi irrespirable. Cuando llegó al centro de la sala, dejó caer su bolso en la mesa con un ruido seco, como el martillo de un juez que dictaba una condena. Nos miró con una ceja arqueada, diseccionándonos con esos ojos que parecían capaces de arrancarte el alma.

No pronunció palabra. No hizo falta. Su mirada lo decía todo: había percibido el atrevimiento de nuestras risas y estaba dispuesta a recordarnos por qué nadie, absolutamente nadie, se reía en su presencia sin pagar un precio. Durante un instante que se sintió eterno, el único sonido que se escuchaba era el leve zumbido de las luces, que seguían parpadeando, como si incluso ellas temieran su ira.

Cruella tenía un don especial para convertir cualquier situación en una derrota. Si algo salía bien, automáticamente se apropiaba del mérito, como quien recoge una herencia legítima. Si algo salía mal, la culpa siempre era tuya. Siempre perdías. Eso sí, a su manera, dejaba claro que no necesitaba trabajar para brillar: su principal tarea parecía consistir en hacernos la vida imposible, algo que, por cierto, hacía con una eficiencia asombrosa. Hay quien asegura que las impresoras se atascaban cada vez que ella se acercaba, y francamente, a mi también me pasó.

Al final, logré sobrevivir a aquella etapa, llevándome conmigo un máster en paciencia y una interminable lista de anécdotas sobre la reencarnación del mal en su versión obesa dentro de una entidad bancaria. Si algo aprendí en esos días, fue que hay jefas malas, hay jefas insoportables… y luego está Cruella. 

Una mujer tan extraordinariamente cruel que, si alguna vez decides ponerte a su altura, prepárate: necesitarás un altar, unas gallinas y mucha oscuridad para alcanzarla.

martes, 15 de octubre de 2024

El Silencio

El reloj marcaba las once, pero la ciudad nunca dormía. A pesar de las luces que adornaban las calles y el constante murmullo de los coches, él se sentía como una figura invisible caminando en un mundo que no le pertenecía. La gente pasaba a su lado, sus rostros absortos en pantallas o conversaciones apresuradas. Aunque estuviera rodeado de cientos de personas, la soledad se aferraba a él como una segunda piel.

Se detuvo en un cruce, esperando a que el semáforo cambiara. A su alrededor, los rostros de los desconocidos parecían más lejanos que nunca, como si estuvieran atrapados en sus propios pensamientos, moviéndose a través de la rutina sin realmente notar lo que ocurría a su alrededor. Todos juntos, y sin embargo, tan apartados. Era curioso cómo el mundo podía estar tan lleno de ruido, y aun así sentirse tan vacío.

Había algo extraño en esos momentos de tránsito, en los que los edificios gigantes parecían mirarlo desde arriba, indiferentes. Recordó un tiempo en el que las conversaciones fluían, en el que las personas se detenían a hablar con sinceridad, pero ahora todo se sentía filtrado, como si cada palabra fuera un eco, sin peso, sin significado. Se preguntó si siempre había sido así y él simplemente no lo había notado antes.

Esa noche no tenía rumbo. Había salido a caminar buscando respuestas, o tal vez solo buscando algo que rompiera el monótono ciclo de los días que pasaban sin cambio. Cada paso que daba resonaba en su mente como un eco de preguntas sin respuesta. ¿Por qué, en una ciudad tan llena de vida, se sentía tan solo? La conexión humana parecía un concepto distante, un recuerdo borroso de tiempos más simples. Ahora todo era transitorio, superficial.

El parque al que llegó estaba vacío, salvo por la tenue luz de una farola que iluminaba un banco solitario. Se sentó allí, observando cómo las hojas caían suavemente al suelo, arrastradas por un viento leve. En esa quietud, pudo finalmente escuchar sus propios pensamientos, alejados del ruido de la ciudad. Era como si todo lo demás quedara a un lado, dejando espacio para las preguntas que había tratado de evitar. Se dio cuenta de que, a pesar de todo el ruido externo, el verdadero silencio estaba dentro de él.

La tecnología, las prisas, las pantallas, todo parecía diseñado para llenar ese vacío, para distraer de lo que realmente importaba. Pero en ese momento, allí sentado bajo la luz de la farola, supo que esas distracciones solo podían hacer tanto. El silencio estaba ahí, siempre esperando detrás del ruido. Y quizás no era algo de lo que huir. Tal vez, era en ese silencio donde se escondía la verdad, la esencia de lo que realmente estaba buscando.

Se levantó y siguió caminando, sin un destino claro, pero con la certeza de que ese vacío, esa quietud interior, no era su enemigo. Quizás era una oportunidad, un espacio donde redescubrirse, donde reconectar con lo que había perdido en el tumulto de la vida moderna. El mundo a su alrededor seguía girando, el tráfico no paraba, la gente seguía moviéndose sin detenerse. Pero ahora él caminaba más despacio, escuchando un ritmo diferente, más profundo.

Sabía que no podía cambiar el ruido del mundo, pero podía aprender a escuchar su propio silencio.


domingo, 13 de octubre de 2024

Brilla

Dentro de poco asistiré al concierto de Bryan Adams. Como niño aplicado que soy, estoy escuchando sus canciones para aprenderme las letras. Me he dado cuenta de que en muchos casos superan la simple armonía para trasladar mensajes profundos.
Me encanta la canción "Shine a Light", que trata sobre no perder la esperanza y la fe en uno mismo. Y he tratado de escribir un relato sobre ese tema. 

Había nacido en un pequeño pueblo donde la vida transcurría sin prisa. Todos se conocían, y los días se sucedían al ritmo de las estaciones. Su familia siempre había sido su refugio, pero desde pequeño, había sentido que quería más, que el mundo fuera de los límites del pueblo le reservaba algo grande. No es que estuviera insatisfecho, pero sabía que su futuro no estaba allí, entre las mismas calles y rostros de siempre.

El día que se despidió, su padre lo acompañó hasta la puerta de la casa familiar. Ambos sabían que ese adiós sería más largo de lo que ninguno estaba preparado para admitir. Con una mezcla de orgullo y nostalgia, su padre le dijo: "No importa dónde estés o lo que hagas, hijo. Recuerda siempre quién eres y nunca dejes que nada ni nadie apague tu luz." No fue un discurso grandilocuente ni emocional, pero esas palabras quedaron grabadas en su mente.

El viaje a la ciudad fue emocionante al principio. Las luces, la gente, las oportunidades… Todo parecía posible. Pero pronto, la realidad le golpeó con fuerza. La competencia era feroz, la vida no se detenía a esperar que se adaptara, y muchas veces se sintió fuera de lugar. No tardó en encontrarse con obstáculos que no había previsto. Hubo momentos en los que dudó de sí mismo, en los que las derrotas le hicieron cuestionar si realmente pertenecía a ese mundo.

Fue durante una de esas noches de dudas, solo en su pequeño apartamento, cuando recordó la voz de su madre, suave pero firme, diciéndole lo que tantas veces le había repetido: "No tengas miedo de caer ni de sentirte mal. Eso no te hace más débil. Si te caes, te levantas, porque eso es lo que haces, siempre lo has hecho." Y así lo había hecho tantas veces antes, en su infancia, en la escuela, en los primeros trabajos que consiguió en el pueblo. Esa lección, que entonces parecía algo cotidiano, ahora tenía un peso enorme. No había que temerle al fracaso ni al dolor, porque ambos formaban parte de la vida. Lo importante era levantarse.

Poco a poco, comenzó a confiar más en sí mismo. Descubrió que no tenía que tener todas las respuestas ni ser perfecto para seguir adelante. Cada tropiezo se convertía en una oportunidad para aprender, y cada pequeño logro era una confirmación de que su luz, esa que su padre le había mencionado, seguía brillando, incluso cuando él mismo no lo notaba.

A medida que pasaban los años, entendió que el brillo del que hablaba su padre no era algo grandioso ni visible para los demás. Era esa confianza interna que, aunque temblaba en los peores momentos, nunca se apagaba del todo. Era lo que le hacía levantarse tras un mal día, lo que le impulsaba a intentarlo una vez más. Y era lo que le permitía mantener los pies en la tierra, sin olvidar de dónde venía, a pesar de estar tan lejos de casa.

Aprendió que confiar en su luz no significaba que las cosas siempre saldrían bien. Había días malos, fracasos y decepciones. Pero también descubrió que, mientras mantuviera viva esa chispa interior, sería capaz de enfrentarlo todo. Esa luz era su capacidad de seguir adelante, de adaptarse, de encontrar un camino, incluso cuando parecía no haber salida.

Con el tiempo, la ciudad dejó de parecer un lugar tan intimidante. Ya no se sentía un extraño en ella. Se había dado cuenta de que lo más importante no era convertirse en alguien distinto o adaptarse completamente al entorno, sino seguir siendo él mismo, confiando en lo que llevaba dentro. Esa luz interna, que había aprendido a proteger y valorar, era lo que realmente lo diferenciaba y lo guiaba.

Ahora, cuando miraba hacia atrás, entendía que el verdadero éxito no estaba en no tropezar nunca, sino en seguir levantándose y creyendo en uno mismo, sin importar las dificultades. Había aprendido que la luz de la que le hablaban sus padres no era algo visible, sino una fuerza silenciosa que le permitía confiar en sí mismo, incluso en los peores momentos. Esa luz siempre estaría allí, mientras él la mantuviera viva.

jueves, 19 de septiembre de 2024

Quizá Hilos Rojos

Cuentan que existe una antigua leyenda: la del hilo rojo del destino. Dicen que los dioses atan un hilo invisible alrededor del tobillo de aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias.

Ese hilo puede tensarse, enredarse o alargarse, pero nunca se rompe. Es un lazo invisible que une a dos personas cuyas vidas están destinadas a cruzarse, de una manera u otra. Por más que la vida los aleje o los ponga en caminos divergentes, ese hilo permanece, latente, esperando el momento preciso para hacer que los dos extremos se encuentren.

Esta leyenda, que ya mencioné antes, habla de conexiones invisibles, de encuentros que parecen casuales, pero que en realidad están escritos en el tejido del destino. Aunque no podamos ver ese hilo, quizá nos guía, tirando suavemente de nosotros hacia direcciones que no comprendemos hasta que, de pronto, todo encaja, como piezas que completan un rompecabezas.

Durante mucho tiempo consideré la vida como una sucesión de eventos fortuitos, casualidades que se amontonaban sin sentido aparente. Pero al mirar hacia atrás, me pregunto si, quizá, todo esto ha sido obra de ese hilo rojo del que habla la leyenda. Tal vez he estado siguiendo un camino ya trazado por fuerzas invisibles, donde cada paso, cada giro y cada persona que he encontrado estaba ya destinada a estar allí.

Permíteme compartir algunas de las casualidades más evidentes que he notado. Dado que el hilo rojo suele estar asociado al amor, comenzaré por aquellas conexiones que han sido tan intensas y peculiares, que me hacen dudar de que todo sea simplemente aleatorio. Las personas a las que amamos parecen mantener siempre una conexión, como si las puertas entre nosotros no se cerraran por completo y el destino me ofreciera una oportunidad más para seguir el juego. Comencemos...

He amado profundamente solo a dos mujeres. Dos mujeres que, sin saberlo, compartían algo más que mi afecto. Ambas conocían a un hombre en común a través de las redes sociales. Al principio, no le di importancia, pero con el tiempo esa coincidencia comenzó a adquirir un peso inquietante. La primera de ellas me confesó que había tenido una breve relación con ese hombre. La segunda no mencionó nada, pero las señales me hicieron intuir que, de algún modo, él también había conocido sus secretos más íntimos. Y yo, como si el guion ya estuviera escrito, llegué antes en un caso y después en el otro. Los engranajes del azar parecían sugerir que, tal vez, ambas pertenecían a un mismo grupo, que se habían visto e incluso conversado. Pensándolo de otro modo, una podría haberme llevado hasta la otra.

Luego está mi mejor amigo, Roberto. Compartimos muchos años de amistad hasta que él se casó con Nuria, una amiga de nuestro círculo. Durante un tiempo, sus vidas parecían seguir un curso sencillo, hasta que la empresa en la que trabajaba Nuria cerró, dejándola en el paro. Y fue entonces cuando los hilos invisibles volvieron a tensarse: Nuria acabó trabajando en la empresa de una exnovia mía, Belén. Lo curioso es que Belén también tenía una conexión conmigo, ya que colaboraba con la editorial donde publico mis relatos. Como si todo estuviera orquestado, Nuria se desplazó de un grupo a otro, movida por el azar, pero siempre orbitando en ese círculo cerrado que une mis relaciones pasadas y presentes.

Y como si los hilos del destino no estuvieran ya suficientemente entrelazados, resulta que Belén tiene una compañera que vive en mi barrio. No solo en mi barrio, sino en mi mismo edificio, y no solo en el edificio, sino en mi misma planta. ¿Casualidad? Quizá. Pero a medida que las coincidencias se acumulan, me resulta cada vez más difícil pensar que todo esto sea obra del azar. A veces me pregunto si cada puerta que abro, cada paso que doy en los pasillos de mi vida, no está guiado por una mano invisible que se empeña en recordarme que todo está interconectado.

Luego está Alicia, una relación que quedó en el pasado, pero que, como todo en esta historia, no estaba tan lejos como parecía. Después de muchos años sin contacto, terminó trabajando en el mismo edificio que yo. Lo curioso es que, aunque nuestras oficinas estaban separadas por unas pocas plantas, nuestros caminos nunca se cruzaron. ¿O sí? Tal vez compartimos el mismo ascensor sin saberlo, tal vez nuestros pasos se rozaron alguna vez, tan cerca y a la vez tan lejos.

Y así continúan las coincidencias. Un día, mientras trabajaba en un banco, aseguré la casa de un pueblo. Mandé el documento a la impresora y lo dejé un rato sin recoger. Al momento, una compañera se levantó y preguntó, sorprendida, quién era de ese pueblo. Resulta que esa compañera es prima de una exnovia, Rosa. Me mostró fotos y me habló de ella, quien ahora vive en otro país. De nuevo, una coincidencia precisa, demasiado precisa para no darle un segundo pensamiento.

Podría seguir con Eva, con quien tuve un noviazgo que parecía destinado a llevarnos al altar, hasta que nos perdimos de vista. Años después, su nombre reapareció en un expediente sobre mi escritorio. Comprobé la intranet, y efectivamente, éramos compañeros de trabajo. ¿Sería el destino? Chateamos alguna vez, hablamos de quedar a comer, pero todo quedó ahí. O al menos eso pensé, hasta que un día, llevando a mi hija a clase de piano, alguien me tocó el hombro. Era Eva, que llevaba a su hijo a la misma escuela y en los mismos horarios.

Y si dejamos de lado el amor, las coincidencias siguen. En uno de esos viajes de jubilados, mi madre conoció a una mujer que le resultaba familiar. Hablando, descubrieron que esa mujer era la madre de Alberto, un compañero de mi infancia. Alberto y yo habíamos compartido años en la misma clase, pero lo curioso es que, años después, trabajaba en la charcutería frente a mi casa. Durante años, nos miramos y hablamos sin reconocernos. Como si el destino hubiera decidido separarnos, solo para volver a unirnos cuando los hilos decidieron revelarse.

Cuando uno mira atrás y ve cómo se entrelazan los eventos de su vida, es difícil no preguntarse si todo esto sucede por una razón. Si, en realidad, esos encuentros fortuitos y esos caminos cruzados son parte de un plan mayor que escapa a nuestra comprensión. Quizá el hilo rojo exista y, aunque no lo veamos, esté ahí, guiando nuestros pasos en un tablero que no controlamos. Y al final, solo cuando todas las piezas encajan, entendemos que nada es fruto del azar.

Quizá, solo quizá, al tirar de cualquiera de esos hilos, habría retomado algún contacto. Quizá habría recuperado una relación. 

Lo dejaremos en un gran quizá.


domingo, 21 de julio de 2024

Cómo amar

No sé querer sólo un poco. Ni despacio, ni a medias. Siento profundamente, que lucho con todo mi ser y defiendo con garras y dientes lo que amo. Cuando la miro, mis instintos se despiertan y mi corazón late con una intensidad que no puedo controlar.

También soy quien huye, pero nunca a tiempo. Siempre vuelvo, arrastrado por la fuerza irresistible de este amor que me consume. Me lamo las heridas, sí, pero cada cicatriz es un recordatorio de que amar vale cada batalla, cada caída, cada momento de dolor. Porque amar así, con todo el ser, es la única manera que conozco.

Amar es ser fuego y leña, es fundirse con la pasión de un abrazo y perderse en la profundidad de una mirada. Cuando estoy con ella, me vuelvo valiente, invencible, capaz de enfrentar cualquier desafío con tal de ver su sonrisa y sentir su calor. Ella es mi refugio y mi impulso, la razón de cada latido acelerado, de cada suspiro profundo.

En sus brazos encuentro la paz que mi alma inquieta busca. Cada beso suyo es un pacto eterno, una promesa silenciosa de amor infinito. No hay medias tintas en mi amor por ella; es total, abrumador y sincero. Es un amor que lo da todo, que se entrega sin reservas, que no teme las tormentas porque sabe que en su compañía, cualquier adversidad se convierte en una aventura más que compartir.

No sé amar de otra manera, ni quiero aprender otra forma de amar. Prefiero seguir siendo este ser que lucha y se entrega, que siente y sufre. Porque amarla así, con toda mi alma y mi ser, es la única verdad que conozco y la única que quiero vivir.

sábado, 13 de julio de 2024

Caminando

En algún sitio leí algo como: "Si quieres entender dónde está tu corazón, mira dónde va tu mente cuando paseas." 

Paseo mucho, y siempre vuelo a tu lado. No importa cuánto trate de distraerme, mis pensamientos siempre regresan a ti, dibujando imágenes de los momentos que compartimos y alimentando la esperanza de construir juntos un futuro.

Finalmente, no respondiste el último mensaje, y ese silencio me rompió el alma. Porque el día tiene 24 horas y un mensaje se manda en minutos. La distancia y la falta de tiempo son excusas. Quien no te habla es porque no quiere, quien no te encuentra es porque no quiere buscarte, quien no está ahí es porque no quiere estar.

No hace falta seguir buscando respuestas en un lugar donde ya no hay eco. Las acciones hablan más fuerte que las palabras. Aceptar esta verdad me duele, pero es necesario para seguir adelante. No puedo obligar a alguien a quedarse cuando su corazón ya no está conmigo.

Tal vez un día, cuando menos lo esperes, te darás cuenta de que perdiste a alguien que realmente te quería. Y tal vez, solo tal vez, sentirás un pequeño vacío en tu corazón. Pensarás en aquellos momentos en los que me esforzaba por hacerte reír, en las noches en las que compartíamos nuestros sueños y miedos, en los días en los que parecía que nada ni nadie podía separarnos. 

Un día te acordarás de mí y sonreirás, diciendo: "Él sí me quería...". Quizás en ese momento, comprenderás que el amor verdadero no se encuentra todos los días, y que quienes realmente nos quieren, hacen el esfuerzo por estar presentes, por mantenerse en nuestras vidas a pesar de las dificultades.

Mientras tanto, aprenderé a caminar sin ti, a reconstruir mi vida con las piezas que quedaron. Mi mente y mi corazón seguirán viajando a tu lado durante un tiempo, pero encontrarán un nuevo rumbo. La vida sigue, y con el tiempo, encontraré la paz que tanto anhelo, sabiendo que hice todo lo posible por nosotros, y que mi amor fue real y sincero. Porque, aunque no fui perfecto, siempre intenté ser el mejor para ti.

Pese a todo, aún busco el hilo rojo que tantas veces nos acercó hasta casi rozarnos. Quizá el destino nos brinde otra oportunidad para amarnos. Porque un amor verdadero no desaparece, solo espera el momento adecuado para florecer de nuevo.


martes, 9 de julio de 2024

Mayéutica

Hace años tuve un profesor excepcional, tanto por sus conocimientos como por la habilidad para transmitirlos. Practicaba un método antiguo de enseñanza conocido como mayéutica.

Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.

La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.

El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.

Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.

miércoles, 3 de julio de 2024

En el Diván



La curiosa paradoja es que cuando me acepto a mí mismo, puedo cambiar. 

Carl Rogers



Quiero compartir algo que a menudo se considera tabú. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que debo contarlo porque puede beneficiar a más personas.

Jamás pensé que terminaría en el consultorio de un psicólogo, pero ayer tuve mi primera sesión. Llegó un momento en el que me di cuenta de que algo dentro de mí no funcionaba bien, y la situación se volvía inasumible. Todo se me iba de las manos y no podía resolverlo por mí mismo.

Además, las circunstancias no eran las mejores: separado con una ex que saca brillo permanentemente a su motosierra, en período de vacaciones (la familia fuera) y destruido por no estar con la mujer a la que amo. Pero al igual que cuando nos duele una pierna vamos al médico, decidí buscar ayuda profesional.

Me sentía un poco intimidado. La imagen que tenía de la terapia era la típica de las películas: sala oscura con muebles de caoba, un diván y un hombre con barba y chaqueta de coderas tomando notas aburrido mientras le hablas de tus sentimientos y la relación con tus padres.

Afortunadamente la realidad era más llevadera. Al abrirse la puerta en lugar de una mazmorra oscura encontré un despacho amplio y luminoso. Las paredes eran de un blanco inmaculado, decoradas con cuadros abstractos. Y en vez del diván, una silla.

Me recibió una mujer joven y sonriente, con una energía cálida y acogedora. Sus ojos brillaban con una inteligencia y empatía que me tranquilizaron. No pude evitar una sonrisa: el señor de las coderas no estaba por allí. 

La terapia no se trataba de un interrogatorio tenebroso. Fue una conversación abierta, casi como una entrevista, en la que ambos hablamos por igual. Me hizo preguntas, compartí mis preocupaciones, planteó hipótesis y me hizo reflexionar. No me mostró dibujos raros para ver qué me parecían. Pero sobre todo, no me juzgó.

El acto de expresar todo lo que me atormentaba fue como ver una foto de mí mismo desde fuera, con una perspectiva más imparcial que la de un amigo. Y la conclusión, como ella dijo, es que no hay soluciones mágicas, pero sí ideas y estrategias aplicables a la vida cotidiana.

Me quedo con una de las claves que me dio: la estrategia más importante es mantener la esperanza.

Por todo eso creo que es hora de romper tabúes. Sé que algunos amigos también han acudido a un psicólogo cuando lo han necesitado, e intuyo que otros lo han hecho y no lo dicen.

Quizás no habría dado el paso si no fuese porque la mujer a la que quiero lo mencionó con total naturalidad. Y ahora me doy cuenta de que habría lamentado no ir, porque solo con dar el paso parece que la carga se aligera: has comenzado a luchar.

Así que lo cuento en voz alta. Puede ser una solución a cosas más relevantes de lo que parecen. 

Porque en ocasiones debemos pedir ayuda. Sin más.


viernes, 7 de junio de 2024

Dios jugando a los dados

Hace cuarenta años, éramos compañeros de colegio, niños llenos de sueños y promesas de un futuro aun por llegar. 
La vida nos separó, cada uno tomando caminos diferentes, pero sin saberlo, nuestras acciones, elecciones y gustos seguían un mismo patrón. Nuestros caminos se entrelazaban, unidos por un hilo rojo que tejía complejos dibujos.

Sin tener noticias del otro, ambos desarrollamos un profundo amor por la lectura. Nos sumergíamos en las mismas páginas, experimentando las mismas emociones, sin saber que el otro compartía esa misma pasión. Las coincidencias no se detuvieron ahí. Comprábamos libros en los mismos lugares, visitábamos las mismas ferias de libros y, en más de una ocasión, estuvimos a pocos pasos uno del otro, rozando el momento de volver a conocernos, pero siempre faltando un suspiro para que nuestras miradas se encontraran.

He estado en una reunión en el mismo edificio en el que ella vivía mientra vivía allí. Hemos debido estar a pocos metros de distancia, e incluso cruzarnos en el pasillo, pero no nos vimos. O quizá sí, y no nos vimos porque no tocaba que fuese en ese momento.

Las series de televisión fueron otro punto de conexión. Nos enganchamos a las mismas historias y personajes. Cuando descubrimos “Seinfeld”, nos encantó, comentando cada episodio con nuestros amigos, aunque en distintos círculos. Incluso años después, volvimos a verla por separado, pero con la misma pasión. Hubo noches en que sintonizamos el mismo capítulo al mismo tiempo, riendo con las mismas bromas, sin saber que, en algún lugar cercano, el otro estaba allí, compartiendo el mismo momento.

La música fue otro lenguaje común. Tarareábamos las mismas canciones, asistíamos a los mismos conciertos. En algún festival de música, estuvimos en la misma multitud, moviéndonos al mismo ritmo, nuestros corazones latiendo al compás de las mismas melodías, sin llegar a vernos, pero sintiéndonos.

El destino, con su humor caprichoso, nos condujo a un reencuentro en una parada de autobús frente a un parque. Nuestras miradas al fin se cruzaron y, en ese instante, todo cobró sentido: era como si Dios hubiera estado jugando a los dados, moviendo piezas en un tablero invisible para unirnos de nuevo. Descubrimos que, a lo largo de esos cuarenta años, habíamos vivido vidas sorprendentemente paralelas. Desde los libros que leíamos hasta los lugares que visitábamos, parecía que una fuerza divina había estado guiando nuestros pasos, asegurándose de que, a pesar del tiempo y la distancia, nunca estuviéramos realmente separados.

Ahora, mientras entrelazamos nuestros caminos y recordamos aquellos años separados pero extrañamente conectados, no podemos evitar sentir que, tal vez, hay un plan mayor. Porque tal vez Dios juega a los dados, pero siempre conoce exactamente dónde caerán.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Mensaje en una botella

Hoy toca mezclar sentimientos y música. Siento muchas cosas, a veces muy intensamente, y tonto de mí, pienso que si no sé gestionarlas y me duelen, soy único. En estos momentos, me viene a la cabeza una deliciosa canción de The Police llamada "Message in a Bottle".

La canción trata sobre la soledad y el aislamiento, contando la historia de un náufrago que lleva un año perdido en el mar. En su desesperación, escribe una nota en una botella y la lanza al océano como un SOS, esperando ser rescatado. Día tras día, su esperanza se va desvaneciendo al no recibir respuesta, y la desolación crece.

A medida que avanza el tiempo, el hombre espera ansiosamente una respuesta. Su soledad se intensifica, y la desolación de no recibir ninguna señal es palpable. Pero justo cuando la desesperación parece inevitable, un giro inesperado cambia el tono de la historia: millones de botellas llegan a la orilla de su isla, todas con mensajes de personas que se sienten igual de solas.

Este momento es profundamente conmovedor. Nos muestra que, aunque a menudo nos sentimos aislados en nuestras experiencias y emociones, no estamos solos. En realidad, muchos comparten nuestras luchas y anhelos. La llegada de esas botellas simboliza la conexión humana, la empatía y el reconocimiento de que, en nuestra soledad, formamos parte de una comunidad más grande.

Enviar un mensaje al mundo, aunque parezca en vano, puede ser el primer paso hacia la conexión que tanto anhelamos. La esperanza y la persistencia pueden conducirnos a descubrir que, incluso en nuestros momentos más oscuros, hay otros que entienden y comparten nuestro dolor. Cada mensaje que enviamos es una prueba de que no estamos solos en nuestras luchas. Porque cada botella lanzada al mar lleva consigo un rayo de esperanza.

Espero que todos nuestros mensajes, tarde o temprano, lleguen a su destino.

P.D. - Para mi compañera Cris. Tu botella llegará a su destino, no lo dudes.

sábado, 18 de mayo de 2024

Los botones de la camisa

Llegó el día. Primera cena a solas en su casa. El miedo me atenazaba tanto que tuve que detenerme a tomar un bourbon para no tartamudear cuando la viera.

Subí a su casa nervioso. Un ramo de flores adornaba mi mano derecha mientras tocaba el timbre. La puerta se abrió y allí estaba ella, tan bonita como siempre, con esa sonrisa que tanto me gusta y que dejaba entrever felicidad. Nos abrazamos fuerte, con el cariño a flor de piel. De fondo, sonaba música tranquila que ella había elegido.

Me enseñó su casa, tan personal y bonita como ella. Rincones cuidados, adornados. Todo impregnado de su aroma, de su deliciosa presencia. Una terraza luminosa llena de plantas cuidadas con esmero.

Tomamos unas copas mientras reíamos a carcajadas. La complicidad hacía que cada conversación y cada tímida caricia fueran sencillas. Se sentó sobre mis rodillas y pude acariciarle la cintura. Y, al fin, besarla. Volví a ese beso de los 14 años en el que el alma se te escapa entre los labios. Porque, joder, la quiero. Eramos dos y ahora uno.

Desde ese momento todo fueron caricias y risas. Amor brotando a borbotones en cada palabra. Nos alimentamos mutuamente con las manos, alternando bocados con besos. Ella me acariciaba bajo la camisa mientras yo disfrutaba de sus firmes pechos.

Y al final, la cama. El lugar en el que siempre quise estar y del que ya no quiero salir. Hicimos el amor con cariño y ternura, notando nuestras pieles y disfrutando de largos abrazos. El destino nos había traído donde siempre debimos estar. Pasamos horas tumbados, acariciándonos, hablando e interrumpiéndonos en casi todas las frases con besos incontrolados. Hablamos como sólo pueden hacerlo los que se aman de verdad.

Nos vestimos entre risas buscando la ropa por el suelo de la casa.

Y allí, en ese momento, robándonos besos el uno al otro mientras acariciaba su cintura y ella me abotonaba la camisa, supe que era ella. Que la quiero con toda mi alma. Que ella es el sitio al que siempre me dirigí. 

Te haré café, te despertaré con caricias y me ayudarás a abotonarme la camisa mientras te interrumpo con besos. Nos daremos más felicidad de la que podamos soñar.

Porque mi mundo está allí. A tu lado, mi amor.

Te quiero.

 

jueves, 16 de mayo de 2024

Amanecer



Para la estrella más bonita de mi cielo.



Amanece el sábado. La noche anterior habían caído rendidos tras la locura del día: trabajo, recados, compras. La casa sin recoger... Él se levanta primero. Prepara café. Observa el amanecer mientras toma un vaso de agua fría. La mira. Destapada. Desnuda. Respira profundamente. Hermosa.

Contempla cómo el sol viste su piel en tonos dorados, rosas, naranjas y, al final, en un amarillo intenso cuando termina de salir por el horizonte. Ella se gira y se estira, ocupando toda la cama para ella. Un espectáculo para sus ojos. Ya no hay amanecer, solo existe ella.

Inundados por el aroma a café, la besa con mucha suavidad. Ella, adormilada, abre sus ojos levemente. Lo mira. Le besa. Le acaricia.

— Te perdono, porque hueles a café —dice con esa media sonrisa que tanto le fascina—. Baja un poco la persiana, que entra mucha luz... —le pide.

Él lo hace. Regresa. Besos.

Él la besa por detrás. Su cuello. Su debilidad. Mordisco, lengua, beso. Ella se estremece. El olor a café se mezcla con el de sus cuerpos anhelando pasión. Derretidos, se palpan y se disfrutan hasta ser un solo cuerpo.

Ducha. Él va a la cocina y calienta el café. Lleva las tazas al dormitorio. Ella lo mira. Sonríen. Y tras un primer sorbo de café, se besan. Se miran de nuevo. Y se susurran a la vez:

— Te quiero... —

miércoles, 27 de octubre de 2021

Rayas en el suelo

Piensa en esa galleta que mojas en el café y cuando estás a punto de llevarla a la boca se rompe, cae y te salpica dejándote con la boca abierta y la camisa llena de lamparones.

Bien, esa galleta es mi trabajo: siempre cerca de algo dulce, pero con un final invariablemente sucio. Supongo que ahora podrás entenderme, al menos un poco.

Joder, que estoy en edad de ponerme gafas para elegir el vino y todavía me las cuelan por la escuadra. Alma de cántaro… Vuelvo a salpicarme una vez y otra con la puta galleta.

Admito haber tenido unos años de paz, sólo enturbiados por algun@s trepas que molestaban lo justo, pero en definitiva años de paz y tranquilidad. Eso sí, palito a palito nuestros ambiciosos amigos se fueron haciendo un nido cerca de la jefa. Aunque insisto, no molestaban mucho. Tan poco que llegué a pensar que el equilibrio era para siempre.

También reconozco que con el tiempo la jefa dejó entrever algún detalle feo, siempre atendiendo a los habitantes de los nidos antes que al resto, pero no le di mayor importancia. Tonto que soy. Y digo tonto porque tengo motivos. Me explico: nuestra abeja reina ha organizado un viaje con “Team Building” y polladas de esas. Y hasta hoy siempre hemos ido todos. Aclaro "hasta hoy" porque esta vez ha sido distinto. 

La jefa ha salido del despacho para trazar una raya en el suelo que ha partido el departamento en dos: a un lado los que van (el 70%) y al otro el resto, los que no. Sin criterio nítido. Ni escalafón, ni antigüedad, ni nada: simplemente los que molan y los que no. Podía maquillarlo con alguna excusa, pero pa qué. Con la raya quería transmitirnos algo, pero la claridad del gesto es tan brutal que produce vergüenza ajena.

Estoy fuera. No me apetece ir -y menos con algun@s de ellos-, y aún así jode que te lleven a empujones al montón de los tontos. Que soy un paria ya lo sé, coño. Pero señalándome así, poniéndome el índice entre los ojos, toda la caja de galletas se acaba de estampar en el café. Otra vez, pero de forma aún más violenta.

¿Soy un gilipollas? Pues claro. El enésimo final sucio y me sigo sorprendiendo. No sé si llegaré a aprender la lección, pero visto lo visto deduzco que no. Por eso soy gilipollas, porque ando en círculos y no me doy cuenta. Soy gilipollas en mayúsculas cada vez más grandes.

Que si, que sin duda la raya tiene algo de lógica de colmena. Que la jefa se lleva su enjambre de pelotas: visitantes habituales del despacho, reidores de gracias, etc. Lo fácil. Gente zumbando a su alrededor que le recuerda lo guapa y lo lista que es. Pero aún así, duele. Nunca me han gustado los desprecios, y con los años no mejora. Me siento un poco triste. 

Así que aquí me tenéis, rodeado de individuos arrastrando maletas que nos miran condescendientes desde su lado de la raya. Recuerdan a los niños bien del instituto: calibrando de arriba abajo a los más humildes. Pues hala, buen viaje. Y cuidado con los aguijones, que hay muchos y esas reuniones tienden a convertirse en camas redondas de picotazos.

Se ha hecho el silencio. Los importantes ya se han pirado y quedamos unos pocos trabajadores grises aislados tras nuestro particular muro de Berlín.

Apoyo la cabeza en la mano y observo los puestos vacíos. Me doy cuenta de que siempre enfoco mal. Que si justicia, que si merecimiento… que esto es puta la jungla, joder!!!

Porque si te persigue un león y eres una cebra, no es necesario correr más que el león, sólo más que otra cebra. E incluso puedes empujarla atrás. 

Todo vale para triunfar. Sin excepción.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Donde la dignidad comienza

Hoy la curiosidad me ha llevado a un texto que me ha emocionado. Y hostia, me ha gustado tanto que quiero compartirlo con vosotros. 

Todo comienza en una pintura de Banksy, que dejo al final del texto para no anticipar la lectura. El dibujo, con la habitual genialidad del grafitero, representa un extracto del diario del teniente coronel Mervin Willett Gonin, uno de los soldados británicos que liberó el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.

El diario nos cuenta: "Me es imposible describir de forma adecuada el Campo de Horror en el que mis hombres y yo pasamos el siguiente mes de nuestras vidas. No era más que un páramo, tan pelado como un gallinero. 

Los cadáveres estaban por todas partes, algunos en gigantescas pilas, otros yacían solos o en parejas allí donde hubieran caído. Nos llevó un tiempo acostumbrarnos a ver cómo hombres, mujeres y niños se desplomaban al pasar junto a ellos y contenernos para no acudir en su ayuda. Pero no era fácil ver a un niño asfixiarse hasta morir; se veía a mujeres ahogándose en su propio vómito por estar demasiado débiles para darse la vuelta, y a hombres comiendo gusanos mientras agarraban un trozo de pan simplemente porque habían tenido que comer gusanos para sobrevivir y ahora apenas veían la diferencia".

Fue poco después de la llegada de la Cruz Roja Británica, aunque quizá no tuvo ninguna conexión, que también llegaron una gran cantidad de lápices de labios. Eso no era lo que nosotros queríamos, estábamos pidiendo a gritos cientos y miles de otras cosas, y yo no sabía quién había podido pedir esos pintalabios. 

Ojalá lo supiera, porque fue la acción de un genio, pura y simplemente brillante. Creo que nada hizo más por esos internos que los lápices de labios. Las mujeres se tendían en la cama sin sábanas y sin camisón, pero con los labios rojo escarlata, las veías vagando por ahí sin nada más que una manta sobre los hombros, pero con labios rojo escarlata. 

Vi a una mujer muerta sobre la mesa post mortem que tenía agarrado en su mano un trocito de pintalabios. Al fin alguien había hecho algo por convertirlos en personas de nuevo, ellos eran alguien, no un mero número tatuado en el brazo. 

Al fin podían volver a interesarse por su aspecto. Esos pintalabios empezaron a devolverles su humanidad.”

Qué terrible y qué bonito a un tiempo.




jueves, 2 de septiembre de 2021

Medias verdades

Hace años conseguí lo que en su momento me pareció una hazaña: pasar un finde en Lisboa con un colega. La primera vez que volaba sin mis padres!!! Me sentía mayor. Y feliz. 

Del viaje puedo contar poco. Estuvimos tan borrachos que sólo recuerdo el hall del hotel. De la ciudad me suena que tiene un río y poco más. Pero miento. Sí guardo un recuerdo. Es de antes de salir, por lo que estaba sereno. Os cuento. 

Salíamos un viernes por la noche, ya sin luz en el cielo. En la sala de embarque, junto a nosotros, había un ejecutivo con apariencia cansada y adinerada: traje caro, reloj ostentoso y maletín de piel a punto de estallar de tanto papel. Destilaba poder. 

Le miraba sintiendo admiración por esa vida de negocios cosmopolita. Ese señor volvía a casa después de hacer cosas importantes. Mientras le observaba pensativo apoyó el zapato en el asiento de delante y bajo el pantalón asomó una media. No un calcetín, sino una media como las de las señoras. Yo no trabajaba aún y eso del dress code y la elegancia me quedaba grande. Me sonaba que era una prenda elegante pero me extrañó no ver calcetines normales. Y se me grabó aquella tontería, vete a saber por qué. 

Hoy, muchos años después, también estoy en un aeropuerto. Es temprano y viajo a otra ciudad. Por trabajo. No llevo traje ni tomo decisiones importantes, pero me ha vuelto a la cabeza aquel señor. Estoy rodeado de señores como él, pero no me causan ninguna sensación. Tampoco sus medias. 

Mi punto de vista ha cambiado. La vida cosmopolita no me resulta envidiable. Pasar la vida en lugares prestados con compañías profesionales en lugar de personales no me atrae. El dinero compensa un poco, pero no llega a taparlo todo. 

Mientras de fondo suena el embarque para mi vuelo pienso que las medias que vi en su momento eran algún tipo de aviso del destino: si vives con medias, vives a medias. 

Aterriza y disfruta lo que puedas.

martes, 6 de julio de 2021

El Mercedes antiguo

 

Hoy toca día chulo. Voy a hacer una entrevista de curro desde el lado bueno de la mesa. Juzgaré la valía de alguien y seré justo. Jugaré a ser Dios un rato.

En fin... que no. Que ni Dios ni leches. Me han mandado un candidato que conoce a no sé quién. Ha saltado todos los filtros de una tacada y aquí está, en la entrevista definitiva.

Me cuesta no prejuzgar. Imagino un niñato con aires de triunfador, de yuppie o algo así. Veintitantos tiene y se ha calzado perfiles mucho más potentes porque conoce a alguien. Estoy de una mala hostia que no veo porque al final se queda tras la puerta el que sabe y se la abrimos al que tiene contactos. Puta vida.

Le veo acercarse por el parking. Es alto y desgarbado y anda como un pistolero en una emboscada. Presenta una estudiada imagen de intelectual: traje arrugado, barbita, gafas de pasta. Hasta aquí, todo previsible.

Bueno, al tema, que llama a la puerta.

Saluda sin ganas, se sienta sin permiso y me mira casi desafiante reclinado en la silla. Ufffff. Mal empezamos.

Hablar con él es un coñazo. No se calla ni debajo del agua y me pone nervioso con su sonrisita obsequiosa y palabrería pedante. Usa un gesto que se nota ensayado ante el espejo: saca morros y achina los ojos, haciéndose el concentrado. Asiente lentamente con la cabeza ladeada. Menuda patada en la boca tiene...

Y hace otra cosa que me jode un huevo. Siempre me da la razón. Todo se la suda de forma mecánica. No sé expresarlo, pero es como cuando paseo con mi perro. Me muevo y se mueve. Me paro y se para. Cansa. La pierna me tiembla de la tensión.

Paso el dedo por las líneas de su CV y leo en voz baja los cursos de pago a los que ha asistido. Sigue asintiendo de medio lado. Pero hablando con él es cuando llego a la mejor parte.

- Así que canalla, rebelde y soñador…

- Justo.

- Y el señor ese del Mercedes antiguo?

- Es papá (pronunciado popó), que me ha traído a la entrevista.

Le despido con amabilidad, deseando que cierre la puerta antes de que se me escape una coz. Pedante engreído. Niñato.

Suena el teléfono al tiempo que el cierre de la puerta. El jefe. Quiere saber qué tal le ha ido al sobrino de presidente. Excelente, como no podía ser de otra manera. Qué coño voy a decir. Al final es o él o yo.

Cuelgo, tomo una pastilla contra la acidez y suelto una patada brutal a la papelera. Qué descanso, coño. Salto a la pata coja mientras veo al niñato chochar los cinco con el señor del Mercedes. Puta vida.


* - Que es broma. Pero podría ser cierto.


lunes, 19 de octubre de 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


sábado, 10 de octubre de 2020

La última copa

Horas de calor y atasco para llegar a un sitio que siempre le desagradó. Otro viaje en el 600 familiar para llegar a ese pueblo de tejas rojas y pocas, muy pocas casas.
Siempre le enfadó ir. Le separaban de sus rutinas y amigos para sumergirle tres largos meses en un tedio de trigales y caminos de tierra que parecían no variar nunca. Además, la familia del pueblo le resultaba insoportable. Odiaba recibir besos de gente que no conocía.

Compartía el verano con unos pocos niños con los que llenaba las tardes pescando o jugando al fútbol. Los días eran el tiempo que transcurría entre una cruz tachada con rabia en el calendario y el deseo imperioso de poner la siguiente.

Pero aquel verano fue distinto. Vino ella, la prima de uno de los niños del pueblo. En mitad de aquellos días áridos, algo surgió. Sus miradas se desviaban al verse. Algo parecido a las hormigas paseaba por debajo se su piel. 

Un día que jugaban a los puños (eso de amontonar uno encima de otro formando una torre) sus manos permanecieron en contacto un instante más de lo debido. Y se sostuvieron la mirada por primera vez. Hasta que ambos sonrieron. Fue un segundo que pareció durar mucho. 

Dejó de hacer cruces en el calendario. Ahora deseaba que los días no transcurriesen tan aprisa. Así podría verla un rato más y seguir notando esas cosas que tanto le sorprendían pero a la vez le gratificaban. Sensaciones desconocidas que le quitaban el sueño.

Un atardecer frente a un trigal trajo su primer paseo de la mano. Y el primer beso. El verano se convirtió en una sucesión de horas frente al río hablando de todo y queriéndose como sólo se quiere al primer amor.
Grabaron sus nombres en el árbol más grande de la plaza del pueblo. Lo adornaron con un corazón y prometieron amarse para siempre.
Pero el verano acabó. Una noche se soltaron las manos y lloraron mientras se susurraban la eternidad.

El largo invierno se pausaba los martes, día en el que el buzón se llenaba con cartas escritas en elegante letra redonda. Las cartas de amor se sucedieron hasta que el verano volvió. Y con él los paseos, los besos y los atardeceres frente al río. Y en esas conversaciones se iba creando un futuro que les hacía felices: una casa grande llena de niños, una vida juntos en la que cada día sería una fiesta de amor.

Con el tiempo, el 600 se convirtió en un coche alemán más grande y los viajes pasaron de ser tediosos a una dolorosa espera que duraba todos los meses de invierno.

Tiempo después, cuando los martes eran ya la rutina más excitante de la vida invernal, pasó lo inesperado. No hubo carta. Pensó que quizá se había retrasado, pero transcurrieron los días y nunca llegó. Los días se apilaron lentamente formando meses y cada carta enviada sin respuesta pasaba de esperanza a dolor que le atenazaba el pecho.
Ese verano ella no fue al pueblo y nadie supo decirle nada. Simplemente su familia no había ido.
Se desplazó a la dirección a la que enviaba las cartas y allí tampoco la encontró. La familia entera se había esfumado sin decir nada.

Todos los años volvía al pueblo con la secreta ilusión de volverla a ver. Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que volviera la que un día le juró amor eterno. Él ya no vivía en la antigua casa familiar, por lo que ella sólo tenía las señas de su casa del pueblo. No podía permitirse desaparecer justo cuando ella volviese.

Los años pasaron amargamente. El pueblo se fue vaciando de familia. Y la jubilación le llevó a la decisión que le pareció más sabia: irse a vivir al pueblo. Así la encontraría cuando volviese a buscarle.
Todas las tardes, con su andar dificultoso iba hasta la plaza y se acercaba al árbol para comprobar que todo seguía en su sitio. 
Después se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida y los codos sobre los muslos mientras agarraba con las dos manos un viejo sombrero que hacía girar lentamente. En ocasiones, cuando se levantaba, remarcaba los nombres que llevaban ya más de 50 años grabados en la corteza del enorme árbol. 
Ya de vuelta en casa algunas veces, demasiadas, le preparaba una copa de cava en la mesa del salón. Sabía que ella volvería al atardecer y adornaba la mesa con una flor y dos copas perfectamente alineadas.

Una tarde de otoño le echaron en falta. Su andar renqueante hasta la plaza había dejado de ser una constante. Visitaron su casa. Y le encontraron muerto con una ilusa cara de felicidad. Estaba sentado en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Parecía sonreír. 

Frente a él, dos copas vacías. Una, la más alejada, tenía marcados unos labios en carmín rojo.

lunes, 15 de junio de 2020

En mi hambre mando yo



Nos han convocado a un Away Day. Un día de esos en que te llevan al campo a hacer el garrulo para generar team-building, o hacer equipo, o como lo quieran llamar en ese lenguaje fashion-gilipollen de las multinacionales.


Dudo que el Away Day vaya a ser un Guay Day. Nos llevan un par de días a un pueblo de playa, turístico, molón. Caro. Hasta ahí, bien. Pero tenemos que dormir en habitaciones compartidas. Como en el cole, pero con canas y lorzas.
Tan indeseable oferta no es aplicable a todos. Los directores -por algún privilegio feudal- dormirán en habitaciones individuales. Rayas en el suelo que separan categorías. Ellos pueden roncar o tirarse pedos a solas.

Se ha generado una polvareda importante. Corros con gente levantando los brazos ofendida por semejante desprecio. “O para todos o para ninguno”, “pues yo no voy”.
Semejante ofensa será defendida con el puño en alto. O no. Lo digo porque nos han mandado un correíto solicitando que confirmemos quien va o no.

Y aquí, el Quijote de barrio, la ha vuelto a liar. He dicho que no sin mentir ni poner excusas. Y he encontrado un páramo de silencio. Nadie se pronuncia –ni se niega a ir-, y ya no veo corros ofendidos. Me pierdo en decisiones heroicas que no tienen mucho sentido. A lo mejor hasta me gano una hostia gratis.

Como soy un idealista, me da por pensar en mi admirado José Luis Sampedro. Le recuerdo en una entrevista en la tele contando una anécdota escrita por Salvador de Madariaga en su libro "España". La historia se refiere a las vísperas de las elecciones de 1935 en un pueblo de Andalucía.
El señorito del pueblo, para comprar los votos de los jornaleros desempleados, mandó a uno de sus mayorales a la plaza de la localidad a darles instrucciones para votar al candidato recomendado por el cacique, al mismo tiempo que daba a los que no tenían trabajo uno o dos duros. Hasta que tropezó con uno en concreto, que le tiró las monedas al suelo y le dijo al enviado del señorito: "en mi hambre mando yo".

Como afirmaba Sampedro, al referirse a esta historia, ¿Qué se le puede decir a un hombre que no tiene nada? "Pues muy sencillo, que sea consciente, que tenga libertad interior y que se apruebe ante sí mismo", con honradez y con dignidad.

No hay nada como ser y sentirse libre. Aunque sea para llevarse hostias. 

domingo, 26 de abril de 2020

Pureza

Al final se supo. La sangre de los curados sanaría a los enfermos.

Por eso Juan, que hervía en fiebre mientras boqueaba por un poco de oxígeno, esbozó una breve sonrisa. Sabía que la pequeña Lucía lo había superado sin síntomas. Y eso, con suerte, le permitiría verla crecer.

Después de unas lágrimas silenciosas y un rato al teléfono, Paula, su esposa, consiguió un doctor y una cama para curarle.

El doctor habló con dulzura y seguridad a Lucía. Y le preguntó si daría su sangre a papá. No dudó antes de sonreír y afirmar intensamente: "¡¡¡Si, lo haré!!!."

Se tumbaron cara a cara. Y mientras la sangre fluía, Juan retomaba el color y Lucía iba empalideciendo en silencio. Con un hilo de voz, Lucía miró al doctor y le preguntó con seguridad: "¿A qué hora empezaré a morirme? Porque antes quiero abrazar a papá."

No había entendido al doctor; sólo quería regalarle la vida a su padre.

sábado, 25 de abril de 2020

La Tormenta

Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.

No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.

Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.

—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.

El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.

Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.

Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.

Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.

—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.

El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.

Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.

Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.

Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.

Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.

Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.

Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.

Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:

—No te he contado toda la verdad.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.

Respiró hondo y señaló la ventana.

—Mira ahí.

Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.

Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.

—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.

Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.

—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.

El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.

Mi inicial. Tachada.

—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.

Comprendí. El miedo, ahora, era mío.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.