20 octubre 2025

El número

Siempre he creído que la religión es el bálsamo más tierno para lo que nos desgarra por dentro: un mapa dibujado para navegar el caos que nos ahoga, una estructura frágil donde encajar los pedazos rotos de lo inexplicable. 

Pero el alma humana es insaciable en su búsqueda de sentido, y no todos nos arrodillamos ante altares. Algunos alzan la vista a las estrellas, buscando consuelo en su fuego distante. 

Yo... yo me refugio en los números. En su frialdad aparente, que a veces se quiebra y deja salir un latido.

Descubrí los números astrales hace años. La idea es simple: sumas cada dígito de tu fecha de nacimiento —día, mes y año— hasta reducirlo a un solo número.
Por ejemplo, si alguien nació el 28 de febrero de 1973: 

2+8+0+2+1+9+7+3=32; y ahora, 3+2=5.

Fácil, casi infantil. Pero también hipnótico.

Siempre supe que mi número era el 9.
Nací un 9 del 9, y mi número astral es el 9.
9 de septiembre de 1971: 

9+9+1+9+7+1=36; 3+6=9.

Triple nueve. Perfecta simetría.

Años después, cuando murió mi padre, el 3 de junio de 2016, volví a hacer el cálculo:

3+6+2+0+1+6=18; 1+8=9.

Otra vez el mismo número.
Podría haberlo tomado como una simple coincidencia, pero no pude evitar pensar que había un mensaje escondido en esa cifra que se repetía, obstinada, como si marcara los bordes invisibles de mi vida.
Me gusta pensar que se fue tranquilo, y que ese nueve fue su forma de decírmelo.

Pasaron los años, y el azar —si acaso existe— quiso que regresara a mi vida una mujer a la que había querido desde niño.
Su fecha de nacimiento: 3 de junio de 1971.

3+6+1+9+7+1=27; 2+7=9.

Su día y mes son los mismos del fallecimiento de mi padre.
Ambos 3 de junio, ambos 3+6=9.
Quise creer que era un regalo suyo, un guiño desde donde estuviera, como si me la enviara para recordarme que aún había luz.

Hoy trabajo en una empresa estatal. Llevo tres años. Falta poco para conseguir el puesto definitivo, pero para eso debo superar unos exámenes.
La fecha de la convocatoria me estremeció: 3 de junio de 2025.

Otra vez.

3+6+2+0+2+5=18; 1+8=9.

La misma fecha del cumpleaños de ella. La misma del adiós de mi padre.

Quiero pensar que es una señal buena. Que todo converge, que el nueve me protege, que mi padre me guía todavía.

Pero los números también tienen sombras.
A veces me pregunto si no me estoy engañando. Si ese triple nueve no es una bendición, sino una marca.


Un día, sin saber por qué, giré el papel.

El nueve, al invertirse, deja de ser nueve.


El versículo 13:18 del Apocalipsis dice:

"Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento, que calcule el número de la bestia, porque es número de un ser humano: seiscientos sesenta y seis."

¿Y ahora qué?

Porque durante años, creí que el nueve era un faro. Ahora dudo.

Mi nacimiento, mi padre y su muerte, ella, mi futuro... todos los hilos de mi vida convergen en esta fecha, pero no para unirme a un destino, sino para inmovilizarme ante lo que siempre temí: que no hay un designio, solo patrones que inventamos para no enloquecer. 

Y que el mayor de los engaños no es que el universo nos hable, sino que nosotros estemos tan desesperados por escuchar su silencio que le inventemos una voz.

09 octubre 2025

El autor y el destino

La conoció primero a través de las palabras. No en un libro, sino en la intimidad inmediata de un blog: El blog de Peggy Sue.

Una madrugada de domingo, Álvaro navegaba sin rumbo por internet, tratando de llenar el silencio de su piso en Chamberí. En un comentario perdido de un artículo sobre literatura contemporánea, apareció un enlace. Lo abrió sin pensarlo.

La foto de cabecera mostraba una estantería desordenada, repleta de libros y objetos sin dueño. No había imagen de ella. Empezó a leer la entrada más reciente: Atrapada en el baño de 1985.

Hablaba de sentirse como la protagonista de Peggy Sue se casó: de viajar hacia las propias decisiones pasadas y mirarlas con una mezcla de ternura y desprecio. “No hace falta una fiebre en una reunión de antiguos alumnos —escribía—. Basta con encontrar una factura antigua o escuchar una canción a las tres de la madrugada para sentirte a la vez la Peggy Sue que tomó aquellas decisiones y la Peggy Sue madura que las observa, impotente.”

Álvaro, que también escribía y luchaba a diario con la tiranía de la página en blanco, se quedó quieto frente a la pantalla. Era como si alguien hubiera puesto orden en su propio caos mental.

Laura Vidal —ese era el nombre al pie de los textos— tenía el raro don de convertir su nostalgia en un lenguaje compartido. No escribía con artificio, sino con la claridad de quien se atreve a mirar de frente su vida y usar una película como espejo del alma.

Esa noche se enamoró. No de una mujer, sino de una mente. De su manera de hacer de la melancolía una forma de cartografía. En otra entrada, Fugitiva del futuro, escribió: “Peggy Sue solo quería escapar de su futuro fallido. Yo escribo para escapar del mío, para inventar un desvío en la carretera principal de mi vida.” Entonces Álvaro entendió que aquel blog no era un diario, sino una máquina del tiempo literaria.

Desde entonces, su ritual nocturno fue leerla. Laura escribía sobre sus “reuniones de antiguos alumnos” —encuentros fortuitos con exparejas en el metro— o sobre cómo elegir una cafetería podía ser tan decisivo como elegir pareja en el baile de graduación. Álvaro sentía que la conocía de verdad, con una intimidad que rara vez se alcanza incluso tras años de convivencia. Conocía su miedo a haber elegido mal, su fascinación por los caminos no tomados.

Un día se animó a comentar una entrada titulada ¿Y si me hubiera quedado?. No fue un halago, sino una reflexión sobre universos paralelos. Firmó con su nombre.
Días después, recibió su respuesta: “Al menos Peggy Sue pudo volver. Nosotros tenemos que vivir con las decisiones de nuestra versión más joven y torpe. Gracias por entenderlo.”
El corazón le dio un vuelco adolescente.

A partir de entonces, los comentarios se convirtieron en correos, y los correos en una correspondencia constante. Hablaban de sus propias Peggy Sues, de la sensación de mirar la vida desde fuera. Álvaro se enamoró aún más de la voz coherente que emergía entre líneas: la misma del blog, pero ahora dirigida solo a él.

Hasta que ella propuso un encuentro.

—Estoy harta de hablar con un fantasma —escribió—. ¿Qué tal si nos tomamos un café y comprobamos que los dos tenemos cuerpo y proyectamos sombra?
El asunto del correo era, simplemente: Mi reunión de antiguos alumnos.

Quedaron en una cafetería junto al Jardín Botánico. Álvaro llegó veinte minutos antes y eligió una mesa en un rincón. Cuando ella entró, con un abrigo largo y una sonrisa contenida, el mundo se detuvo un instante.

—Álvaro, supongo.
—Laura.

La conversación fluyó con la misma naturalidad que en sus correos. Hablaron de libros, de la ciudad, de la niebla sobre la sierra. Hasta que él lo dijo.

—Hay algo que no te he contado —confesó, con el corazón golpeándole el pecho—. Me enamoré de ti leyendo El blog de Peggy Sue. Me enamoré de tu nostalgia, de tu miedo a haber elegido mal, de cómo usas una película para explicarte. Fue como encontrar a alguien que también se siente un viajero en el tiempo de su propia vida.

Laura lo miró. En sus ojos no había sorpresa, sino una tristeza luminosa. Sacó un libro del bolso: un ejemplar gastado de La geometría de los días vacíos.

—¿Recuerdas este? —preguntó—. Lo publicaste hace cinco años. Solo se vendieron trescientos ejemplares.

Álvaro lo reconoció al instante. Su primera y fallida novela.

—En el capítulo siete —continuó ella— el protagonista describe a la mujer de la que se enamoraría. Dice que la encontraría a través de sus palabras. Que se llamaría Laura. Que escribiría un blog donde se compararía con Peggy Sue.

El aire se volvió espeso. Álvaro recordó vagamente esa escena, un detalle menor, casi una broma privada.

—Lo leí un año después de publicarse —dijo ella, con lágrimas silenciosas—. Y supe que ese hombre había escrito mi futuro. Empecé el blog para comprobar si era cierto. Cada entrada era un paso más hacia la mujer que habías imaginado.

Él la miró, atónito, mientras todo encajaba.

—Pero ahora —susurró ella, tomando su mano— he entendido algo. Peggy Sue no volvió al pasado para cambiarlo, sino para comprenderlo. Yo no seguí tu guion: tú, sin saberlo, escribiste el mío. Y al leerlo, decidí vivirlo.

Calló un momento, apretando su mano.

—La sorpresa no es que tú te enamoraras de una idea de mí. Es que yo me enamoré de un autor que, sin conocerme, me dio el valor para existir.

El silencio se instaló entre los dos. Fuera, la tarde caía sobre los cristales de la cafetería.

Álvaro entendió entonces que el verdadero viaje en el tiempo no era volver al pasado ni anticipar el futuro, sino encontrarse con alguien que había habitado tus palabras antes que tú mismo.
Alguien que había leído lo que aún no sabías que ibas a sentir, y que decidió esperarte allí.
Y comprendió, con una certeza serena, que el amor —el verdadero— no empieza cuando se cruzan dos miradas, sino cuando dos historias escritas en tiempos distintos descubren que hablan del mismo corazón.

01 octubre 2025

Mi Muerta de la Curva

Siempre he sido un pringado con las curvas. No las de la carretera, que me dan un vértigo que me hace sudar como un pollo en agosto, sino con las femeninas, esas que prometen un giro romántico y siempre acaban en derrape total. 

En mi vida, las curvas no son aventura; son recordatorios de que soy un desastre con patas, un tipo que parece guay en fotos de perfil pero que en persona huele a fracaso agrio. 

Todo se complicó con esa leyenda cutre de la Chica de la Curva. Esa milonga que te clavan los camioneros a medianoche para que no te duermas y acabes decorando un quitamiedos.

¿La conocéis? Es la tía esa que sale de la niebla en una curva chunga, con falda de los cincuenta y ojos que brillan como luces de neón. Te hace autostop, pero se mete en el asiento de atrás. Te mira con una sonrisa de anuncio de chicles, charláis de bobadas, y de pronto, mientras vas feliz pensando que has ligado, te larga con voz de tráiler de terror: "¿Ves esa curva? Ahí me maté yo". 

Y ¡zas!: se volatiliza, dejando un ramo de flores marchitas en el asiento y un frío que te hiela hasta el alma. 

"Es el fantasma de una chavala que se mató en un choque", cuentan. Yo, que soy un escéptico de manual —o eso me digo para no admitir que soy un cobarde—, siempre me reía por fuera. 

Por dentro, pensaba: "Menos mal que a mí no me pasa, porque ya tengo suficiente con mi historial de rechazos que parecen guion de comedia negra". 

Hasta que mi vida de ligón de saldo empezó a oler a ectoplasma, y lo entendí: mi "muerta de la curva" no es un espíritu; es mi espejo. En cuanto te conocen de verdad —cuando ven las grietas, el desorden, el tipo que ronca como un tractor y cuenta chistes que dan vergüenza ajena—, se van. Y yo me quedo solo, preguntándome por qué coño no sirvo para esto.

Era un viernes de esos que apestan a ginebra de bazar y a promesas que se deshinchan antes de empezar. 

Yo, Manolo, emperador supremo de los chats de ligoteo que mueren vírgenes en "visto", había cazado al fin una cita que olía a gloria bendita. 

Se llamaba Lorena, o eso decía su perfil: foto con filtro de atardecer que disimulaba sus ojeras, bio de "Amante de las curvas y las aventuras nocturnas". "Esta vez sí", me dije, con el estómago revuelto como si hubiera comido marisco caducado. 

"No la cagues, idiota. No sueltes tus anécdotas de niño raro, no menciones que tu piso parece un museo del polvo acumulado". La cité en un garito de las afueras, uno de esos antros con neón que titila como mi confianza y música que te machaca el cráneo para que no pienses demasiado. 

Llegué en mi Seat del 98, ese cacharro que tose como si me juzgara, y allí estaba ella, en la puerta, alta, morena, con un vestido rojo que me dejó la boca seca. Me miró y sonreí como un tonto, pensando: "Joder, ¿y si ve que soy un fraude? ¿Y si mi encanto dura lo que un globo en una fiesta de niños salvajes?".

—Ey, guapo, ¿vienes a sacarme de esta noche aburrida? —dijo, con una voz suave que me erizó la piel, pero que en mi cabeza sonaba a "prueba a ver si mientes bien".

—Sacarte, ligarte, lo que pinte. Sube, que esta noche la petamos —balbuceé, intentando sonar como un galán de serie mala y no como el inseguro que soy, con las manos sudadas y el cerebro gritándome "¡Corre, cobarde!".

Le abrí la puerta del copiloto con un gesto que pretendía ser chulo pero salió tieso como un maniquí, y ella pasó de largo con una risita que me dolió en el ego. Se coló en el asiento de atrás. 

"Mejor para las piernas, que las tengo muy largas", murmuró, y yo me quedé ahí, pensando: "Genial, Manolo, ya la has cagado. Ahora parece que la secuestras". 

Arrancamos. La carretera era un zigzag negro que me ponía los nervios como alambres de espino. Hablamos de todo: de los ex de cada uno, que eran unos cabrones —las mías, unas maestras en hacerme sentir invisible—, de planes locos como irnos a una playa con cócteles que no acaben en resaca emocional, y de cómo el sexo es como conducir en niebla, un lío impredecible. 

Ella se reía, y yo aceleraba sin querer, pero por dentro era un torbellino: "¿Y si se da cuenta de que soy un bluf? ¿Y si mi risa falsa me delata? Dios, ¿por qué no soy normal, como los tíos que ligan sin sudar?".

Y entonces, la curva. La del demonio, con el asfalto resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, como si el cielo se burlara de mis miedos. Yo iba tenso, silbando una tontería para no soltarme del todo, cuando su voz brotó de atrás, fría como un mensaje de rechazo a las cuatro de la mañana.

—¿Ves esa curva, Manolo? Ahí me maté yo.

Me paró el corazón en seco. Frené como un novato, el Seat chilló como si se riera de mí, y me giré con el alma en un puño. El asiento de atrás: vacío, como mi confianza después de un "no gracias". Solo un ramo de flores marchitas rodando por el suelo y un olor a perfume que se evaporaba, dejándome con el regusto amargo de otra ilusión rota. 

Paré en el arcén, bajo un farol que iluminaba una casa vieja con rejas torcidas y un jardín que parecía el caos de mi cabeza. Bajé temblando, el aire olía a tierra mojada y a jazmín rancio, como mis recuerdos de noches solas. Fui a la puerta entreabierta, y nada: solo una foto descolorida en la pared de una chavala con falda plisada, idéntica a Lorena, sonriendo como si dijera "Te lo dije, pringado".

Me reí al principio, una risa histérica que tapaba el pánico: "Es una broma, ¿verdad? Nadie desaparece así... solo yo desaparezco de las vidas de la gente". Pero el terror me caló cuando volví al coche y vi la nota en el volante: "La curva siempre gana. Nos vemos en la próxima, cuando te conozcan de verdad y vean el desastre". 

Conduje de vuelta como un fantasma yo mismo, sudando y mascullando: "Otra más que se va. ¿Qué coño tengo de malo? ¿Soy tan patético que hasta los espíritus huyen?". 

Al día siguiente, Tinder: su perfil borrado, como mis esperanzas. En el garito, nadie la recordaba, como si fuera invisible. Y en el periódico: "El fantasma de la Curva ataca en la ruta 57". 

Un tipo estrellado, con una cruz y flores al lado. "Ese podría ser yo", pensé, "no en un choque, sino en la vida".

Desde entonces, cada ligue es un calvario de autodesprecio. Conozco a una tía en el gym, charlamos, coqueteamos —yo con el corazón en la boca, pensando "No sueltes la lengua, no reveles que eres un friki de series malas"—, y cuando llegamos al meollo, a ese punto donde ya no hay máscaras, ¡pum! Se va. 

Porque me han conocido: han visto el inseguro que duda de cada palabra, el que se pone nervioso con un roce y que en la cama piensa "Ahora la cagas". Una vez, una rubia en un motel: se sentó atrás en el taxi, soltó lo de la curva y desapareció, dejando un pendiente y un olor a jazmín que me recordó mis fracasos. "Otra que ve mi verdad y huye", me dije, con el estómago hecho nudos. 

Otra, una morena en mi piso: en pleno lío, me miró y murmuró "¿Ves esa curva en la sábana? Ahí me maté... o sea, ahí te conocí a ti, el rey de los perdedores", y se fundió en la pared, dejándome desnudo y solo, preguntándome si valgo para algo. 

Y siempre, las flores marchitas, como un premio a mi ineptitud.

Ahora conduzco recto, evito curvas y perfiles que parezcan demasiado perfectos, porque sé que atraerán mi ruina. Porque mi Muerta de la Curva no es un fantasma: es mi inseguridad hecha mujer. Sube al coche con una ilusión falsa, te obliga a mirarte al espejo, y cuando ves el reflejo —el tipo que no se cree suficiente—, te deja tirado.

Y algunas noches, miro el retrovisor y la veo ahí. Sonriendo con lástima, esperando la curva donde me desnuden el alma otra vez.

Porque el amor, para un inseguro como yo, es solo un viaje corto. Un trayecto donde te conocen y piensan: "Mejor me bajo aquí".

O eso me repito, acurrucado en la cama, para no romperme del todo.


30 septiembre 2025

Yin, Yang y Yo

El mito del doppelgänger dice que todos tenemos un gemelo por ahí. Pero claro, no un gemelo simpático que te pase la contraseña de Netflix, sino un doble inquietante, como un error de fábrica que se escapó de control de calidad.

El Tao, por su parte, explica que todo en el universo se sostiene en opuestos: el Yin y el Yang, el día y la noche, los que hacen dieta y los que disfrutan viéndolos sufrir. El equilibrio cósmico, dicen.

Yo, que nunca he sido precisamente un éxito en lo sentimental, empecé a atar cabos. Si existe el doppelgänger, y el Tao insiste en los opuestos, entonces es lógico que haya un “doble guapo” y un “doble feo”. Uno que arrasa en Tinder y otro que borra matches en lugar de crearlos, como si el algoritmo mismo se riera.

Por pura estadística, sospecho que me tocó ser el feo. Porque, a ver, no puede ser casualidad: cuando entro a un bar, el ambiente baja tres puntos en entusiasmo. Pido un gin-tonic y me sirven agua del grifo. Las apps de citas me tratan como si hubiera firmado un contrato de invisibilidad.

Un colega, cansado de mis quejas, soltó:

—Busca a tu doble. Igual confirmas la teoría.

Lo busqué durante semanas. Revisé fotos de perfil que parecían sacadas de pasarelas, coincidí con extraños en cafés y parques, y hasta me sorprendí saludando a un tipo en el metro solo porque tenía un aire sospechosamente familiar. Nada. Hasta que un día, caminando por la calle, lo vi reflejado en el escaparate de una tienda. 

Mi mismo rostro… pero tuneado. Mandíbula cincelada, sonrisa que podía reflotar la economía de un país pequeño.

Lo cité en un café. Cuando llegó, las sillas se giraron como en los concursos musicales de la tele. Yo pedí un cortado; él pidió un agua con gas y consiguió que la camarera le pusiera una rodaja de limón extra “porque sí”.

Nos miramos como en un duelo del viejo oeste.

—Así que tú eres mi doppelgänger —dijo con tono triunfal.

—No. Tú eres el mío.

—Yo soy el guapo.

—¿Y cómo sabes que no soy yo el guapo y tú el feo?

El silencio se volvió incómodo. La gente lo miraba a él, claro, pero yo me aferraba al Tao. Si hay Yin, tiene que haber Yang.

Él sonrió.

—Porque tengo pareja y amante, tres trabajos freelance muy bien pagados, y me acaban de ofrecer un papel en una serie.

—Yo no tengo nada de eso.

—Exacto. Eres el feo.

Me quedé helado. Hasta que pensé algo que cambió el tablero.

—Un momento. Si tú eres el guapo y yo el feo… entonces, según el Tao, estamos condenados a necesitar uno del otro. Sin mí, tú no brillarías.

Me miró sorprendido. Se le torció la sonrisa por un instante.

—¿Qué quieres decir? —murmuró.

—Que tu atractivo es parasitario. Tú eres guapo porque yo soy un desastre. Si me peino y me arreglo, eres un tipo normal —dije, y me pasé la mano por el pelo con ese gesto deliberadamente dramático de quien sabe que la belleza está a punto de manifestarse.

Instantáneamente, su mandíbula se tensó. Pude verlo: sus facciones, de repente, perdieron ese brillo de actor maquillado. Era como si mi simple gesto hubiera redistribuido el karma estético del universo: yo ganaba, él… sufría.

—Eh… ¿qué… hiciste? —balbuceó, con la voz temblorosa, mientras intentaba recomponerse.

Nos quedamos en silencio, midiendo el uno al otro. Entonces él bajó la voz.

—Mejor no alteremos el equilibrio.

Se levantó rápido, con esa prisa de los que temen que les roben la cartera… o el destino.

Ahí entendí el giro final: no soy el doble feo. Soy el ancla. El contrapeso. El que sostiene al guapo para que exista. Y en cierto modo, eso me convierte en alguien indispensable. El Yin que le da chicha a su Yang.

Así que sí, puede que no ligue. Pero cada vez que alguien suspira por él, debería darme las gracias a mí. O un beso. O algo. Yo soy el héroe anónimo del atractivo ajeno.

Conclusión: el Tao me convirtió en el feo universal, sí. Pero en ese mismo movimiento me hizo indispensable. 

Porque, al final, la belleza se gasta… y el equilibrio cósmico, en cambio, tiene contrato indefinido conmigo.

Eso sí: sigo esperando que al menos me pague las horas extras.

29 septiembre 2025

La Chimenea del Éxito

En Innovaciones Disruptivas S.A., Priscila y Mauricio eran como una tormenta tropical de tonterías: ruidosos, caóticos y totalmente incapaces de dejar algo útil después de su paso.

Priscila empezaba cada día con frases grandilocuentes como:

—Hoy no vengo a trabajar, vengo a transformar realidades.

Mientras Mauricio respondía con solemnidad:

—Yo tampoco trabajo, yo co-creo horizontes.

El resto de la oficina aprendió pronto que cuanto más pomposos eran sus discursos, más insignificante era su labor.

El día que hablaron durante dos horas sobre “reposicionar la cultura del clip”, olvidaron reponer los clips de verdad, y el pedido quedó atascado durante semanas.

Lo patético era ver cómo se retroalimentaban.

—Priscila, tu propuesta de poner una planta artificial en la sala de juntas es un cambio de paradigma en la armonía corporativa.

—Gracias, Mauricio. Y tu idea de cambiar los fondos de pantalla a atardeceres de Google transmite liderazgo empático.

Mientras tanto, los demás se mordían la lengua para no reírse en su cara.

Pero un viernes negro, la empresa tuvo una auditoría externa. El consultor, con traje impecable, escuchó en silencio mientras Priscila y Mauricio desplegaban su arsenal de PowerPoints con frases como “Think Beyond the Beyond” y diagramas que parecían dibujos de guardería. Al terminar, el consultor se puso de pie y dijo:

—Estoy impresionado.

Priscila y Mauricio casi aplaudieron de emoción.

—Impresionado —continuó él— de cómo dos adultos pueden sonar tan convencidos y, al mismo tiempo, no decir absolutamente nada.

El silencio fue brutal. El equipo entero intentaba aguantar la risa. Pero entonces, el director general dio un golpe en la mesa y exclamó:

—¡Exactamente! ¡Eso es lo que necesitamos!

El consultor lo miró horrorizado.

—Nuestro sector no necesita soluciones, necesita discursos vacíos que hagan creer a los clientes que tenemos soluciones. Ustedes dos son perfectos.

Y así, Priscila y Mauricio fueron ascendidos como Directores Globales de Narrativas Inútiles.

Caminaban por la oficina inflados de orgullo, mientras el resto del personal entendía la dura realidad: los más patéticos habían ganado.

Desde ese día, nadie se tomó nada en serio en la empresa. Y paradójicamente, gracias a la verborrea hueca de Priscila y Mauricio, Innovaciones Disruptivas S.A. se volvió la consultora más contratada del país.

Porque, como todos descubrieron, el mundo estaba hambriento de humo, y ellos sabían producir toneladas.

Habían inventado la chimenea. Y el fuego. Y lo peor de todo es que Priscila y Mauricio estaban convencidos de que lo habían patentado.

Y entonces Recursos Humanos confirmó lo que todos sospechaban: sus nombres completos eran Priscila GIS GIS y Mauricio Pompas Pompas.

Lo que aclaraba al fin, la sospecha de la plantilla. Sus padres eran hermanos.


* - Sí, tengo dos compañeros así, y ambos con apellidos al cuadrado.


25 septiembre 2025

De Citas online y el concesionario de Shakira

Dicen que en la escala evolutiva del hombre moderno existen los pagafantas: esos que pagan copas con la esperanza de un beso. 

Pues bien… yo soy un nuevo tipo de homínido, un paso por detrás: ni siquiera he llegado a pagafantas. Soy algo así como el Australopithecus del ligue online. Un experimento de la naturaleza, un señor en fase beta.

Cuando me separé, pensé que lo más difícil sería aprender a cocinar sin incendiar la cocina. Pero no: lo complicado de verdad era sobrevivir en las citas por redes sociales.

Porque cuando empecé a salir con chicas, todo era sencillo: ibas a una fiesta, te presentaban a alguien, charlabas un poco, intercambiabas teléfonos fijos (¡fijos, sí, pegados a la pared con un cable!) y, si había suerte, después de dos semanas de llamadas interrumpidas por tu madre, conseguías una cita.

Hoy todo eso se acabó. El amor ya no se busca en plazas, bares o discotecas: ahora se encuentra en aplicaciones que parecen diseñadas por brókers de Wall Street. Empujar contacto a la izquierda, empujar contacto a la derecha… uno se siente menos Don Juan y más gestor de cartera, descartando acciones con una foto borrosa.

El cortejo de antes era:

—“¿Quieres salir conmigo?”

El de ahora es:

—“Acepto Bizum, PayPal y transferencia inmediata”.

Os cuento mis experiencias en este mundo, extraño para mi.

Primera cita.

Habíamos quedado en un bar. Chica buenorra y formal. Todo un partido. Cinco minutos antes de vernos me llega un mensaje suyo:

— Te envío una foto actualizada, para que me reconozcas.

Abro la foto y ahí me entero de que no era exactamente la chica del perfil. Digamos que la versión “actualizada” venía con 20 kilos y 20 años más. Fue como lo de Shakira: me cambiaron un Rolex por un Casio… ¡y también un Ferrari por un Twingo!

Aun así, me dije: “sé educado, disfruta la experiencia”. 

Tomamos algo, charlamos, todo dentro de lo normal… hasta que, de repente, me suelta:

—¿Me acompañas al centro comercial? Tengo que comprar unas cosillas.

Yo pensé en un pintalabios, un champú, algo sencillo. ¡No  Ja! Me vi de golpe en la sección de lencería, rodeado de tangas y sujetadores de todos los colores. Ella cogiéndolos a puñados y sujetándolos encima de la ropa para que le dijese qué me parecían. Yo con cara de alumno en un examen sorpresa.

Y en el momento de pagar… su tarjeta falla. Me mira con esa carita de “¿me salvas?”. 

Y ahí caí: yo, estrenándome en la soltería moderna financiando tangas que, spoiler, nunca llegué a ver en acción. Ni falta que hace.

Que no, que no te preocupes. Que la cajera se reía de mí. Por gilipollas.

Para rematar, al día siguiente me pide dinero para un pago urgente. 

Ahí puse punto final a mi carrera como sponsor involuntario de desconocidas.

Segunda cita.

Otra chica, guapísima en fotos. Dos mails después, me propone unas cuantas cochinadas y me manda un enlace. Yo lo abro pensando que era su Instagram…

¡y resulta que era su página profesional de escort!


Sí, escort: como el trabajo, claro… pero también como el coche de Ford. O sea, que con Shakira ya me habían cambiado un Ferrari por un Twingo, y ahora me querían colocar un Escort. ¡Mi vida sentimental parecía un concesionario de segunda mano!

Con tarifas, packs y hasta promociones especiales. Aquello no era amor, era Booking.com con extras.

Conclusión.

He comprendido que las citas modernas son otro planeta. Antes te rompían el corazón; ahora te rompen la tarjeta. Antes te pedían flores; ahora te pasan la factura.

Lo peor es que uno se siente perdido, como si lo hubieran soltado en la selva con una brújula rota. Porque el amor digital es como IKEA: entras buscando algo sencillo, sales con un montón de cosas que no necesitas y, lo peor, sin saber dónde está la salida.

Y en todo este zoológico emocional yo soy una nueva especie: ni pagafantas, ni pagabragas… yo soy el pagailusiones. Un homínido ingenuo que todavía cree que las citas empiezan con un café… y no con un plan de financiación.

Al final, mis intentos de romance parecen más un concesionario de ocasión que una vida amorosa: donde otros coleccionan recuerdos, yo voy acumulando coches de segunda mano. Que si un Twingo, que si un Escort… vamos, que en vez de encontrar pareja, ¡lo que me falta es que me ofrezcan la garantía extendida y un par de alfombrillas de regalo!


24 septiembre 2025

Flujo Heracliteano y Tuercas

Por mi oficina pulula un bicho raro: un individuo cuya mente fusiona ingeniería y filosofía como si fueran las dos mitades de un improbable sándwich.

Ciertamente es una rara avis. Lo mismo te calcula la resistencia de un puente colgante que te suelta una cita de Heráclito mientras espera a que cargue el Excel.

Recuerdo que mi admiración empezó cuando lo vi discutir sobre si un tornillo es en realidad un “microcosmos de la voluntad humana de aferrarse al mundo”. De repente supe que mi jornada laboral nunca volvería a ser normal. Vería cosas. Aprendería. Y no me equivoqué.

Un lunes cualquiera, mientras el resto buscábamos café como náufragos desesperados, él apareció con un croquis lleno de fórmulas y anotaciones en latín.

—He resuelto el problema del ser —dijo, como quien anuncia que se ha comprado una tostadora nueva.

Lo miramos en silencio, esperando una broma. Pero no, iba en serio. Siguió explicando que había encontrado una relación directa entre la entropía y la angustia existencial de los lunes por la mañana.

—Cuanto más se acerca el universo al caos térmico —prosiguió— más se parecen nuestras caras a las de quien abre Outlook y ve cincuenta correos sin leer.

Lo peor de todo es que tenía razón. No se porqué, pero estoy seguro que la tenía.

Otro día, el jefe le pidió un informe técnico. El ingeniero-filósofo entregó quince páginas con ecuaciones perfectamente resueltas y, al final, una conclusión: “El proyecto es viable, pero recordemos que toda viabilidad es un espejismo en la fugacidad del tiempo.

El jefe todavía está intentando descifrar si eso significa “adelante con la obra” o “debemos ir todos al Himalaya a meditar”.

Su momento estelar, sin embargo, ocurrió en una reunión de equipo. Estábamos discutiendo sobre cómo optimizar el uso de recursos y alguien preguntó qué haría él.

—Muy sencillo —respondió—. La clave está en pensar como un río.

Todos nos quedamos callados. Él dibujó una línea ondulada en la pizarra y explicó que el agua nunca discute con las piedras: simplemente las rodea.

—Aplicado a la empresa —dijo, ajustándose las gafas con solemnidad— significa que debemos dejar de luchar contra los problemas y fluir a su alrededor.

El silencio fue absoluto. Luego alguien aplaudió. Confieso que yo también lo hice. Al fin y al cabo, era la primera vez que alguien convertía la lógica en una doctrina empresarial.

Pero el verdadero clímax llegó la semana pasada. El ingeniero-filósofo anunció que había inventado un dispositivo que resolvía de una vez por todas la contradicción entre teoría y práctica.

Lo trajo a la oficina envuelto en una funda negra. Lo colocó sobre la mesa de reuniones con gesto solemne, lo abrió… y era un simple espejo.

—Aquí está la síntesis —dijo—. La teoría eres tú cuando piensas que sabes. La práctica eres tú cuando intentas hacer algo y descubres que no sabías tanto.

Nos quedamos mirándonos a nosotros mismos en el reflejo, incómodos, como si el espejo fuese un detector de tonterías.

Y esa es la conclusión: a veces los que parecen más raros son los que nos muestran lo obvio. 

Porque en el fondo, todos somos un poco ingenieros cuando intentamos arreglar la vida… y un poco filósofos cuando descubrimos que la vida no tiene manual de instrucciones. Y que en consecuencia no tenemos ni puta idea.


Con cariño para el gran Dani, cerebro privilegiado que es realmente ingeniero y filósofo (titulado en ambas) a un tiempo.


05 septiembre 2025

El Tao es la Hostia

En la sede central del Banco HispanoInglés yo era nadie. Un becario condenado a la invisibilidad, plastificando folios hasta que el alma se me quedaba oliendo a plástico recalentado.

Y todo por culpa de ella: Cruella. Nuestra jefa. La tirana. Un tanque con tacones Un tanque que, en lugar de gasolina, funcionaba a base de bollería industrial y crueldad gratuita.

La muy cerda gritaba con la potencia de un altavoz de feria mal calibrado. Obesa, tiránica y con los labios permanentemente barnizados de azúcar glas, ejercía un poder absoluto: era capaz de convertir cualquier jornada laboral en una condena bíblica.

 —¡Ese Excel está mal, otra vez! —tronaba, mientras se empachaba con una napolitana.

 —Pero si aún no lo ha abierto… —balbuceaba yo alguna vez.

 —¡Silencio, o te mando a Recursos Humanos!

Era así siempre: dictadura bancaria con olor a tóner quemado. Yo la odiaba. Pero odiarla era quedarse corto. Fantaseaba con verla caer, con verla arrastrarse. Y el Tao, que nunca falla, me regaló la ocasión.

Un día, saliendo tarde de la oficina, me crucé con ella en la calle. Iba distinta: sin tacones, con un abrigo enorme y unas gafas negras que apenas le tapaban la vergüenza. Caminaba rápido, mirando a los lados como si escondiera un secreto. La curiosidad me picó más fuerte que el cansancio, y decidí seguirla.

La vi doblar esquinas, meterse en callejones cada vez más mugrientos hasta desaparecer por una puerta metálica que chirriaba al cerrarse. Esperé un instante, me acerqué con sigilo y me colé. Y entonces lo vi todo: Cruella en su verdadero hábitat.

Porque nuestra mórbida jefa, después de doce horas de tiranía, necesitaba compensar sus excesos en sótanos oscuros, rodeada de cuero, látigos y tipos enmascarados que parecían extras despedidos de alguna versión cutre de Star Wars.

Allí dejaba de ser Cruella y se convertía en “Gordicerda”, una masa grasienta y temblorosa pidiendo castigos, rogando que la llamaran “cerda de bollería”.

Lo descubrí esa noche, y no dudé ni un segundo: iba a entrar en el juego. Me puse máscara, guantes baratos de ferretería, y por primera vez en mi vida sentí que tenía el control. Ya no era el becario plastificador. Era la justicia.

Cuando la vi de rodillas, atada a una mesa con un collar de perro, se me erizó la piel.

 —¿Preparada? —le susurré.

 —Sí, amo. Haga de mí lo que quiera —murmuró con una docilidad que jamás habría mostrado en la oficina.

Y entonces, cuando esperaba el típico azote decorativo, levanté el brazo y ¡ZAS! La bofetada fue tan monumental que las paredes vibraron, las luces de emergencia parpadearon… y en la calle, a lo largo de tres manzanas, empezaron a sonar las alarmas de varios coches.

Me provocó un estallido de placer. Era como liberar de golpe toda la rabia acumulada en informes imposibles, en gritos injustos, en folios plastificados. Cada bofetada era un orgasmo del alma.

 Ella gemía. Yo sonreía detrás de la máscara.

 —Más, por favor… —suplicaba, babeando.

Y le di más. Le di todo. Una avalancha de hostias que me hicieron sudar y reír al mismo tiempo. La emperatriz del Euríbor, la torturadora de empleados, convertida en un guiñapo agradecido. Y yo, disfrutando como nunca. Era venganza, sí, pero también placer puro. Un goce que no había sentido jamás.

Al final, agotado, me quité la máscara. Ella me vio, y el horror le subió al rostro como un semáforo rojo.

 —¡Tú!

 —Sí, yo —respondí con calma, saboreando cada palabra mientras le soltaba otra hostia—. Y hoy cobro mi nómina en carne.

El lunes siguiente, la oficina había cambiado. Cruella apareció con gafas enormes, un pañuelo hasta las orejas y una voz melosa, casi ridícula. Yo ya no era el becario. Mi nueva placa lo anunciaba con solemnidad:

 “Pepe Martínez, Subdirector”.

 —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó un compañero.

Yo jugueteé con mi llavero de cuero y contesté con la serenidad de un iluminado:

 —El Tao, muchacho. El Tao.

Y desde ese día, jamás volvió a plastificarse un solo folio en la oficina. El Tao había cumplido su promesa: donde hubo opresión, ahora había ascenso.

Porque la sabiduría milenaria enseña que la iluminación no siempre llega con incienso ni meditación… 

a veces llega a base de hostias antitanque.

22 agosto 2025

Dijo que sí

A Lucía le tocaba cada mañana acompañar a su abuelo Julián a la plaza. Él insistía en sentarse en el mismo banco, frente al quiosco, aunque apenas leía ya los titulares.

—No vengas por obligación, nieta. Vete con tus amigas.

—Abuelo, me gusta estar contigo.

Julián apretaba su bastón entre las manos huesudas y sonreía, agradecido. Había cumplido ochenta y cinco, y la memoria le jugaba malas pasadas: confundía nombres, olvidaba direcciones, pero recordaba con nitidez lo ocurrido hacía más de sesenta años.

—¿Ves esa farola? —señalaba siempre—. Allí le pedí matrimonio a tu abuela. Ella dijo que sí y me temblaban las rodillas.

Lucía escuchaba, aunque conocía de memoria la anécdota. Nunca se cansaba de verla repetida, porque notaba que cada vez el abuelo la contaba con menos detalles, como si la historia se desgastara en sus labios.

Aquel martes, mientras el sol caía lento, Julián sacó un sobre arrugado del bolsillo de la chaqueta.

—Esto es para ti.

Lucía lo abrió: era una carta escrita a mano, con una caligrafía firme, no la torpe de su abuelo actual.

“Querida Lucía, cuando leas esto quizá ya no recuerde tu nombre. Pero quiero que sepas que tú has sido mi segunda gran alegría en la vida. La primera fue tu abuela. No me tengas pena cuando me veas perderme; sólo guíame, como hice yo contigo cuando dabas tus primeros pasos.”

Lucía sintió un nudo en la garganta.

—Abuelo… ¿cuándo escribiste esto?

—Hace años, cuando supe lo que venía. He ensayado mi despedida muchas veces.

Ella lo abrazó fuerte, con lágrimas rebeldes. Julián acarició su pelo, sereno.

—No llores, pequeña. Aún estoy aquí.

Esa misma noche, Julián se fue a dormir temprano. No volvió a despertar.

Al día siguiente, Lucía regresó sola al banco de la plaza, con el sobre guardado en el bolsillo. Quería sentirlo cerca. Cuando levantó la vista, lo imposible ocurrió: en la farola frente a ella brillaba un diminuto grabado, como recién hecho. Tres palabras, torpes pero legibles: “Dijo que sí.”

Lucía sonrió entre lágrimas. Entendió que el abuelo había dejado su firma en el mundo, para que ella nunca olvidara que el amor, incluso desvaneciéndose, siempre encuentra la manera de quedarse.

19 agosto 2025

El amor como un viaje a casa

El amor no es la búsqueda de algo nuevo, sino el reconocimiento de algo antiguo. Dos personas se miran y, en algún lugar entre las pupilas, intuyen una verdad incómoda: ya se conocían. No en esta vida, quizá, pero sí en esa otra geografía que existe antes de los nombres, antes de los cuerpos.

Las manos no se tocan por primera vez, sino que se recuerdan. Los dedos se entrelazan con la seguridad de quien retoma un hábito olvidado. No es emoción, sino alivio: ah, aquí estabas. El roce no inventa nada; confirma.

El beso es un acto de arqueología. Dos bocas excavando en busca de una lengua común, un alfabeto compartido que ya no saben descifrar. Pero algo en el calor, en el ritmo del aliento, les dice que este idioma lo hablaban antes de que el mundo los separara con piel y huesos.

Hacer el amor es el intento más desesperado por volver. Uno dentro del otro, ya no como invasión, sino como regreso. Los cuerpos, astutos, fingen ser dos para poder jugar a reunirse. En el clímax, por un segundo, lo logran: la mentira de la separación se desvanece. Pero luego vuelve el aire, la piel, el sudor frío, y comprenden que la fusión total no está permitida.

El hijo es la trampa más hermosa. Una criatura que lleva sus ojos, su sangre, su risa, pero que no es ellos. Espejo y a la vez extraño. Los padres lo miran y ven, por primera vez, que el amor no era fundirse, sino crear algo con los pedazos. El niño llora, y en ese grito hay un mensaje: Ya erais uno. Yo soy la prueba.

La muerte es el último acto de amor.

Porque cuando llega, no se lleva a uno, sino a los dos. Aunque los cuerpos mueran en años distintos, en lugares separados, aunque nunca sepan el día exacto, algo en su esencia se apaga al mismo tiempo. Como si, en secreto, el universo hubiera anotado su partida en la misma línea.

Y entonces, libres de carnes y nombres, lo entienden: nunca estuvieron solos. El amor no fue un viaje, sino un despertar.

La paradoja es esta: creímos que amábamos para unirnos, cuando en realidad amamos para recordar que nunca estuvimos separados.

18 julio 2025

Mercado Inmobiliario

Todo empezó un martes, uno de esos días míticos en que uno se levanta convencido de que ahora sí, va a encontrar piso. Porque ya no puedes más. Porque tu compañero de piso lleva tres días comiendo sardinas en lata con la ventana cerrada. Porque el casero ha dicho que va a subir el alquiler "solo un 12%, que es lo normal con la inflación y tal".

Así que me armé de valor, abrí Idealista y marqué: "Madrid, máximo 800€". El portal se rió. Literalmente. Juraría que la web hizo un jejeje antes de mostrarme una buhardilla con techo en forma de cuña, sin cocina, y con baño compartido con el bar de abajo.

Pero entonces apareció ella: Patricia, agente inmobiliaria. Foto de perfil profesional, americana azul marino, sonrisa blanca fluorescente. Descripción: “Experta en encontrar hogares únicos para personas únicas. Si sueñas con ello, yo te lo enseño”. Como una especie de Mary Poppins del ladrillo.

Llamé.

—Hola, ¿Patricia? Estoy interesado en el piso de Lavapiés.

—¡Ay, ese ya está reservado! Pero tengo otro que te va a encantar, luminoso, techos altos, vecinos jóvenes, ambiente alternativo...

—¿Y cuánto?

—1.050€. Pero es que lo vale, tiene un encanto bohemio.

Spoiler: el "encanto bohemio" era humedad en las paredes y una puerta que cerraba con una piedra.

Aun así, fuimos a verlo. En persona, Patricia era exactamente igual que en la foto. Incluso más. Tenía esa energía que solo tienen los que cobran comisión. Me saludó con dos besos y un dossier plastificado.

—Aquí te puedes imaginar cocinando con tu pareja —dijo, señalando una encimera que claramente antes fue una lápida en un cementerio. Todavía se percibían las letras.

Cada visita era una obra de teatro psicodélico. "Ventana a patio interior" significaba respiradero entre dos bloques. "Perfectamente comunicado" era: a media hora andando del metro. "Ideal para una persona sola" venía acompañado de un baño en el que no podías sentarte sin tocar la pared con las rodillas.

Y siempre, SIEMPRE, había alguien más interesado. Aunque fueras tú el único ser humano que había pisado ese zulo desde 2011.

—Tengo otro chico que viene esta tarde y está muy decidido, si quieres reservarlo ya, te puedo hacer un precio especial…

—¿Especial cómo?

—No se sube el alquiler hasta el mes que viene.

Pero lo peor no era eso. Lo peor eran los pisos con “posibilidades”. Que es el eufemismo inmobiliario para "esto está para tirar abajo y rezar". Uno tenía el váter en la cocina. Literalmente: al lado de los fogones. Y Patricia, sin inmutarse:

—Es un concepto abierto. Muy Loft, muy Brooklyn.

Mi madre lloró.

Después de dos semanas, trece visitas, una crisis existencial y un ataque de risa en un piso con ducha sin desagüe, estaba a punto de rendirme. Hasta que Patricia me llamó:

—¡Lo tengo! Tu piso. Es un bajo con luz, con historia, techos altos, recién reformado.

Y era verdad. Un milagro. Todo encajaba. Hasta olía bien. La cocina era real. La ducha tenía mampara. Había ventanas. Reales

Firmé al día siguiente. Ni pregunté.

Dos días después, al instalarme, llamaron al timbre.

—Buenas, soy Mario, de la funeraria. ¿Tenéis ya la sala montada o vais a esperar al primer velatorio?

Silencio.

—¿Perdona?

—Sí, que aquí antes estaba el Tanatorio Virgen del Remanso. ¿No os lo dijo la agente?

Yo parpadeé.

—¿El qué?

—Que esto siempre ha sido un tanatorio. Hasta hace nada. Yo vengo todas las semanas a traer coronas. El despacho estaba justo donde tienes ahora la tele.

Miré la tele. El noticiero hablaba de la crisis de la vivienda. Me dio un tic en el ojo.

—¿Pero ya no es un tanatorio, no?

—Mario se quedó pillado—. Un momento... —sacó el móvil, buscó algo, frunció el ceño—. Ostras. ¡Pues si que lo han cerrado! No me han avisado. Qué fuerte. ¿Y ahora es un piso?

—Eso parece.

—Pues oye, muy bien aprovechado, ¿eh? Esto antes olía a formol y a flores mustias. Ahora tiene su gracia.

—Gracias...

—Nada, nada. ¡A disfrutarlo! Eso sí, si alguna noche escuchas una campanita... tú no abras.

Y se fue. Silbando.

Encanto bohemio, le llamaba ella.

Ahora vivo rodeado de velas que encuentro por todas partes, con un perchero con forma de cruz, y cada vez que me ducho el agua sale caliente al segundo. Nunca falla. Pero es barato. Y tranquilo. Muy tranquilo.

Excepto cuando suena el timbre a las tres de la mañana.

Y no hay nadie.

13 julio 2025

Thunderpis

Ayer, 12 de julio, Manu y yo nos lanzamos al concierto de AC/DC como si fuéramos a conquistar el mismísimo infierno con Back in Black. 

El estadio vibraba, el aire olía a cerveza caliente y a sudor rockero, y Angus Young nos tenía poseídos con sus riffs. Pero, amigo, la vida siempre guarda una sorpresa... y no precisamente un solo de guitarra.

Estábamos ahí, gritando como posesos, cuando noto un chorrito cálido y sospechoso salpicándome la pantorrilla. Miro a Manu, que tiene la cara de quien acaba de ver a su suegra en tanga.

"¿Qué cojones?", balbucea. Buscamos el origen del diluvio: ¿un cubata traicionero? ¿Una manguera rota? ¡Nada! Manu, más observador, clavó la vista en la chica delante de nosotros. Ella nos lanza una mirada a medias entre el remordimiento y la fuga. Su novio, con pinta de ex boxeador en huelga de higiene, la agarró del brazo y la arrastró hacia la multitud como si acabara de incendiar un orfanato.

—Hermano —susurró Manu—, nos han bautizado en nombre del rock.

¡Nos habían regalado una lluvia dorada! Sí, señores, un bautismo rockero de proporciones bíblicas. No sé si fue el éxtasis del concierto, la cola infinita para los baños o un ataque de rebeldía urinaria, pero aquella desconocida decidió que éramos su lienzo. Manu, entre risas y un escalofrío, suelta: "Tío, esto es más heavy que el solo de Thunderstruck".

Intentamos seguir cantando, pero cada salto era un recordatorio viscoso en las zapatillas. "¡Nos han meado como a dos geranios en un tiesto!", gritó Manu, y nos reímos como si aquello fuera lo más natural del mundo en un concierto de AC/DC. 

Al final, brindamos con lo que quedaba de cerveza, empapados de gloria (y algo más). Porque, oye, ¿quién necesita un bis cuando te han dado un chapuzón legendario?

Desde entonces, cada vez que suena “Thunderstruck”, miramos alrededor y nuestras piernas tiemblan por razones que nada tienen que ver con la emoción.

MORALEJA: Si vas a un concierto de AC/DC, lleva chubasquero y botas de agua. Y para ellas, pañales.


PD - La historia es real como la vida misma.

26 junio 2025

Los Senadores del Lidl

Durante años, fui un firme defensor del vaquero. Azul oscuro, corte recto, sin rotos ni florituras. Un vaquero como Dios manda. Lo llevaba sin cinturón, porque, seamos honestos, ¿para qué iba a necesitar uno si la ley de la gravedad no tenía nada que hacer contra mis caderas de veinteañero?

Pero los años pasan. El metabolismo se rinde. Y los donuts, que antes se evaporaban con solo mirar una escalera, empezaron a instalarse con persistencia alrededor de mi cintura. Fue entonces cuando el vaquero comenzó a deslizarse. Al principio era gracioso: un tirón aquí, otro allá. Pero un día, en el Lidl, me agaché a por una lechuga y el vaquero decidió emanciparse. Me quedé de espaldas a la sección de verduras enseñando media luna como si fuera astrónomo.

Compré un cinturón.

Al principio, iba bien. Ajustado pero elegante. Luego, ajustado pero incómodo. Después, ajustado pero con riesgo de amputación intestinal. Acabé desarrollando un instinto para desabrocharme en cuanto entraba al coche, como quien se quita los tacones tras una boda. Pero lo peor fue el día que descubrí una marca roja, profunda, en la tripa. No era una arruga. Era una frontera. Mi cuerpo me estaba haciendo la guerra.

Pasé a los tirantes. Lo asumí con dignidad. Me convencí de que eran vintage, retro, incluso hipster. Me los puse con camisa y hasta me sentí elegante. Al principio. Pero luego empecé a notar miradas. No de admiración, no. De lástima. Como si fuera un personaje de cómic que ha decidido salir a la calle.

Y entonces llegó el momento túnica.

Lo supe un domingo por la tarde. Estaba en casa, comiéndome un bocadillo de tortilla (doble capa, porque soy un hombre con principios), y los tirantes simplemente... se rindieron. Uno de ellos se soltó con un chasquido y salió disparado, reventando una taza de "Mejor papá del mundo". Lo tomé como una señal.

La túnica fue una revelación. Libre, suelta, sin cinturones ni tirantes ni costuras que me juzgaran. Me sentía como un senador romano, salvo por las zapatillas de cuadros y el mando de la tele en la mano. Mis amigos se burlaban al principio. Pero luego vinieron las preguntas: “¿Dónde la compraste?” “¿Se suda mucho?” “¿Tú crees que a mí me quedaría bien?”

Empezaron a copiarme. Uno a uno, cayeron. Primero David, luego Rubén. Incluso Carlos, que decía que nunca abandonaría sus vaqueros slim. Slim, mis narices.

Hoy, los del grupo de pádel somos nueve y vestimos todos igual: túnicas, sandalias y dignidad recuperada. Nos llaman “los senadores del Lidl”. Y sí, seguimos yendo al supermercado. Pero ya nadie se agacha por la lechuga. Ahora vamos por pizza congelada. Y con la cabeza bien alta.

Aunque... el otro día vi a uno de los nuestros con un calzón de sumo. Me da miedo pensar cuál será el siguiente paso.



04 junio 2025

Lo que creí

Ahora lo sé: el dolor no se va, se transforma. Se amansa. Hoy, con la distancia de quien revisa una cicatriz ya cerrada, puedo escribir sin que me tiemble la mano. 

No es que haya olvidado —nunca se olvida—, pero al fin entiendo que algunas heridas no son fracasos, sino pruebas de que seguimos vivos. Y esta, en particular, es la prueba de que aún puedo amar con las entrañas, incluso después de todo.

Así que aquí está. No como un lamento, sino como un testimonio.

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Encontrar el amor después de los cincuenta no es como cuando tienes veinte. No hay fuegos artificiales, ni promesas entre risas de madrugada. A esta edad, el amor no irrumpe tirando puertas, se posa. Llega como una tregua. Una pausa serena entre tantas batallas. Un susurro que te dice: ahora sí, puedes descansar aquí. 

Y yo lo creí.

Joder, cómo lo creí.

Ya nos conocíamos. No éramos amigos, pero sí había un cierto reconocimiento entre nosotros, como si nuestras vidas se hubieran rozado durante años sin llegar a tocarse del todo. Hasta que un día cualquiera, sin ceremonias, coincidimos de verdad. Un paseo largo, sin rumbo, que se convirtió en costumbre. Y las llamadas. Largas, cada vez más frecuentes. Conversaciones que abrían puertas que yo creía selladas para siempre.

Me hacía reír. Me hacía pensar. Y, sobre todo, me escuchaba. Me miraba con una mezcla de atención y calma que desarmaba. La recuerdo siempre con un libro en la mente o bajo el brazo, mencionando frases memorizadas en voz alta, como si quisiera compartir hasta los pedazos que la conmovían. Y también recuerdo esa deliciosa costumbre de ajustar sus gafas cuando tenía que elegir. Detalles que entonces me parecían encantadores. 

Había ternura en sus gestos, en esa forma mirar, en cómo decía mi nombre. No buscaba deslumbrar. Era otra cosa. Más silenciosa, más íntima. Como si supiera que ya no estábamos para juegos.

Durante un tiempo fui el hombre más feliz del mundo. No es una forma de hablar. Me despertaba con una sonrisa que no desaparecía frente al espejo. Sentía que todo —las pérdidas, los errores, las noches en vela— había servido de algo. Que, después de tanto, el destino me había traído justo hasta ella. Hasta ese amor maduro, limpio, sin adornos. Por primera vez no necesitaba hacerme el fuerte, ni esconderme, ni convencer a nadie. Solo estar. Solo querer.

Pensaba que eso era el sentido de mi vida. Que todo me había llevado hasta ahí.

Pero un día, sin previo aviso, se fue. De la forma más brutal en que alguien puede irse. No hubo discusión, ni escena. 

Un mensaje corto, frío, que llegó a las 8:36 de la mañana: “No sé si me encuentro bien con esta nueva situación” rodeado de algunas palabras más. El tono ya no sonaba como el de quien ajusta sus gafas con cuidado para elegir un libro, sino como el de quien empuja un mueble viejo al fondo de un trastero, sin mirar atrás.

Lo releí hasta casi borrarlo de tanto mirarlo. Esperando que cambiara. Que fuera un error. Pero no cambió.

Y entonces empezó lo otro. Lo que nadie te cuenta cuando hablas de rupturas en la madurez. Que el dolor no es menor, al contrario. No es un huracán; es una habitación que se vacía poco a poco. Te das cuenta de que el jersey que dejó en tu armario ya no huele a ella, sino a polvo. Que el libro que te prestó sigue en la mesilla, con sus subrayados en verde, pero ahora son solo tinta sobre papel.

Y todo acompañado del eco del tiempo. El que ya no sobra. La duda: ¿será esta la última vez? ¿Me volveré a ilusionar así?

Pasé semanas repasando cada momento, preguntándome qué hice mal, si pude haberla retenido. Conversaciones enteras en la cabeza, frases suyas que antes me parecieron normales y ahora dolían como dardos. Empecé a ver detalles que antes no quise ver. Grietas. Omisiones. Mentiras pequeñas, pero mentiras al fin y al cabo. Me dejé engañar, sí, pero también lo permití. Porque era feliz. Porque preferí no mirar demasiado.

Había cosas que no encajaban. Que hoy me resultan evidentes. No llegó a decirme que me quería, pero en forma torpe, lo hizo. El daño, además, fue innecesario. No había motivo para herirme así. Para desaparecer con esa frialdad.

Y eso es lo que más cuesta. No la ausencia, sino la manera de marcharse. Porque cuando alguien ha sido tu compañero, no se le abandona como si no importara.

Sé que no era para mí. No alguien capaz de hacer eso y seguir su vida como si nada. Porque quien quiere de verdad no traiciona así. No borra lo vivido como si nunca hubiera existido.

Hoy, meses después, encuentro sus huellas donde menos lo espero: en la cafetería que tanto nos gustaba, en la canción que ya no puedo escuchar. Pero también encuentro algo más.

La certeza de que, si fui capaz de sentir todo eso, de amar con esa intensidad a pesar de los años y las cicatrices, es que sigo vivo. 

Aún hay mañanas en las que el dolor es un peso en el pecho. Pero otras —casi todas ya— me despuerto con una sonrisa que no desaparece frente al espejo y se muestra ante cosas sencillas: el sol en el balcón, un café bien hecho, un verso en un libro que ella nunca leyó. Y la sensación de que haberlo dado todo no es incorrecto. Porque queriendo así soy como las llaves, si me pierdes, luego solo encontrarás copias.

Porque el amor no se terminó con ella.

Porque yo amé de verdad.

Y eso, a esta edad, no es solo un triunfo.

Es una revolución.


28 mayo 2025

Amanda

Yo subía con una caja de libros, sudando a mares. No había ascensor en ese viejo edificio, solo peldaños interminables. Ella bajaba con paso tranquilo, una bolsa de manzanas en una mano y una perra de tamaño mediano en la otra, que tiraba suavemente de la correa.

Pero lo que me detuvo en seco fueron sus ojos: un verde tan vivo, tan profundo, que parecían contener un mundo entero. Era un verde imposible. No era solo guapa; había algo en su forma de moverse, en su sonrisa fugaz, que te hacía querer saber más.

—¿Acabas de mudarte? —preguntó sin detenerse.

Asentí, intentando no parecer ahogado.

—2º I —añadí.

— Amanda. 2º K —respondió, con una sonrisa que parecía llevar años de confianza detrás.

Y siguió bajando. Así, sin más. Pero esos ojos me dejaron clavado en el rellano.

Nos cruzábamos casi a diario. En la puerta, en la calle, junto a los buzones. Amanda siempre con la perrita, que se llamaba Vega. Yo, cada vez con más ganas de que esos encuentros no fueran casualidad. Esos ojos verdes, que parecían cambiar con la luz, me perseguían incluso cuando no la veía.

Nadie en el edificio hablaba mucho de ella, y eso que era imposible no verla. Hermosa, sí, pero no de la forma habitual: era de esas bellezas que incomodan, que hacen que dudes de tus palabras antes de decirlas.

Hablaba poco, pero cuando lo hacía, dejaba frases que se te quedaban dando vueltas en la cabeza. A veces parecía estar en otro sitio, como si lo que tuviera delante fuese solo una fracción de su mundo.

Una tarde, mientras Vega olisqueaba un seto, Amanda se giró hacia mí y dijo:

—¿Tienes algún plan para ahora?

Negué.

—Entonces súbete. Tengo cerveza fría y las plantas están a punto de suicidarse.

Reí. Subimos.

Su piso era acogedor de esa forma extraña que tienen los sitios donde alguien ha vivido muchas vidas sin irse nunca. Libros apilados, fotos sin marco, luz cálida. Vega se tumbó en la alfombra nada más entrar. En un rincón, sobre una estantería, había un reloj de arena antiguo, pero pese a estar arriba, la arena no caía. Parecía congelada en el tiempo.

Amanda me pasó una cerveza y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas y el pelo recogido en un moño. Guapa. Impresionante.

—No te acostumbres —dijo de repente.

—¿A qué?

—A esto. A mí. A Vega. Las cosas que parecen estables suelen desaparecer sin previo aviso.

Intenté encontrar una broma en su mirada, pero esos ojos, tan impresionantes que casi dolían, solo reflejaban algo serio, casi triste.

—¿Por qué me lo dices? —pregunté.

—Porque contigo siento que puedo quedarme un poco más —susurró—. Pero no siempre depende de mí.

Esa noche me quedé dormido en su sofá, con Vega a los pies. Antes de que el sueño me venciera, juré ver el reloj de arena: la arena comenzaba a caer, lenta pero inexorable.

Me desperté al amanecer, con la luz colándose por las rendijas de la persiana. Pero algo estaba mal. El aire olía distinto, como si alguien hubiera abierto las ventanas y dejado que la ciudad se colara dentro: un frío metálico, sin rastro del olor a jazmín que siempre envolvía a Amanda. El silencio era tan denso que parecía aplastarme.

Amanda no estaba. Ni Vega.

El salón había cambiado. Demasiado. Sin libros, sin plantas, sin fotos. Solo una taza en el suelo, como si alguien la hubiera olvidado al marcharse. Recorrí el piso, aturdido. Las habitaciones estaban vacías, impecables, como si nadie hubiera vivido allí en meses.

El reloj de arena seguía allí. Pero estaba completamente vacío. Me acerqué. Toqué el cristal. Estaba caliente. Como si acabara de ser usado.

Bajé al portero, con el corazón en la garganta. Le pregunté por ella.

—¿Amanda? ¿La del 2º K? —frunció el ceño—. Ese piso lleva meses sin inquilino. Lo están enseñando, por si le interesa algún amigo tuyo.

—Pero... yo estuve allí anoche.

El portero me miró con lástima.

—El último inquilino era una chica, sí. Y se llamaba Amanda. Pero se fue hace casi un año. Dicen que cambió de trabajo.

—¿Y su perra?

—Nunca tuvo perro.

Volví al segundo. En el felpudo de mi puerta, la del 2º I, encontré algo: una correa, enrollada con cuidado. Y una nota manuscrita:

"Gracias por no preguntar demasiado. Nos hizo bien."

Desde entonces, cada vez que bajo las escaleras, me parece escuchar algo. Un sonido leve, rítmico. Como las uñas de una perra caminando con calma. Incluso se percibe la correa. Siempre guiada por alguien que nunca se despide del todo.

Y a veces, en los reflejos del portal o en los cristales de las ventanas, cuando menos lo espero, algo me observa. No una figura. Solo un destello.

Verde.

Vivo.

Como si el mundo detrás de sus ojos se hubiera quedado a vivir en el mío.

27 mayo 2025

El último tren

Carlos apoyó los brazos en la barandilla del Puente de Barcas y dejó que la brisa del Tajo le revolviera el cabello. Había vuelto a Aranjuez después de veinte años, sin saber bien por qué. A lo lejos, el Palacio Real se recortaba idéntico a como lo recordaba. La ciudad parecía no haber cambiado, pero él sí.

Sacó un sobre amarillento del bolsillo. Dentro, la carta que había escrito dos décadas atrás: “María, te espero en la estación. El último tren es a las diez.” La escribió la noche antes de marcharse, convencido de que debían darse una oportunidad. Pero al amanecer, el miedo fue más fuerte. No la envió. No tuvo el valor de quedarse. Subió al tren sin mirar atrás.

El reloj de la estación marcó las diez menos cinco. Carlos se preparaba para marcharse, resignado.

—Siempre llego tarde.

Se giró y allí estaba ella, de pie junto al embarcadero, con el pelo más canoso pero la misma mirada luminosa.

El tiempo pareció detenerse.

—¿Cómo supiste que vendría? —preguntó él, sintiendo el pecho oprimido.

María sonrió y sacó algo de su bolso: otro sobre amarillento.

—Porque hace veinte años también escribí una carta… pero nunca la envié.

Carlos la miró, incrédulo. Durante dos décadas, habían esperado un gesto que nunca llegó. Rió con tristeza y alivio.

Ella extendió la mano.

—Si nos damos prisa, aún podemos alcanzarlo.

Él la tomó, y juntos caminaron hacia la estación. Cuando el último tren partió, lo hizo con ellos a bordo. 

El futuro, por fin, les esperaba.


21 mayo 2025

La Piel del Otro

El estudio de tatuajes Ink & Soul estaba metido en un callejón del Barrio Gótico, donde el aire olía a cerveza derramada y el sonido de una guitarra mal tocada se colaba desde alguna plaza cercana. La fachada era un desastre: pintura negra descascarada, un letrero de neón parpadeando a medio morir que decía, "No solo marcas en la piel, historias en el alma". Sonaba cursi, pero algo en esas palabras me gustó.

Llegué ahí por un amigo, Javi, que no paraba de hablar del lugar. "El tatuador es una leyenda", me dijo una noche en un bar, con una cerveza en la mano. "Pero es raro, ¿eh? No te deja elegir el diseño. Y tienes que caerle bien para que te tatúe."

Entré con algo de nervios. El local era pequeño, con un olor fuerte a tinta y desinfectante. Las paredes estaban llenas de dibujos: dragones enroscados, vírgenes con lágrimas negras, símbolos raros que no entendía. Detrás del mostrador estaba Lucien, un tipo flaco, con los brazos cubiertos de tatuajes que parecían moverse bajo la luz. Sus ojos, de un azul casi transparente, me dieron escalofríos.

—¿Dani? —preguntó, sin moverse un pelo.

—Soy yo. Quiero un tatuaje. Algo especial, no sé, algo que no tenga cualquiera.

Lucien me miró como si estuviera leyendo algo en mí, algo que yo no sabía. Se acercó y pasó los dedos por mi brazo izquierdo, como si estuviera midiendo la piel.

—Aquí —dijo, con una voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Aquí hay espacio para algo que valga la pena.

No me enseñó ningún boceto. Solo señaló una silla vieja de cuero, preparó la máquina y empezó. El pinchazo de la aguja dolía, claro, pero no era solo eso. Mientras trabajaba, sentía algo raro, como si la tinta no solo entrara en mi piel, sino que algo dentro de mí saliera al mismo tiempo.

Estuvimos tres horas. Cuando terminó, me puso un espejo enfrente. Era un rostro. No era un retrato de nadie en particular, solo… un rostro. Incompleto, como si alguien hubiera empezado a dibujarlo y lo hubiera dejado a medias. Los ojos eran solo líneas, pero juro que me miraban. La boca, entreabierta, parecía a punto de hablar.

—¿Qué coño es esto? —pregunté, con la voz temblando.

Lucien sonrió, una sonrisa torcida que no me gustó nada.

—Es tuyo. Ahora es parte de ti.

Esa noche, el tatuaje empezó a molestar. No era el picor normal de un tatuaje nuevo, era otra cosa. Como si algo se moviera debajo de la piel, rascando desde dentro. Me paré frente al espejo del baño, con la luz fría del fluorescente, y vi que los trazos del rostro estaban más claros. Los ojos ahora tenían pupilas, negras y profundas.

Al tercer día, noté algo peor. Los labios del tatuaje se movieron. Fue rápido, un tic, como si la piel misma hubiera temblado. Pero lo vi. Me dije que era imposible, que estaba paranoico. Agarré alcohol y froté el tatuaje hasta que la piel se puso roja, pero no cambió nada. Solo ardía más.

A la semana, el rostro ya no era el mismo. Había cambiado. Ahora tenía una nariz fina, cejas gruesas, rasgos que no eran míos. No se parecía a nadie que conociera, pero era alguien. Alguien que no era yo.

Una noche, mientras intentaba dormir, sentí algo. Un aliento caliente en mi oreja, y una voz que no reconocí susurró: "Gracias por dejarme tu piel".

Me levanté de un salto, encendí todas las luces y corrí al espejo. El tatuaje ya no estaba en mi brazo. Estaba en mi pecho, más grande, más nítido. El rostro me miraba, y juro que sus ojos se movieron.

Ahora apenas duermo. Cada mañana, cuando me miro al espejo, el rostro está más cerca de mi cuello. Sus rasgos son más claros, más reales. Y tengo miedo. Miedo de que un día llegue a mi cara.

Porque sé que, cuando eso pase, el que mire al espejo ya no seré yo.