Juan, algo nervioso, bebe agua de una botella de plástico. Está a punto de grabar un monólogo en la televisión. El regidor le da paso. Respira hondo, da un último trago a la botella y recuerda las meriendas de su infancia.
Porque de crío, a Juan le encantaba ver pelis cómicas mientras merendaba un sándwich con una botella de agua al lado. Al acabar, tiraba la botella al cubo amarillo.
Aún no lo sabía, pero entonces empezaba ya a perfilar la idea de que de mayor quería hacer reír.
Pasaron los años y Juan llegó a la universidad. Aquellas botellas de la infancia, tras un reciclaje, se habían convertido en una nueva botella que llevaba en su mano. Jugaba con ella de camino a la facultad mientras pensaba en escribir monólogos.
Años después Juan descubrió que le aburría la rutina del banco. Cada día, después de comer, limpiaba el tupper, depositaba la botella en el contenedor y miraba su reloj pensando en la hora de salir. Si era martes, al menos vería su programa de humor favorito y podría durante un rato olvidar tantas bolas de papel con borradores de sus textos.
Y llegó el día. Mientras esperaba a que su jefe le recibiera, Juan jugueteaba con su botella. Por fin se había decidido: iba a comunicar que no quería seguir en aquel trabajo. Y mientras observaba el plástico envase, pensaba que, si la botella de plástico puede reciclarse, él también.
Hoy Manuel, niño inquieto, disfruta viendo cómicos en la tele mientras cena. Acaba de ver a un tal Juan. Le ha encantado. Y cree que, aunque todavía es un niño, a él también le gustaría dedicarse a eso. Termina su botella de agua y la deja en el cubo amarillo sin saber que parte de esa botella un día estuvo en manos de Juan.