jueves, 12 de diciembre de 2024
Las mañanas en la panadería
El banco de la Fuente del Berro
No iba por aburrimiento, sino por costumbre. Le gustaba mirar, encontrar historias en los gestos cotidianos de la gente. Cada tarde llegaba con su termo de café y su libreta, pero casi nunca escribía en ella. "Algún día me pondré a contar algo", se decía, aunque sabía que las historias que más le llenaban eran las que sucedían frente a sus ojos.
Esa tarde, el parque estaba especialmente animado. Era un día cálido de primavera, y los senderos estaban llenos de familias, corredores y paseantes. Miguel se acomodó en su banco, saludó con un leve gesto al jardinero que regaba las flores cercanas y se dedicó a mirar.
Un hombre joven cruzó frente a él con un maletín colgando del hombro y el móvil pegado a la oreja. Llevaba un traje impecable y una expresión de impaciencia. Detrás de él, una niña pequeña trataba de seguirle el paso. "Papá, mira lo que encontré", decía, mostrando una rama torcida que había recogido del suelo. Pero el hombre, absorto en su conversación, ni siquiera se giró. Miguel frunció ligeramente el ceño, más por empatía hacia la niña que por juzgar al padre. Recordaba aquellos años en los que él mismo corría a todas partes, dejando las pequeñas cosas de lado.
Unos minutos después, una pareja de ancianos apareció en el sendero. Los veía casi a diario, siempre tomados del brazo, caminando despacio. Ese día llevaban un ritmo especialmente lento, como si no quisieran que la tarde terminara. Él avanzaba con ayuda de un bastón, y ella le murmuraba algo que él respondía con una leve sonrisa. Miguel los siguió con la mirada hasta que desaparecieron detrás de un seto, preguntándose cuántos años habrían caminado juntos por el mismo parque.
Un niño pequeño, apenas capaz de mantenerse de pie, tambaleó hasta un grupo de palomas cerca del estanque. La madre lo seguía a una distancia prudente, dejando que el niño tuviera su pequeño momento de independencia. Las palomas, acostumbradas a los humanos, no se movieron demasiado, lo que permitió al niño observarlas con una mezcla de asombro y concentración. Miguel sonrió, recordando a su propio nieto cuando tenía esa edad, lleno de preguntas sobre todo lo que veía.
El sol comenzó a teñir el parque de un dorado suave, reflejándose en el agua del estanque. La niña de la rama reapareció, esta vez de la mano de su padre, que ahora llevaba el teléfono guardado en el bolsillo. Caminaban despacio, deteniéndose de vez en cuando para recoger hojas caídas o señalar algo interesante entre los árboles. Cuando llegaron al estanque, se sentaron juntos en la orilla, y el hombre ayudó a su hija a lanzar pequeños trozos de pan a los patos. Miguel los observó, notando que la niña ahora estaba radiante, riendo y señalando emocionada a los animales mientras su padre la miraba con una sonrisa cálida, como si el peso del mundo hubiera desaparecido por un momento.
Cuando Miguel se levantó para marcharse, el anciano del bastón se cruzó con él en el camino. La mujer que lo acompañaba había tomado asiento en un banco cercano, descansando. El hombre, al pasar junto a Miguel, le dedicó una sonrisa cálida. "Otro día precioso, ¿verdad?", dijo. Miguel asintió. "Lo es. Que lo disfruten."
Al llegar a casa, mientras se servía un vaso de vino con casera, Miguel dejó la libreta sobre la mesa. No había escrito ni una palabra, pero no importaba. Pensó en la niña de la rama, en la pareja caminando despacio, en el niño asombrado por las palomas. Ninguna de esas escenas cambiaría el mundo, pero cada una de ellas contenía algo esencial.
La vida no estaba en los grandes momentos, concluyó Miguel. Estaba en la forma en que un niño perseguía una paloma, en el ritmo pausado de una pareja que había aprendido a caminar juntos, o en el gesto de una niña que solo quería compartir un instante con su padre.
A veces, no hace falta hacer nada extraordinario para que un día sea importante. Solo hay que detenerse lo suficiente para notarlo.
viernes, 6 de diciembre de 2024
Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación
Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.
Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas.
En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.
Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.
Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.
El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”
Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.
¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto.
Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.
* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.
Recordando a Cruella
Cruella no necesitaba despacho; su maldad era lo suficientemente expansiva como para que no la limitasen unas paredes. Abarcaba cualquier espacio en el que estuviera. Llegaba cada mañana con su bolso gigante y una cara que decía claramente: "Hoy os vais a acordar de mí."
Bastaba con oír sus pasos para que la oficina entera se paralizara, como si un depredador hubiera irrumpido en una reunión de herbívoros. Si te atrevías a acercarte para proponerle algo, era bajo tu propio riesgo. Y cuando te respondía, lo hacía con una sonrisa tan cínica que te dejaba dudando de si irte a llorar al baño o aplaudirle por lo bien que manejaba el arte de destruir vidas laborales.
Lo más inquietante, sin embargo, no era su tono ni su mirada afilada, sino su incapacidad absoluta para mostrar humanidad. En el departamento circulaba una frase que ya era casi un mantra: "Cruella no es mala, es peor. Si alguna vez quieres llegar a concerla, tendrás que invocarla con un pentagrama y un par de velas negras, y ni con esas lo conseguirás." Nadie sabía quién había inventado la frase, pero todos la repetíamos con el fervor de un rezo desesperado. De alguna forma, aquel humor negro nos ayudaba a sobrellevar la tiranía que ejercía con precisión diabólica.
Un día, las risas nos jugaron una mala pasada. Habíamos conseguido arrancar unos segundos de alivio, riéndonos de lo surrealista que era nuestro día a día, cuando sucedió algo extraño. El aire en la oficina se enfrió de repente, como si alguien hubiera abierto la puerta de una cámara acorazada. Las luces empezaron a parpadear, y al fondo de la sala, un ordenador se apagó sin razón aparente. Las risas se apagaron al unísono, mientras algunos se miraban con nerviosismo. Y entonces, apareció.
Cruella avanzó entre las mesas con un caminar lento, pesado, casi ceremonial. Sus pasos resonaban como si cada uno llevara consigo una sentencia, y aunque no dijo nada, su sola presencia bastaba para que el ambiente se volviera más denso, casi irrespirable. Cuando llegó al centro de la sala, dejó caer su bolso en la mesa con un ruido seco, como el martillo de un juez que dictaba una condena. Nos miró con una ceja arqueada, diseccionándonos con esos ojos que parecían capaces de arrancarte el alma.
No pronunció palabra. No hizo falta. Su mirada lo decía todo: había percibido el atrevimiento de nuestras risas y estaba dispuesta a recordarnos por qué nadie, absolutamente nadie, se reía en su presencia sin pagar un precio. Durante un instante que se sintió eterno, el único sonido que se escuchaba era el leve zumbido de las luces, que seguían parpadeando, como si incluso ellas temieran su ira.
Cruella tenía un don especial para convertir cualquier situación en una derrota. Si algo salía bien, automáticamente se apropiaba del mérito, como quien recoge una herencia legítima. Si algo salía mal, la culpa siempre era tuya. Siempre perdías. Eso sí, a su manera, dejaba claro que no necesitaba trabajar para brillar: su principal tarea parecía consistir en hacernos la vida imposible, algo que, por cierto, hacía con una eficiencia asombrosa. Hay quien asegura que las impresoras se atascaban cada vez que ella se acercaba, y francamente, a mi también me pasó.
Al final, logré sobrevivir a aquella etapa, llevándome conmigo un máster en paciencia y una interminable lista de anécdotas sobre la reencarnación del mal en su versión obesa dentro de una entidad bancaria. Si algo aprendí en esos días, fue que hay jefas malas, hay jefas insoportables… y luego está Cruella.
Una mujer tan extraordinariamente cruel que, si alguna vez decides ponerte a su altura, prepárate: necesitarás un altar, unas gallinas y mucha oscuridad para alcanzarla.
martes, 15 de octubre de 2024
El Silencio
Se detuvo en un cruce, esperando a que el semáforo cambiara. A su alrededor, los rostros de los desconocidos parecían más lejanos que nunca, como si estuvieran atrapados en sus propios pensamientos, moviéndose a través de la rutina sin realmente notar lo que ocurría a su alrededor. Todos juntos, y sin embargo, tan apartados. Era curioso cómo el mundo podía estar tan lleno de ruido, y aun así sentirse tan vacío.
Había algo extraño en esos momentos de tránsito, en los que los edificios gigantes parecían mirarlo desde arriba, indiferentes. Recordó un tiempo en el que las conversaciones fluían, en el que las personas se detenían a hablar con sinceridad, pero ahora todo se sentía filtrado, como si cada palabra fuera un eco, sin peso, sin significado. Se preguntó si siempre había sido así y él simplemente no lo había notado antes.
Esa noche no tenía rumbo. Había salido a caminar buscando respuestas, o tal vez solo buscando algo que rompiera el monótono ciclo de los días que pasaban sin cambio. Cada paso que daba resonaba en su mente como un eco de preguntas sin respuesta. ¿Por qué, en una ciudad tan llena de vida, se sentía tan solo? La conexión humana parecía un concepto distante, un recuerdo borroso de tiempos más simples. Ahora todo era transitorio, superficial.
El parque al que llegó estaba vacío, salvo por la tenue luz de una farola que iluminaba un banco solitario. Se sentó allí, observando cómo las hojas caían suavemente al suelo, arrastradas por un viento leve. En esa quietud, pudo finalmente escuchar sus propios pensamientos, alejados del ruido de la ciudad. Era como si todo lo demás quedara a un lado, dejando espacio para las preguntas que había tratado de evitar. Se dio cuenta de que, a pesar de todo el ruido externo, el verdadero silencio estaba dentro de él.
La tecnología, las prisas, las pantallas, todo parecía diseñado para llenar ese vacío, para distraer de lo que realmente importaba. Pero en ese momento, allí sentado bajo la luz de la farola, supo que esas distracciones solo podían hacer tanto. El silencio estaba ahí, siempre esperando detrás del ruido. Y quizás no era algo de lo que huir. Tal vez, era en ese silencio donde se escondía la verdad, la esencia de lo que realmente estaba buscando.
Se levantó y siguió caminando, sin un destino claro, pero con la certeza de que ese vacío, esa quietud interior, no era su enemigo. Quizás era una oportunidad, un espacio donde redescubrirse, donde reconectar con lo que había perdido en el tumulto de la vida moderna. El mundo a su alrededor seguía girando, el tráfico no paraba, la gente seguía moviéndose sin detenerse. Pero ahora él caminaba más despacio, escuchando un ritmo diferente, más profundo.
Sabía que no podía cambiar el ruido del mundo, pero podía aprender a escuchar su propio silencio.
domingo, 13 de octubre de 2024
Brilla
Me encanta la canción "Shine a Light", que trata sobre no perder la esperanza y la fe en uno mismo. Y he tratado de escribir un relato sobre ese tema.
Había nacido en un pequeño pueblo donde la vida transcurría sin prisa. Todos se conocían, y los días se sucedían al ritmo de las estaciones. Su familia siempre había sido su refugio, pero desde pequeño, había sentido que quería más, que el mundo fuera de los límites del pueblo le reservaba algo grande. No es que estuviera insatisfecho, pero sabía que su futuro no estaba allí, entre las mismas calles y rostros de siempre.
El día que se despidió, su padre lo acompañó hasta la puerta de la casa familiar. Ambos sabían que ese adiós sería más largo de lo que ninguno estaba preparado para admitir. Con una mezcla de orgullo y nostalgia, su padre le dijo: "No importa dónde estés o lo que hagas, hijo. Recuerda siempre quién eres y nunca dejes que nada ni nadie apague tu luz." No fue un discurso grandilocuente ni emocional, pero esas palabras quedaron grabadas en su mente.
El viaje a la ciudad fue emocionante al principio. Las luces, la gente, las oportunidades… Todo parecía posible. Pero pronto, la realidad le golpeó con fuerza. La competencia era feroz, la vida no se detenía a esperar que se adaptara, y muchas veces se sintió fuera de lugar. No tardó en encontrarse con obstáculos que no había previsto. Hubo momentos en los que dudó de sí mismo, en los que las derrotas le hicieron cuestionar si realmente pertenecía a ese mundo.
Fue durante una de esas noches de dudas, solo en su pequeño apartamento, cuando recordó la voz de su madre, suave pero firme, diciéndole lo que tantas veces le había repetido: "No tengas miedo de caer ni de sentirte mal. Eso no te hace más débil. Si te caes, te levantas, porque eso es lo que haces, siempre lo has hecho." Y así lo había hecho tantas veces antes, en su infancia, en la escuela, en los primeros trabajos que consiguió en el pueblo. Esa lección, que entonces parecía algo cotidiano, ahora tenía un peso enorme. No había que temerle al fracaso ni al dolor, porque ambos formaban parte de la vida. Lo importante era levantarse.
Poco a poco, comenzó a confiar más en sí mismo. Descubrió que no tenía que tener todas las respuestas ni ser perfecto para seguir adelante. Cada tropiezo se convertía en una oportunidad para aprender, y cada pequeño logro era una confirmación de que su luz, esa que su padre le había mencionado, seguía brillando, incluso cuando él mismo no lo notaba.
A medida que pasaban los años, entendió que el brillo del que hablaba su padre no era algo grandioso ni visible para los demás. Era esa confianza interna que, aunque temblaba en los peores momentos, nunca se apagaba del todo. Era lo que le hacía levantarse tras un mal día, lo que le impulsaba a intentarlo una vez más. Y era lo que le permitía mantener los pies en la tierra, sin olvidar de dónde venía, a pesar de estar tan lejos de casa.
Aprendió que confiar en su luz no significaba que las cosas siempre saldrían bien. Había días malos, fracasos y decepciones. Pero también descubrió que, mientras mantuviera viva esa chispa interior, sería capaz de enfrentarlo todo. Esa luz era su capacidad de seguir adelante, de adaptarse, de encontrar un camino, incluso cuando parecía no haber salida.
Con el tiempo, la ciudad dejó de parecer un lugar tan intimidante. Ya no se sentía un extraño en ella. Se había dado cuenta de que lo más importante no era convertirse en alguien distinto o adaptarse completamente al entorno, sino seguir siendo él mismo, confiando en lo que llevaba dentro. Esa luz interna, que había aprendido a proteger y valorar, era lo que realmente lo diferenciaba y lo guiaba.
Ahora, cuando miraba hacia atrás, entendía que el verdadero éxito no estaba en no tropezar nunca, sino en seguir levantándose y creyendo en uno mismo, sin importar las dificultades. Había aprendido que la luz de la que le hablaban sus padres no era algo visible, sino una fuerza silenciosa que le permitía confiar en sí mismo, incluso en los peores momentos. Esa luz siempre estaría allí, mientras él la mantuviera viva.
jueves, 19 de septiembre de 2024
Quizá Hilos Rojos
domingo, 21 de julio de 2024
Cómo amar
sábado, 13 de julio de 2024
Caminando
Paseo mucho, y siempre vuelo a tu lado. No importa cuánto trate de distraerme, mis pensamientos siempre regresan a ti, dibujando imágenes de los momentos que compartimos y alimentando la esperanza de construir juntos un futuro.
Finalmente, no respondiste el último mensaje, y ese silencio me rompió el alma. Porque el día tiene 24 horas y un mensaje se manda en minutos. La distancia y la falta de tiempo son excusas. Quien no te habla es porque no quiere, quien no te encuentra es porque no quiere buscarte, quien no está ahí es porque no quiere estar.
No hace falta seguir buscando respuestas en un lugar donde ya no hay eco. Las acciones hablan más fuerte que las palabras. Aceptar esta verdad me duele, pero es necesario para seguir adelante. No puedo obligar a alguien a quedarse cuando su corazón ya no está conmigo.
Tal vez un día, cuando menos lo esperes, te darás cuenta de que perdiste a alguien que realmente te quería. Y tal vez, solo tal vez, sentirás un pequeño vacío en tu corazón. Pensarás en aquellos momentos en los que me esforzaba por hacerte reír, en las noches en las que compartíamos nuestros sueños y miedos, en los días en los que parecía que nada ni nadie podía separarnos.
Un día te acordarás de mí y sonreirás, diciendo: "Él sí me quería...". Quizás en ese momento, comprenderás que el amor verdadero no se encuentra todos los días, y que quienes realmente nos quieren, hacen el esfuerzo por estar presentes, por mantenerse en nuestras vidas a pesar de las dificultades.
Mientras tanto, aprenderé a caminar sin ti, a reconstruir mi vida con las piezas que quedaron. Mi mente y mi corazón seguirán viajando a tu lado durante un tiempo, pero encontrarán un nuevo rumbo. La vida sigue, y con el tiempo, encontraré la paz que tanto anhelo, sabiendo que hice todo lo posible por nosotros, y que mi amor fue real y sincero. Porque, aunque no fui perfecto, siempre intenté ser el mejor para ti.
Pese a todo, aún busco el hilo rojo que tantas veces nos acercó hasta casi rozarnos. Quizá el destino nos brinde otra oportunidad para amarnos. Porque un amor verdadero no desaparece, solo espera el momento adecuado para florecer de nuevo.
martes, 9 de julio de 2024
Mayéutica
Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.
La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.
El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.
Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.
miércoles, 3 de julio de 2024
En el Diván
Carl Rogers
Quiero compartir algo que a menudo se considera tabú. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que debo contarlo porque puede beneficiar a más personas.
Jamás pensé que terminaría en el consultorio de un psicólogo, pero ayer tuve mi primera sesión. Llegó un momento en el que me di cuenta de que algo dentro de mí no funcionaba bien, y la situación se volvía inasumible. Todo se me iba de las manos y no podía resolverlo por mí mismo.
Además, las circunstancias no eran las mejores: separado con una ex que saca brillo permanentemente a su motosierra, en período de vacaciones (la familia fuera) y destruido por no estar con la mujer a la que amo. Pero al igual que cuando nos duele una pierna vamos al médico, decidí buscar ayuda profesional.
Me sentía un poco intimidado. La imagen que tenía de la terapia era la típica de las películas: sala oscura con muebles de caoba, un diván y un hombre con barba y chaqueta de coderas tomando notas aburrido mientras le hablas de tus sentimientos y la relación con tus padres.
Afortunadamente la realidad era más llevadera. Al abrirse la puerta en lugar de una mazmorra oscura encontré un despacho amplio y luminoso. Las paredes eran de un blanco inmaculado, decoradas con cuadros abstractos. Y en vez del diván, una silla.
Me recibió una mujer joven y sonriente, con una energía cálida y acogedora. Sus ojos brillaban con una inteligencia y empatía que me tranquilizaron. No pude evitar una sonrisa: el señor de las coderas no estaba por allí.
La terapia no se trataba de un interrogatorio tenebroso. Fue una conversación abierta, casi como una entrevista, en la que ambos hablamos por igual. Me hizo preguntas, compartí mis preocupaciones, planteó hipótesis y me hizo reflexionar. No me mostró dibujos raros para ver qué me parecían. Pero sobre todo, no me juzgó.
El acto de expresar todo lo que me atormentaba fue como ver una foto de mí mismo desde fuera, con una perspectiva más imparcial que la de un amigo. Y la conclusión, como ella dijo, es que no hay soluciones mágicas, pero sí ideas y estrategias aplicables a la vida cotidiana.
Me quedo con una de las claves que me dio: la estrategia más importante es mantener la esperanza.
Por todo eso creo que es hora de romper tabúes. Sé que algunos amigos también han acudido a un psicólogo cuando lo han necesitado, e intuyo que otros lo han hecho y no lo dicen.
Quizás no habría dado el paso si no fuese porque la mujer a la que quiero lo mencionó con total naturalidad. Y ahora me doy cuenta de que habría lamentado no ir, porque solo con dar el paso parece que la carga se aligera: has comenzado a luchar.
Así que lo cuento en voz alta. Puede ser una solución a cosas más relevantes de lo que parecen.
Porque en ocasiones debemos pedir ayuda. Sin más.
viernes, 7 de junio de 2024
Dios jugando a los dados
miércoles, 22 de mayo de 2024
Mensaje en una botella
sábado, 18 de mayo de 2024
Los botones de la camisa
Subí a su casa nervioso. Un ramo de flores adornaba mi mano derecha mientras tocaba el timbre. La puerta se abrió y allí estaba ella, tan bonita como siempre, con esa sonrisa que tanto me gusta y que dejaba entrever felicidad. Nos abrazamos fuerte, con el cariño a flor de piel. De fondo, sonaba música tranquila que ella había elegido.
Me enseñó su casa, tan personal y bonita como ella. Rincones
cuidados, adornados. Todo impregnado de su aroma, de su deliciosa presencia. Una terraza luminosa llena de plantas cuidadas con esmero.
Tomamos unas copas mientras reíamos a carcajadas. La
complicidad hacía que cada conversación y cada tímida caricia fueran sencillas.
Se sentó sobre mis rodillas y pude acariciarle la cintura. Y, al fin, besarla.
Volví a ese beso de los 14 años en el que el alma se te escapa entre los
labios. Porque, joder, la quiero. Eramos dos y ahora uno.
Desde ese momento todo fueron caricias y risas. Amor
brotando a borbotones en cada palabra. Nos alimentamos mutuamente con las
manos, alternando bocados con besos. Ella me acariciaba bajo la camisa mientras
yo disfrutaba de sus firmes pechos.
Y al final, la cama. El lugar en el que siempre quise estar
y del que ya no quiero salir. Hicimos el amor con cariño y ternura, notando
nuestras pieles y disfrutando de largos abrazos. El destino nos había traído donde
siempre debimos estar. Pasamos horas
tumbados, acariciándonos, hablando e interrumpiéndonos en casi todas las frases
con besos incontrolados. Hablamos como sólo pueden hacerlo los que se aman de
verdad.
Nos vestimos entre risas buscando la ropa por el suelo de la
casa.
Y allí, en ese momento, robándonos besos el uno al otro mientras acariciaba su cintura y ella me abotonaba la camisa, supe que era ella. Que la quiero con toda mi alma. Que ella es el sitio al que siempre me dirigí.
Te haré
café, te despertaré con caricias y me ayudarás a abotonarme la camisa mientras te interrumpo con besos. Nos
daremos más felicidad de la que podamos soñar.
Porque mi mundo está allí. A tu lado, mi amor.
Te quiero.
jueves, 16 de mayo de 2024
Amanecer
Para la estrella más bonita de mi cielo.
Amanece el sábado. La noche anterior habían caído rendidos tras la locura del día: trabajo, recados, compras. La casa sin recoger... Él se levanta primero. Prepara café. Observa el amanecer mientras toma un vaso de agua fría. La mira. Destapada. Desnuda. Respira profundamente. Hermosa.
Contempla cómo el sol viste su piel en tonos dorados, rosas, naranjas y, al final, en un amarillo intenso cuando termina de salir por el horizonte. Ella se gira y se estira, ocupando toda la cama para ella. Un espectáculo para sus ojos. Ya no hay amanecer, solo existe ella.
Inundados por el aroma a café, la besa con mucha suavidad. Ella, adormilada, abre sus ojos levemente. Lo mira. Le besa. Le acaricia.
— Te perdono, porque hueles a café —dice con esa media sonrisa que tanto le fascina—. Baja un poco la persiana, que entra mucha luz... —le pide.
Él lo hace. Regresa. Besos.
Él la besa por detrás. Su cuello. Su debilidad. Mordisco, lengua, beso. Ella se estremece. El olor a café se mezcla con el de sus cuerpos anhelando pasión. Derretidos, se palpan y se disfrutan hasta ser un solo cuerpo.
Ducha. Él va a la cocina y calienta el café. Lleva las tazas al dormitorio. Ella lo mira. Sonríen. Y tras un primer sorbo de café, se besan. Se miran de nuevo. Y se susurran a la vez:
— Te quiero... —
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Cuentan que existe una antigua leyenda: la del hilo rojo del destino. Dicen que los dioses atan un hilo invisible alrededor del tobillo de a...
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Dentro de poco asistiré al concierto de Bryan Adams. Como niño aplicado que soy, estoy escuchando sus canciones para aprenderme las letras. ...
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La curiosa paradoja es que cuando me acepto a mí mismo, puedo cambiar. Carl Rogers Quiero compartir algo que a menudo se considera tabú. Si...