lunes, 19 de octubre de 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


sábado, 10 de octubre de 2020

La última copa

Horas de calor y atasco para llegar a un sitio que siempre le desagradó. Otro viaje en el 600 familiar para llegar a ese pueblo de tejas rojas y pocas, muy pocas casas.
Siempre le enfadó ir. Le separaban de sus rutinas y amigos para sumergirle tres largos meses en un tedio de trigales y caminos de tierra que parecían no variar nunca. Además, la familia del pueblo le resultaba insoportable. Odiaba recibir besos de gente que no conocía.

Compartía el verano con unos pocos niños con los que llenaba las tardes pescando o jugando al fútbol. Los días eran el tiempo que transcurría entre una cruz tachada con rabia en el calendario y el deseo imperioso de poner la siguiente.

Pero aquel verano fue distinto. Vino ella, la prima de uno de los niños del pueblo. En mitad de aquellos días áridos, algo surgió. Sus miradas se desviaban al verse. Algo parecido a las hormigas paseaba por debajo se su piel. 

Un día que jugaban a los puños (eso de amontonar uno encima de otro formando una torre) sus manos permanecieron en contacto un instante más de lo debido. Y se sostuvieron la mirada por primera vez. Hasta que ambos sonrieron. Fue un segundo que pareció durar mucho. 

Dejó de hacer cruces en el calendario. Ahora deseaba que los días no transcurriesen tan aprisa. Así podría verla un rato más y seguir notando esas cosas que tanto le sorprendían pero a la vez le gratificaban. Sensaciones desconocidas que le quitaban el sueño.

Un atardecer frente a un trigal trajo su primer paseo de la mano. Y el primer beso. El verano se convirtió en una sucesión de horas frente al río hablando de todo y queriéndose como sólo se quiere al primer amor.
Grabaron sus nombres en el árbol más grande de la plaza del pueblo. Lo adornaron con un corazón y prometieron amarse para siempre.
Pero el verano acabó. Una noche se soltaron las manos y lloraron mientras se susurraban la eternidad.

El largo invierno se pausaba los martes, día en el que el buzón se llenaba con cartas escritas en elegante letra redonda. Las cartas de amor se sucedieron hasta que el verano volvió. Y con él los paseos, los besos y los atardeceres frente al río. Y en esas conversaciones se iba creando un futuro que les hacía felices: una casa grande llena de niños, una vida juntos en la que cada día sería una fiesta de amor.

Con el tiempo, el 600 se convirtió en un coche alemán más grande y los viajes pasaron de ser tediosos a una dolorosa espera que duraba todos los meses de invierno.

Tiempo después, cuando los martes eran ya la rutina más excitante de la vida invernal, pasó lo inesperado. No hubo carta. Pensó que quizá se había retrasado, pero transcurrieron los días y nunca llegó. Los días se apilaron lentamente formando meses y cada carta enviada sin respuesta pasaba de esperanza a dolor que le atenazaba el pecho.
Ese verano ella no fue al pueblo y nadie supo decirle nada. Simplemente su familia no había ido.
Se desplazó a la dirección a la que enviaba las cartas y allí tampoco la encontró. La familia entera se había esfumado sin decir nada.

Todos los años volvía al pueblo con la secreta ilusión de volverla a ver. Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que volviera la que un día le juró amor eterno. Él ya no vivía en la antigua casa familiar, por lo que ella sólo tenía las señas de su casa del pueblo. No podía permitirse desaparecer justo cuando ella volviese.

Los años pasaron amargamente. El pueblo se fue vaciando de familia. Y la jubilación le llevó a la decisión que le pareció más sabia: irse a vivir al pueblo. Así la encontraría cuando volviese a buscarle.
Todas las tardes, con su andar dificultoso iba hasta la plaza y se acercaba al árbol para comprobar que todo seguía en su sitio. 
Después se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida y los codos sobre los muslos mientras agarraba con las dos manos un viejo sombrero que hacía girar lentamente. En ocasiones, cuando se levantaba, remarcaba los nombres que llevaban ya más de 50 años grabados en la corteza del enorme árbol. 
Ya de vuelta en casa algunas veces, demasiadas, le preparaba una copa de cava en la mesa del salón. Sabía que ella volvería al atardecer y adornaba la mesa con una flor y dos copas perfectamente alineadas.

Una tarde de otoño le echaron en falta. Su andar renqueante hasta la plaza había dejado de ser una constante. Visitaron su casa. Y le encontraron muerto con una ilusa cara de felicidad. Estaba sentado en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Parecía sonreír. 

Frente a él, dos copas vacías. Una, la más alejada, tenía marcados unos labios en carmín rojo.

lunes, 15 de junio de 2020

En mi hambre mando yo



Nos han convocado a un Away Day. Un día de esos en que te llevan al campo a hacer el garrulo para generar team-building, o hacer equipo, o como lo quieran llamar en ese lenguaje fashion-gilipollen de las multinacionales.


Dudo que el Away Day vaya a ser un Guay Day. Nos llevan un par de días a un pueblo de playa, turístico, molón. Caro. Hasta ahí, bien. Pero tenemos que dormir en habitaciones compartidas. Como en el cole, pero con canas y lorzas.
Tan indeseable oferta no es aplicable a todos. Los directores -por algún privilegio feudal- dormirán en habitaciones individuales. Rayas en el suelo que separan categorías. Ellos pueden roncar o tirarse pedos a solas.

Se ha generado una polvareda importante. Corros con gente levantando los brazos ofendida por semejante desprecio. “O para todos o para ninguno”, “pues yo no voy”.
Semejante ofensa será defendida con el puño en alto. O no. Lo digo porque nos han mandado un correíto solicitando que confirmemos quien va o no.

Y aquí, el Quijote de barrio, la ha vuelto a liar. He dicho que no sin mentir ni poner excusas. Y he encontrado un páramo de silencio. Nadie se pronuncia –ni se niega a ir-, y ya no veo corros ofendidos. Me pierdo en decisiones heroicas que no tienen mucho sentido. A lo mejor hasta me gano una hostia gratis.

Como soy un idealista, me da por pensar en mi admirado José Luis Sampedro. Le recuerdo en una entrevista en la tele contando una anécdota escrita por Salvador de Madariaga en su libro "España". La historia se refiere a las vísperas de las elecciones de 1935 en un pueblo de Andalucía.
El señorito del pueblo, para comprar los votos de los jornaleros desempleados, mandó a uno de sus mayorales a la plaza de la localidad a darles instrucciones para votar al candidato recomendado por el cacique, al mismo tiempo que daba a los que no tenían trabajo uno o dos duros. Hasta que tropezó con uno en concreto, que le tiró las monedas al suelo y le dijo al enviado del señorito: "en mi hambre mando yo".

Como afirmaba Sampedro, al referirse a esta historia, ¿Qué se le puede decir a un hombre que no tiene nada? "Pues muy sencillo, que sea consciente, que tenga libertad interior y que se apruebe ante sí mismo", con honradez y con dignidad.

No hay nada como ser y sentirse libre. Aunque sea para llevarse hostias. 

domingo, 26 de abril de 2020

Pureza

Al final se supo. La sangre de los curados sanaría a los enfermos.

Por eso Juan, que hervía en fiebre mientras boqueaba por un poco de oxígeno, esbozó una breve sonrisa. Sabía que la pequeña Lucía lo había superado sin síntomas. Y eso, con suerte, le permitiría verla crecer.

Después de unas lágrimas silenciosas y un rato al teléfono, Paula, su esposa, consiguió un doctor y una cama para curarle.

El doctor habló con dulzura y seguridad a Lucía. Y le preguntó si daría su sangre a papá. No dudó antes de sonreír y afirmar intensamente: "¡¡¡Si, lo haré!!!."

Se tumbaron cara a cara. Y mientras la sangre fluía, Juan retomaba el color y Lucía iba empalideciendo en silencio. Con un hilo de voz, Lucía miró al doctor y le preguntó con seguridad: "¿A qué hora empezaré a morirme? Porque antes quiero abrazar a papá."

No había entendido al doctor; sólo quería regalarle la vida a su padre.

sábado, 25 de abril de 2020

La Tormenta

Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.

No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.

Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.

—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.

El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.

Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.

Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.

Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.

—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.

El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.

Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.

Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.

Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.

Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.

Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.

Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.

Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:

—No te he contado toda la verdad.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.

Respiró hondo y señaló la ventana.

—Mira ahí.

Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.

Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.

—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.

Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.

—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.

El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.

Mi inicial. Tachada.

—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.

Comprendí. El miedo, ahora, era mío.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

martes, 21 de abril de 2020

Bucles

Juan, algo nervioso, bebe agua de una botella de plástico. Está a punto de grabar un monólogo en la televisión. El regidor le da paso. Respira hondo, da un último trago a la botella y recuerda las meriendas de su infancia.

Porque de crío, a Juan le encantaba ver pelis cómicas mientras merendaba un sándwich con una botella de agua al lado. Al acabar, tiraba la botella al cubo amarillo. 

Aún no lo sabía, pero entonces empezaba ya a perfilar la idea de que de mayor quería hacer reír. 

Pasaron los años y Juan llegó a la universidad. Aquellas botellas de la infancia, tras un reciclaje, se habían convertido en una nueva botella que llevaba en su mano. Jugaba con ella de camino a la facultad mientras pensaba en escribir monólogos.

Años después Juan descubrió que le aburría la rutina del banco. Cada día, después de comer, limpiaba el tupper, depositaba la botella en el contenedor y miraba su reloj pensando en la hora de salir. Si era martes, al menos vería su programa de humor favorito y podría durante un rato olvidar tantas bolas de papel con borradores de sus textos.

Y llegó el día. Mientras esperaba a que su jefe le recibiera, Juan jugueteaba con su botella. Por fin se había decidido: iba a comunicar que no quería seguir en aquel trabajo. Y mientras observaba el plástico envase, pensaba que, si la botella de plástico puede reciclarse, él también.

Hoy Manuel, niño inquieto, disfruta viendo cómicos en la tele mientras cena. Acaba de ver a un tal Juan. Le ha encantado. Y cree que, aunque todavía es un niño, a él también le gustaría dedicarse a eso. Termina su botella de agua y la deja en el cubo amarillo sin saber que parte de esa botella un día estuvo en manos de Juan.

lunes, 2 de marzo de 2020

La Emergencia espontánea del orden. O lo que coño signifique eso.




Dios nos habla a veces tan claro, que parecen coincidencias.
Doménico Cieri Estrada




Os contaré una anécdota de esas que me molan: Anthony Hopkins, el actor, fue contratado para hacer la peli “Mujer de Petrovka”. Nada más enterarse de su nuevo papel salió a comprar la novela en que se basaba el guión pero no la encontró en ninguna librería. 
Luego, al regresar a su casa en metro, encontró ese libro, justo ese, abandonado en un asiento. Por supuesto le pareció una casualidad extraordinaria. Pero lo más asombroso fue que el libro que encontró, totalmente subrayado, era del autor de la novela, George Feifer, que lo había perdido.

¿Flipante? Quizá no tanto. 
Hay una teoría, chunga para mí, llamada Emergencia espontánea del orden. Resulta que el psicólogo Gustav Jung, el físico Wofangan Pauli y el escritor Arthur Koestler han coincidido en atribuir las coincidencias significativas -lo que otros conocemos como casualidades- a la intervención de un principio universal no causal que opera con total independencia de las leyes físicas conocidas. 
Un principio que se revelaría a través de las casualidades altamente improbables y con sentido para sus protagonistas. Esta “ley” sería como un principio rector de nuestras vidas, nos llevaría del caos al orden y guiaría nuestros pasos o nos salvaría en momentos de peligro.

Así que hay “casualidades altamente improbables”… Veamos.

Creo que en algún post anterior confirmaba mi retorno a la vida normal, a un trabajo como todos. Confirmo también la existencia de algún imbécil de gran calibre. Que es y está, pero estoy vacunado de esas cosas después de tanto Borja Mari soportado. 

El espécimen trepador de aquí tiene figura de señora de buen comer con voz de pito. No pide ni solicita, ordena. Monserrat Caballé en edición poligonera. La Montse, qué cojones.

Gracias a Dios no compartimos terreno de juego y me limito a sentirla de lejos, unas pocas mesas detrás de mí. Ufffff, me ha pasado rozando. 

Menos mal. Porque los tics de la Montse me resultan reconocibles. Mucho. Los he visto antes en otro sitio. Es de esas que cuando acaba el curro toma copas o cena con la autoridad competente. Con su jefa, vamos. Cualquier día entre semana. Muchas mañanas percibo un color amarronado en la comisura de sus labios. De tanto comerle el culo a la autoridad. A la competente.

En el fondo lo que me llama la atención es lo de arriba, eso de las casualidades raras. Porque como dicen esos señores importantes, hay un orden oculto. La Montse cayó por aquí con la consultora para la que trabajaba. Podrían haber contratado a cualquier otra consultora del planeta, pero no, tocó esta. E incluso desde su empresa, podían haber mandado a otras personas. O aún mejor, podrían no haberla contratado.
Porque la Montse venía a implementar un proyecto y al final se la quedaron. Craso error. 
No fue la única a la que adoptaron en mi departamento, pero de la tropa con la que vino era de largo -y sigue siendo- la persona más despreciable. Dos de sus “compañeras” ya han sucumbido a sus maneras y después de derramar demasiadas lágrimas incontroladas han pedido la cuenta y se han largado. Bien por ellas, que han vuelto a sonreír. Otros pobres a su servicio que todavía circulan por aquí ya sufren dolores estomacales que apuntan a úlceras.

Y vuelta a la casualidad. No lo vais a creer, pero la Montse es amiguita de Borja Mari. Resulta que nuestro despreciable amigo y la Montse trabajaban juntos hasta el día antes de venir a mi departamento. Definitivamente la aguas fecales del destino circulan por tuberías comunes. Se juntan en el mismo sitio. El antro de donde viene debía ser para verlo con estos dos. Granja urbana de joputas. Escrito en luces de neón.

Me enteré de milagro. Un día, volviendo de comer, una compañera mencionó a Borja Mari. La Montse, que estaba delante, puso cara de interés. Iba a decir algo, pero en el mismo instante otra compañera definió a Borja Mari como “un cabrón” y especificó que la autoridad competente le definía como “un hijo de puta” y que no podía ni verle.
La Montse estaba a punto decir algo cuando escuchó las palabras mágicas. Tenía la palabra ya engranada en la boca y la dejó a medias. Apretó la mandíbula y redujo el paso para quedar por detrás de nosotros y salirse de la conversación.

Fue llegar a la oficina y confirmar mis sospechas. LinkedIn verificó una genealogía laboral común. Y de paso que las putas casualidades no existen. Que los vericuetos del destino hacen círculos y terminan en la casilla de salida.

Cagüen tó.

miércoles, 12 de febrero de 2020

El entrevistador

Tengo la mente distraída. Frente a mí, al otro lado de la mesa, hay un gordo asqueroso. Suda y se intuyen manchas de sudor en los sobacos. Puedo ver saliva reseca en la comisura de sus labios. El traje le queda pequeño. La chaqueta le va a estallar de un momento a otro y debo tener cuidado porque si me atiza un botonazo me arranca la cabeza. Pero lo peor de todo es su boca. Parece el agujero de un culo. Redonda. Pequeña. Arrugada. Qué asco, coño.

Lo malo es que estoy en una entrevista de trabajo y hace ya una hora que aguanto sus preguntas incordiantes: que si sé usar una calculadora, que si sé poner un café o hacer una fotocopia. En fin, que se nota que valora mi título de Ingeniería. Le observo y no puedo quitarme de la cabeza que es una de las personas más repugnantes que he visto.

El gordo disfruta abusando de su posición y riéndose de mí. Porque esto parece más un interrogatorio policial que una entrevista. Me ha preguntado lo mismo veinte veces, del derecho y del revés, intentando encontrar contradicciones que sólo existen en su mente oronda.

Me vuelvo evadir. De repente me doy cuenta de qué va todo esto. Resulta que la entrevista es el pequeño momento de gloria del obeso. Es el placer supremo del hombre-porcino, el preciso momento en que su vida reseca se convierte en un oasis. Por unos minutos se siente superior a los demás.

Entonces vuelvo a la entrevista y pienso que los 600 Euros que me ofrece no son para tanto. Mi dignidad vale mucho más que eso. Escucho lejanamente que el gordo dice con voz babeante "en mis 10 años de experiencia..." Aprovecho el momento para levantarme lentamente. Me abotono la chaqueta mientras me giro y salgo sin abrir boca.

Casi ni me doy cuenta pero me voy sonriendo. Soy libre, y mientras me pierdo entre calles abarrotadas me da por pensar que el señor que me ha entrevistado nunca ha tenido 10 años de experiencia.
Tiene media hora de experiencia repetida durante 10 años.


* - Va por los que están en paro o buscan su primer trabajo. Para que nunca se encuentren en situaciones similares.

viernes, 10 de enero de 2020

Tiempo

Hace tiempo que mi muñeca izquierda es huérfana. A los 32 años noté que me picaba la muñeca con persistencia, justo debajo del reloj.

Intenté resistirme, pero pasaban los días y el picor se incrementaba hasta convertirse en obsesión.

Examiné cuidadosamente la correa del reloj. Estaba en buen estado. Aun así decidí cambiarla por otra, de titanio y antialérgica. Cara, pero según el vendedor, infalible. Ya. Durante tres días exactos. Porque al cuarto me picaba más que antes.

Acabé desistiendo y me quité el reloj. Empecé a llegar tarde a las reuniones. Comía en horarios irregulares y empleaba más tiempo del debido en algunas tareas. Pero también me di cuenta de que todo era más elástico. La tensión de los plazos que me aprisionaban se difuminaba. Mi agenda no era tan intensa. Me avisaban de las reuniones justo cuando comenzaban. Y duraban hasta que los temas se cerraban, no hasta una hora planificada.

Y en mi tiempo libre empecé a comer cuando tenía hambre y a dormir cuando tenía sueño. Me levantaba cuando estaba descansado. Mi vida empezó a llenarse de ratos y ratitos mientras se vaciaba de horarios y agendas.

Años después reflexioné y se me ocurrió ponerme una pulsera en la mano izquierda. De cuero, como la del reloj. No pasó nada. Luego una de acero, y después una de titanio. Tampoco pasó nada. Al final me las quité todas.

Mi piel no era alérgica al reloj. Lo era mi alma.

No sé para qué llevaba reloj si nunca tenía tiempo para nada.