Al final se supo. La sangre de los curados sanaría a los enfermos.
Por eso Juan, que hervía en fiebre mientras boqueaba por un poco de oxígeno, esbozó una breve sonrisa. Sabía que la pequeña Lucía lo había superado sin síntomas. Y eso, con suerte, le permitiría verla crecer.
Después de unas lágrimas silenciosas y un rato al teléfono, Paula, su esposa, consiguió un doctor y una cama para curarle.
El doctor habló con dulzura y seguridad a Lucía. Y le preguntó si daría su sangre a papá. No dudó antes de sonreír y afirmar intensamente: "¡¡¡Si, lo haré!!!."
Se tumbaron cara a cara. Y mientras la sangre fluía, Juan retomaba el color y Lucía iba empalideciendo en silencio. Con un hilo de voz, Lucía miró al doctor y le preguntó con seguridad: "¿A qué hora empezaré a morirme? Porque antes quiero abrazar a papá."
No había entendido al doctor; sólo quería regalarle la vida a su padre.