jueves, 30 de mayo de 2019

El descubrimiento

Nunca estudió, pero tampoco le hizo falta. Era despierto y habilidoso con las manos, por lo que no tuvo problemas para ganarse la vida.

Desde pequeño le gustó desmontar cosas para conocer su funcionamiento. Quería entender los pequeños componentes del todo, separándolos en sus piezas básicas para luego volver a unirlas.
Acabó convenciéndose de que los tornillos eran la clave. Pequeños giros en espiral que componían y descomponían cualquier cosa en elementos mas fáciles de comprender. Hombre previsor, siempre llevaba en el bolsillo de su camisa un destornillador y una libreta en la que apuntaba las cosas importantes.

Hace ya tiempo noté que su cuerpo se consumía y su mirada se tornaba vidriosa. Pero era reservado y resultaba difícil preguntarle. Una mañana me llevó a un rincón del bar donde habitualmente desayunábamos. Con voz entrecortada me contó lo que había descubierto.
Sacó su libreta y con dedos temblorosos se puso a señalar las cosas que ya sabía. En tono confidencial me hizo saber que nunca se lo había contado a nadie, pero se acercaba a la clave y necesitaba compartirlo.

La primera vez que lo notó fue una mañana mientras se afeitaba. El giro del agua en el lavabo formaba una espiral. Comprendió que el agua era atornillada por fuerzas que no adivinaba a comprender. Y su mente despertó.

Vio guiños de conocimiento en aspectos más complejos. Descubrió que el 666 que simboliza al Demonio representaba tres pequeñas espirales que sólo los más despiertos percibirían como tres giros de tornillo.

Su contrapeso eran las iglesias. Sus plantas, siempre en forma de cruz, representaban cabezas de tornillos con los que Dios clavaba su presencia a la tierra.

Descubrió los tornados y su destrucción. Percibió con total claridad la espiral que los componía y la energía con que el Demonio azotaba la tierra. También supo que Dios creó galaxias que giraban en espiral, y olas que rompían cuando su espiral terminaba. El misterio funcionaba a todas las escalas.

Su descubrimiento se tornó en asombro cuando en un documental vio que el ADN, la esencia de todos nosotros, se componía de dos espirales, una imbricada en la otra. Una era de Dios y otra del Diablo. Representaban el inestable equilibrio de fuerzas que nos hace a cada uno distinto de los demás.

También vio en el movimiento de los relojes una espiral inmensa que conducía a un final después de muchos giros.

Concluyó que todo era cierto. Un plan de dimensiones cósmicas.

Unos días después de nuestra conversación no acudió a desayunar. Al día siguiente fueron a buscarle y le encontraron sentado en el sofá. Su cuerpo seguía vivo, pero su mente se había ido. Tenía un destornillador fuertemente agarrado y clavado en una radio que reposaba en sus rodillas. El tornillo que intentaba quitar tenía la rosca pasada y giraba sin fin.

Desde entonces he pensado mucho en lo que me contó. Por cierto que la hoja en la que escribo acaba de caer al suelo.

Girando en espiral.

jueves, 23 de mayo de 2019

Narcosabiduría

Ya sabemos que toda oficina cuenta con empleados ambiciosos, A.K.A. trepas: todos hemos coincidido con alguno.

Tienen la inexplicable capacidad de escalar posiciones. Y sobre como lo hacen ya he escrito bastante.


En principio no parecen tener más experiencia ni ser más inteligentes que el resto, pero poseen alguno de los rasgos de la personalidad que los psicólogos llaman la “triada oscura”:


  • manipulación o tendencia a influir en otros para beneficio propio
  • narcisismo que denota una gran admiración hacia uno mismo,  
  • personalidad antisocial, asociada a una falta de empatía por los demás.

Pero falta un factor, que no es de personalidad, sino social. Me resulta cuando menos llamativo, tratándose de seres antisociales: también son expertos en forjar alianzas políticas con los demás, pero sobre todo entre ellos. Resulta que estarían dispuestos a matarte por un puesto, pero entre ellos se respetan.

Y el mejor resumen que he escuchado sobre este punto lo escuché el otro día viendo la serie Narcos. Don Berna, uno de los personajes, explica a otro el porqué de una inesperada alianza.

- Usted y yo somos como la serpiente y el gato. Si la serpiente puede, mata al gato. Y si el gato puede, mata a la serpiente. Pero a veces, los dos ven una rata bien grande... y ambos se la quieren comer.

Que no es necesario ser culto para ser sabio, vaya. El amigo Berna me tuvo rascándome la cabeza un buen rato después de escuchar su frase.

viernes, 10 de mayo de 2019

Apuestas

Siempre fue brutal. El padre de mi madre, digo. Porque Maximino era brutal. Tuvo un perro al que pegaba a menudo, y años antes un burro al que dio tantos palos que un buen día se rebeló y  le devolvió tal coz que casi le deja en el sitio.

Escarbando en su vida, esa atroz personalidad parece casi normal. Nació en un pueblo donde todos debían ser un poco salvajes. Siendo ya anciano me contó una historia sobre dos paisanos suyos que apostaron para ver quién era capaz de comer más guindillas. Uno de ellos era “Ovejoto” -apodo ganado por ser pastor- y del otro no sé nada, pero sé que llevaron la apuesta tan lejos que uno de ellos falleció en el intento. Quiero pensar que al menos ganó, pero esa parte no la conozco.

Pese a todo, Maximino fue un chico guapo y de buena familia. Además contaban que era inteligente. Un chico con futuro. Esas virtudes le llevaron a comprometerse con Ciriaca, la hija de los ricos del pueblo.

A su vez, en el mismo pueblo, la joven Juliana estaba comprometida con un tal Santiago, el guapo del pueblo. Juliana era conocida como “la niña”, por ser una niña bonita. De su familia sé poco, pero debían tener dinero porque una hija de Juliana, con muchos años ya, recuerda que la casa familiar era grande y tenía cuadros por las paredes. Además, todo el mundo se dirigía a su abuela llamándola “Doña”.

Comprometidos Maximino y Juliana, surgió una apuesta. Otra. Alguien, probablemente ellos mismos, quiso saber si eran capaces de abandonar sus compromisos y casarse con la prometida del otro. Dicho y hecho. Abandonaron los trajes de boda pensados para otro, las promesas matrimoniales, y trataron de casarse con la otra pareja.

De Santiago no sé nada, pero de la pobre Ciriaca sé que siguió soltera para siempre. Su familia, herida en el orgullo, desafió de tal forma a Maximino que tuvo que dejar todo atrás y huir en bicicleta  -casado, eso sí- a otro pueblo.

Mi madre me contó que mi abuela siguió toda la vida mencionando a Santiago de vez en cuando. Pero lo impresionante se da al fallecer Juliana. Maximino, al poco de enviudar, envió a un hijo a buscar a Ciriaca, a la que ya no encontró. Tanto la recordó, que pidió ser enterrado con el traje que tenía para casarse con Ciriaca. Lo guardó toda su vida,  esperando usarlo algún día. Y doy fe que lo consiguió, porque con esa ropa está enterrado. Sesenta años y ocho hijos después, honró a la novia que abandonó y no a la esposa que tuvo. Cuatro vidas destrozadas por un orgullo que les llevó al delirio y al infortunio.

Hasta esto tiene una moraleja. Nuestro tiempo es tan breve que en materia de felicidad siempre es mejor una hora antes que un minuto después. Ciertas cosas hay que resolverlas a tiempo.

* - La historia parece literiaria, pero es cierta como la vida misma.

jueves, 2 de mayo de 2019

Preposiciones deshonestas

Al banco que me dió la primera oportunidad llegué para currar en el departamento de Banca Telefónica. Un sitio lleno de gente joven trabajando en una colmena de cabinas alineadas por pasillos. El ambiente mezclaba hormonas, ilusión y bullicio a partes iguales. Pagaban poco, currabas mucho, y prometían promoción si lo hacías bien.

El jefe era una bestia. Conocido como “el Yayo”, o “la gárgola”, era bruto y listo a un tiempo, uno de esos viejos que se hacen notar y destilan mala hostia cada vez que respiran. Decía que su departamento era un cortijo y tenía razón: lo que pasaba detrás de la puerta era muy distinto a lo que pasaba fuera. Allí mandaba él, y punto.

El Yayo gestionaba su cortijo con la actitud de un sargento en un campo de concentración. Cuando se aburría salía del despacho con las manos a la espalda y caminaba lentamente entre los pasillos volviendo la cabeza a  derecha e izquierda. Todos disimulábamos acojonados, porque se estaba cociendo una hostia. Una vez elegía víctima, se detenía tras su silla y escuchaba la conversación. Transcurrían  a veces segundos, a veces minutos, pero al final aparecía el fallo, daba igual si real o imaginario, porque entonces surgía el Aníbal Lecter de Carabanchel. Arreciaba su cólera y gritaba soltando perdigones de babas mientras aleteaba con los brazos para argumentar sus razones. Ahora me hace gracia, pero coño, a primera hora resultaba un pelín brusco.

También resultaba divertido saber que no tenía ni puta idea de lo que se hacía en el departamento. Cuando le surgía una duda, llamaba a  una víctima a su despacho. Si te quedabas fuera te reías viendo los sudores del que entraba. Pero si te tocaba entrar, ya no molaba.
Entrabas, te sentabas y te preguntaba como resolverías la cuestión. Una vez respondías, ya tenía argumento. El tuyo. Y el muy perro te lo agradecía montando un pollo de los suyos (aleteando, babeando…), para acabar diciendo que no tenías ni puta idea -como él, vamos- y que lo correcto era su respuesta, que era la tuya levemente matizada. Menudo cambio... Le dabas una respuesta y te llevabas una hostia. 

Lo bueno de un tío tan obtuso es que cohesionaba el departamento. En su contra, claro. Tengo buenos amigos, y en gran parte creo que se lo debo al Yayo. Todavía me río con sus historias, como cuando llamó a un director para echarle la bulla y después de diez minutazos chillando como un energúmeno se dio cuenta de que se había equivocado de persona, o cuando mis compañeros encontraron una caja de condones en su mesa y los pincharon uno a uno…
Pero como decía al principio, también era listo. Mucho. Enorme en la visión estratégica, era capaz de ver las cosas desde arriba y trocear los problemas en lonchas finitas que manejaba con facilidad. Y lo hacía casi sin pensar. Nunca ha dejado de asombrarme tanta clarividencia.

Como la vida es larga y donde las dan las toman, al final apareció un nuevo jefe alemán, y con la frialdad que le caracterizaba, le quitó la silla y el trabajo. Le jubiló a la fuerza y le cambió  el cortijo por su piso de Carabanchel y el despacho por un sofá frente a la tele.

Ahora el Yayo hace cuentas de que ha tenido más de doscientas personas a su cargo, pero sólo mantenemos el contacto cuatro amigotes que de vez en cuando quedamos con él a cenar. No depender de él ha facilitado las cosas, porque nos permitimos hablar como colegas y le vemos desde un prisma distinto, más de abuelo bonachón que de señor Lecter de barrio. Incluso hablamos de las ganas que tuve de  abandonar ese trabajo. Y como siempre, lo resumió con afilada inteligencia. 
El problema es sólo una cuestión de preposiciones: -nunca te vayas “de” porque te equivocarás y asumirás riesgos innecesarios. Vete “a”, porque será una decisión meditada-.
Así de fácil.

Pero qué feo, qué viejo y qué listo que eres, Yayo. 

* - Yayo, sabes que en el fondo, te aprecio.