domingo, 15 de abril de 2018

Ginguay

Un día cualquiera a las 9 de la mañana. Reunión con un departamento llamado “Customer Insight”. Por nuestra parte estamos convocados Luisito, Borja Mari y yo. Por la otra, una compañera y su jefe. Este último no ha llegado aún porque el horario le coincide con otra reunión. 

 A las 9.20, la reunión está en marcha, pero Borja Mari aún no ha llegado. Sigue en su puta casa pese a vivir a 300 metros del curro. Luisito, avergonzado, le llama al móvil y el enano nos honra con su presencia a eso de las 9.35. 

Llega despacio, con desgana. Se sienta junto a Luisito, saca el móvil y se pone a hurgar en Twitter. No hace ni caso a la compañera. Ni siquiera disimula. Con un par.

Diez minutos más tarde Luisito y yo seguimos escuchando a la compañera mientras el enano juega con el móvil sin levantar la vista. Pero ¡¡¡milagro!!! todo cambia cuando aparece el jefe, un ciudadano del Este con un acento que recuerda al de Michael Robinson. La compañera se calla para dejarle la voz cantante, el puto enano se endereza, guarda el móvil y entrecierra los ojos escuchando al señor importante.

Se produce este diálogo:

- Hemos determinado que existen dos perfiles de cliente: los menores de treinta años con perfil técnico y los mayores de esta edad, que funcionan de otra forma – dice el jefazo con su acento soviético.

- Es curioso. Eres la segunda persona que me habla de “Ginguay” –dice el enano mientras pone morritos y asiente con la cabeza de medio lado.

Luisito y yo nos miramos. El jefazo sigue con su discurso como si lo hubiese entendido, pero se ha quedado como nosotros.

¿Sabéis qué es “Ginguay”? Es “Gen. Y” pronunciado en inglés. En castellano y sin abreviaturas “Generación Y”, o en sencillo, los señores que tienen entre veinte y treinta años. ¿Se puede ser más gilipollas? Es de una estupidez tan sublime, tan superlativa, que llego al éxtasis cuando oigo estas cosas.

Un rato después del éxtasis, llaman al señor del Este y se tiene que ir sin terminar la reunión. El enano se reclina en la silla, vuelve a sacar el móvil y a distraerse con sus memeces. Cinco minutos después se levanta y dice que se tiene que ir a preparar otra reunión. Nos volvemos a quedar Luisito, la compañera y yo.

El episodio final tiene lugar a última hora de la mañana. Mi jefa vuelve por aquí y nos comenta -a Luisito y a mí- que Borja Mari ya le ha contado lo que se ha tratado en la reunión…
Manda huevos. Otra vez.

miércoles, 11 de abril de 2018

Viva mi padre

Dedicado a un jefe alemán que tuve hace años. Una biografía paralela. Sin más.

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Todo el mundo piensa que soy alemán, pero qué va, soy de Valladolid, de un pueblo de cien habitantes tirando por lo alto. Mi vida actual es una labor de años y mucha concentración, pero he logrado mi objetivo. Lo que tengo me lo he ganado, aunque  en una vida como la mía te enredas tanto en tus mentiras que no puedes ni volver al pueblo.

Hasta los ocho años me dediqué a correr por el pueblo y pegarme con otros niños. Pero mi padre tenía un proyecto para mí: quería que triunfase y diseñó un plan para conseguirlo.

Tengo recuerdos difusos de esa etapa, pero aún veo a mi padre hojeando mapamundis y tomando notas. Por eso, cuando un buen día me dijo: “Hijo mío, tengo un plan para ti” no me extrañé demasiado. Me explicó que a los extranjeros les iba mejor que a los de aquí, y en consecuencia a partir de ese momento me convertía en ciudadano alemán. Así, por sus cojones, y por los de su amigo funcionario que consiguió un nuevo pasaporte con mi nombre en la primera página.

Según mi padre me hizo alemán porque no conocía a nadie que hablase ese idioma, pero creo que  podría haberme convertido en nacional de cualquier país que le hubiese venido a la cabeza. Una noticia en un momento inadecuado me podría haber convertido en afgano o mongol, pero hubo suerte y salió la bolita buena.

En definitiva, de un día para otro pasé de ser Tobias el Zote (así me llamaban en el pueblo), a Tobias Zotik, que según mi padre, tenía más empaque. Ese nombre se grabó en mi flamante pasaporte y desde entonces, en todos mis documentos. Mi nuevo yo.

Todo fue muy deprisa. Después de unas pocas charlas aleccionadoras, mi padre puso en marcha su plan: me hizo la maleta, puso dentro un diccionario hispano-alemán, unos folios con instrucciones de comportamiento y fechas concretas para cada cosa, y me matriculó en el internado de una ciudad lejana. Me convertí en un alemán que venía a estudiar a España.

Mi nueva personalidad me obligó a cortarme el pelo, teñirme de rubio y llevar gafas sin cristales, básicamente porque no las necesitaba. Pero lo más difícil de esos primeros meses  fue no hablar con nadie. Se supone que no hablaba castellano y no podía permitirme excepciones, solo podía gesticular y gruñir, costumbre que tengo grabada desde entonces. Aún hoy se me escapan gruñidos en algunas reuniones.

Reconozco que en el colegio no me fue tan mal. Los niños me respetaban porque era distinto a ellos, un poco exótico. Ellos eran morenos de piel oscura y yo rubio de piel clara. Me costaba un huevo que no me diese el sol, pero supe mantenerme blanco. Fui metódico: lo del sol venía en los papeles de mi padre, y como buen alemán, lo seguía a rajatabla.
Además, chapurreaba historias de mi pueblo en Alemania. No tenía la más mínima idea del nombre de ningún pueblo alemán, así que miré en el diccionario y elegí uno de los términos para la palabra mentira: “Unwahrheit”. Mi nuevo pueblo. Yo era de allí.

Los niños hacían corro cuando contaba historias de Unwahrheit. Resulta que en ese pueblo pasó su infancia Hitler, y acabó haciéndose íntimo amigo de mi padre. De hecho, era mi padrino. Aunque no le veía mucho, tenía entendido que mi padrino prosperó en la vida. Cuando se lo contaba a mis profesores me miraban ojipláticos, se daban codazos y cuchicheaban, pero nunca dijeron nada, supongo que por si acaso. 

Los años fueron pasando y aprendí inglés. Sólo inglés. Nunca he tenido ni idea de alemán, pero nadie lo ha notado. Aún hoy, no tengo ni puta idea. De vez en cuando compro una revista en alemán y hago que leo en voz baja. Emito sonidos guturales mientras paso el dedo por las líneas y todo el mundo parece muy satisfecho. No sé que pone, pero ellos tampoco. Estamos en tablas.

En los últimos años mi progresión laboral ha ido como un cohete. Enviaba un currículo, y en cuanto veían que era de Unwahrheit (estado de Baviera), me llamaban a la entrevista. Un hombre viajado y adaptado a una vida internacional tiene cabida en todas partes.
Manda huevos que nunca me entrevistaron en alemán. Bendita ignorancia española. Me he limitado a hablar un poco en inglés, que a priori es mi tercer idioma, y a cambiar las “r” por “g” cuando hablo castellano. Así que cuando digo “cuggiculum” quedo muy bien. Me pagan mucho dinego, y me guío mogollón cuando pienso en la panda de imbéciles para la que tgabajo.

Y aquí sigo. El provinciano de Valladolid que ocupa puestos de responsabilidad. Si les digo donde nací y quien es mi padre, no sería ni bedel. Pero soy germano, de Unwahrheit para más señas, y me tienen en cuenta. Y me pagan de cojones, aunque el que se merece la pasta es mi padre, más listo que toda esta panda de consultores ignorantes.

¡¡¡Que viva mi padge!!!

* - El señor Zotik fue mi jefe. Y es alemán. O eso dice.