martes, 25 de junio de 2024

Fundido a Gris


“God have mercy on the man who doubts what he's sure of.”

Bruce Springsteen


Joder, no puedo más. Mi mundo se ha fundido a gris en mitad de la escena más bonita. La soledad y tristeza sobrecogen, tanto por dentro como por fuera. Cuando paseo, parece que estoy solo en un páramo desolado. Nada me gusta, nada me anima. Sólo sigo dando un paso tras otro para no caer rendido.

Estar sin ella es lo más duro que me podría pasar. Porque a su lado he conocido el amor, el amor completo. He podido acariciarla y besarla, y súbitamente ha desaparecido. Cuando lo pienso, las lágrimas brotan pesadas y lentas, cargadas de desesperación.

Al final del hilo rojo, ese que guía nuestro destino y nos conectaba, ese que nos ha acercado tantas veces hasta coincidir, he visto un futuro maravilloso, lleno de conversaciones interminables y paseos cogidos de la mano. Sonrisas y cariño, mucho cariño. Me he sentido tan feliz… todo tenía sentido, todo tenía un propósito: Ella. Quererla. Siempre.

Me gustaría que pudiera conocer lo que siento por ella, ese amor desmedido e incondicional que me desborda. Porque puede que no esté con ella, pero la voy a querer siempre. Hay cosas que no están bajo mi control.

Junto a ella percibí que la vida era deliciosa y todo encajaba a su alrededor: cada libro leído o por leer, cada película, cada abrazo. Todo formaba parte del camino hacia ella. Toda una vida dirigida a descubrirla cada día, a quererla un poco más cada momento. Joder, es increíble el dolor que siento ahora.

Hace cinco días nos abrazábamos hablando del futuro, y ahora sólo existe el recuerdo. Lo más terrible de todo es que nunca podré olvidar lo que ni siquiera ha llegado a suceder. ¿Qué voy a hacer ahora con todos los besos que guardé para ella, con tantas ilusiones, con tanto amor? Tengo la certeza de que el futuro a su lado era un mundo emocionante de amor incondicional, y ahora esa felicidad se me escapa entre los dedos.

Pese a todo, pese a llorar y sentirme fatal, queda una llama. Quizá algún día decida quererme, aunque sea un poco. Y quizá en ese momento empiece a notar todo lo bonito que podemos hacer juntos, y toda la felicidad que nos espera.

Me duele el alma.

Escrito del tirón y sin revisar. 


sábado, 22 de junio de 2024

Duele

Anoche fue una de esas noches que parecen sacadas del comienzo de algún cuento. El cielo se vistió de gala para presentarnos un espectáculo que ocurre solo una vez cada veinte años: la coincidencia del solsticio de verano con la luna llena.

Cené con mi novia. La velada fue perfecta: miradas cómplices, manos entrelazadas y una conexión que parecía aún más fuerte sentados en su terraza a la luz de la luna llena. 

Incluso pude ver una estrella fugaz, cosa casi imposible en esta ciudad. En ese momento el futuro se vislumbraba brillante y lleno de promesas. Hablamos de atardeceres frente al mar y de casas bonitas con piscina.

Sin embargo, esta mañana la magia se desvaneció con un mensaje que me rompió el alma. Mi novia me explicó que necesita tiempo, que no está segura si quiere seguir teniendo una pareja. Teniéndo(me) como pareja, digo.

El dolor es profundo porque la quiero con todo mi ser. Ademas, que a mi edad ya comprendo el significado de los tiempos de reflexión. No significan tiempo. Significan distancia. Es un “aléjate de mi” suavizado. Y duele.

La he querido y la quiero con locura, como lo más bonito que me ha pasado. Pero debo aceptar las hostias que da la vida. Esta ha sido atroz, con la mano abierta y echando el brazo muy atrás. Me tambaleo. Estoy desorientado y a punto de caer.

Mientras trato de mantenerme en pie, dolorido, recuerdo nítidamente que cuando vi la estrella fugaz pedí un deseo. Debí vocalizar mal. Que no, de verdad, que no era esto.

En fin, que esta coincidencia celestial, que tan rara vez se presenta, me ha jodido la vida. Y eso que ayer, eso de mirar al cielo parecía ilusionante. Me quedaré con que fue otra noche mágica junto a ella (¿la última?), y aunque el amanecer trajo incertidumbre y tristeza, sé que el tiempo sanará las heridas.

La magia de la vida radica en su capacidad de sorprendernos, de enseñarnos y de recordarnos que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una luz que nos guía hacia adelante.

Pero como duele. Duele de cojones. Duele como si el universo hubiera decidido arrancarme a tirones la única estrella que daba sentido a mi cielo. Duele porque sin ella la soledad se siente más fría y el silencio más pesado. 

Porque la ausencia de su risa, de su mirada, de su calor, es un vacío que me consume por dentro. Y aunque mantengo que el tiempo sanará las heridas, ahora mismo ese tiempo se siente como un enemigo despiadado, alargando el sufrimiento, manteniendo viva la esperanza de un retorno que quizá nunca llegue. Cruzo dedos con todas mis fuerzas para que no sea así.

Debo seguir adelante, encontrar fuerza en algún rincón de mi ser, aprender a vivir con este dolor y, eventualmente, dejar que se convierta en un recuerdo tolerable. Porque la vida sigue, aunque ahora parezca imposible. Y aunque el camino esté lleno de noches sin dormir, encontraré la paz.

Pero hasta entonces, duele. Duele más de lo que jamás imaginé posible.

Porque te he querido con toda mi alma.

viernes, 7 de junio de 2024

Dios jugando a los dados

Hace cuarenta años, éramos compañeros de colegio, niños llenos de sueños y promesas de un futuro aun por llegar. 
La vida nos separó, cada uno tomando caminos diferentes, pero sin saberlo, nuestras acciones, elecciones y gustos seguían un mismo patrón. Nuestros caminos se entrelazaban, unidos por un hilo rojo que tejía complejos dibujos.

Sin tener noticias del otro, ambos desarrollamos un profundo amor por la lectura. Nos sumergíamos en las mismas páginas, experimentando las mismas emociones, sin saber que el otro compartía esa misma pasión. Las coincidencias no se detuvieron ahí. Comprábamos libros en los mismos lugares, visitábamos las mismas ferias de libros y, en más de una ocasión, estuvimos a pocos pasos uno del otro, rozando el momento de volver a conocernos, pero siempre faltando un suspiro para que nuestras miradas se encontraran.

He estado en una reunión en el mismo edificio en el que ella vivía mientra vivía allí. Hemos debido estar a pocos metros de distancia, e incluso cruzarnos en el pasillo, pero no nos vimos. O quizá sí, y no nos vimos porque no tocaba que fuese en ese momento.

Las series de televisión fueron otro punto de conexión. Nos enganchamos a las mismas historias y personajes. Cuando descubrimos “Seinfeld”, nos encantó, comentando cada episodio con nuestros amigos, aunque en distintos círculos. Incluso años después, volvimos a verla por separado, pero con la misma pasión. Hubo noches en que sintonizamos el mismo capítulo al mismo tiempo, riendo con las mismas bromas, sin saber que, en algún lugar cercano, el otro estaba allí, compartiendo el mismo momento.

La música fue otro lenguaje común. Tarareábamos las mismas canciones, asistíamos a los mismos conciertos. En algún festival de música, estuvimos en la misma multitud, moviéndonos al mismo ritmo, nuestros corazones latiendo al compás de las mismas melodías, sin llegar a vernos, pero sintiéndonos.

El destino, con su humor caprichoso, nos condujo a un reencuentro en una parada de autobús frente a un parque. Nuestras miradas al fin se cruzaron y, en ese instante, todo cobró sentido: era como si Dios hubiera estado jugando a los dados, moviendo piezas en un tablero invisible para unirnos de nuevo. Descubrimos que, a lo largo de esos cuarenta años, habíamos vivido vidas sorprendentemente paralelas. Desde los libros que leíamos hasta los lugares que visitábamos, parecía que una fuerza divina había estado guiando nuestros pasos, asegurándose de que, a pesar del tiempo y la distancia, nunca estuviéramos realmente separados.

Ahora, mientras entrelazamos nuestros caminos y recordamos aquellos años separados pero extrañamente conectados, no podemos evitar sentir que, tal vez, hay un plan mayor. Porque tal vez Dios juega a los dados, pero siempre conoce exactamente dónde caerán.