Hace cuarenta años, éramos compañeros de colegio, niños
llenos de sueños y promesas de un futuro aun por llegar.
La vida nos separó, cada uno tomando caminos diferentes, pero sin saberlo, nuestras acciones, elecciones y gustos seguían un mismo patrón. Nuestros caminos se entrelazaban, unidos por un hilo rojo que tejía complejos dibujos.
Sin tener noticias del otro, ambos desarrollamos un profundo amor por la lectura. Nos sumergíamos en las mismas páginas, experimentando las mismas emociones, sin saber que el otro compartía esa misma pasión. Las coincidencias no se detuvieron ahí. Comprábamos libros en los mismos lugares, visitábamos las mismas ferias de libros y, en más de una ocasión, estuvimos a pocos pasos uno del otro, rozando el momento de volver a conocernos, pero siempre faltando un suspiro para que nuestras miradas se encontraran.
He estado en una reunión en el mismo edificio en el que ella vivía mientra vivía allí. Hemos debido estar a pocos metros de distancia, e incluso cruzarnos en el pasillo, pero no nos vimos. O quizá sí, y no nos vimos porque no tocaba que fuese en ese momento.
Las series de televisión fueron otro punto de conexión. Nos enganchamos a las mismas historias y personajes. Cuando descubrimos “Seinfeld”, nos encantó, comentando cada episodio con nuestros amigos, aunque en distintos círculos. Incluso años después, volvimos a verla por separado, pero con la misma pasión. Hubo noches en que sintonizamos el mismo capítulo al mismo tiempo, riendo con las mismas bromas, sin saber que, en algún lugar cercano, el otro estaba allí, compartiendo el mismo momento.
La música fue otro lenguaje común. Tarareábamos las mismas canciones, asistíamos a los mismos conciertos. En algún festival de música, estuvimos en la misma multitud, moviéndonos al mismo ritmo, nuestros corazones latiendo al compás de las mismas melodías, sin llegar a vernos, pero sintiéndonos.
El destino, con su humor caprichoso, nos condujo a un reencuentro en una parada de autobús frente a un parque. Nuestras miradas al fin se cruzaron y, en ese instante, todo cobró sentido: era como si Dios hubiera estado jugando a los dados, moviendo piezas en un tablero invisible para unirnos de nuevo. Descubrimos que, a lo largo de esos cuarenta años, habíamos vivido vidas sorprendentemente paralelas. Desde los libros que leíamos hasta los lugares que visitábamos, parecía que una fuerza divina había estado guiando nuestros pasos, asegurándose de que, a pesar del tiempo y la distancia, nunca estuviéramos realmente separados.
Ahora, mientras entrelazamos nuestros caminos y recordamos aquellos años separados pero extrañamente conectados, no podemos evitar sentir que, tal vez, hay un plan mayor. Porque tal vez Dios juega a los dados, pero siempre conoce exactamente dónde caerán.
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