Cuentan que existe una antigua leyenda: la del hilo rojo del destino. Dicen que los dioses atan un hilo invisible alrededor del tobillo de aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias.
Ese hilo puede tensarse, enredarse o alargarse, pero nunca se rompe. Es un lazo invisible que une a dos personas cuyas vidas están destinadas a cruzarse, de una manera u otra. Por más que la vida los aleje o los ponga en caminos divergentes, ese hilo permanece, latente, esperando el momento preciso para hacer que los dos extremos se encuentren.
Esta leyenda, que ya mencioné antes, habla de conexiones invisibles, de encuentros que parecen casuales, pero que en realidad están escritos en el tejido del destino. Aunque no podamos ver ese hilo, quizá nos guía, tirando suavemente de nosotros hacia direcciones que no comprendemos hasta que, de pronto, todo encaja, como piezas que completan un rompecabezas.
Durante mucho tiempo consideré la vida como una sucesión de eventos fortuitos, casualidades que se amontonaban sin sentido aparente. Pero al mirar hacia atrás, me pregunto si, quizá, todo esto ha sido obra de ese hilo rojo del que habla la leyenda. Tal vez he estado siguiendo un camino ya trazado por fuerzas invisibles, donde cada paso, cada giro y cada persona que he encontrado estaba ya destinada a estar allí.
Permíteme compartir algunas de las casualidades más evidentes que he notado. Dado que el hilo rojo suele estar asociado al amor, comenzaré por aquellas conexiones que han sido tan intensas y peculiares, que me hacen dudar de que todo sea simplemente aleatorio. Las personas a las que amamos parecen mantener siempre una conexión, como si las puertas entre nosotros no se cerraran por completo y el destino me ofreciera una oportunidad más para seguir el juego. Comencemos...
He amado profundamente solo a dos mujeres. Dos mujeres que, sin saberlo, compartían algo más que mi afecto. Ambas conocían a un hombre en común a través de las redes sociales. Al principio, no le di importancia, pero con el tiempo esa coincidencia comenzó a adquirir un peso inquietante. La primera de ellas me confesó que había tenido una breve relación con ese hombre. La segunda no mencionó nada, pero las señales me hicieron intuir que, de algún modo, él también había conocido sus secretos más íntimos. Y yo, como si el guion ya estuviera escrito, llegué antes en un caso y después en el otro. Los engranajes del azar parecían sugerir que, tal vez, ambas pertenecían a un mismo grupo, que se habían visto e incluso conversado. Pensándolo de otro modo, una podría haberme llevado hasta la otra.
Luego está mi mejor amigo, Roberto. Compartimos muchos años de amistad hasta que él se casó con Nuria, una amiga de nuestro círculo. Durante un tiempo, sus vidas parecían seguir un curso sencillo, hasta que la empresa en la que trabajaba Nuria cerró, dejándola en el paro. Y fue entonces cuando los hilos invisibles volvieron a tensarse: Nuria acabó trabajando en la empresa de una exnovia mía, Belén. Lo curioso es que Belén también tenía una conexión conmigo, ya que colaboraba con la editorial donde publico mis relatos. Como si todo estuviera orquestado, Nuria se desplazó de un grupo a otro, movida por el azar, pero siempre orbitando en ese círculo cerrado que une mis relaciones pasadas y presentes.
Y como si los hilos del destino no estuvieran ya suficientemente entrelazados, resulta que Belén tiene una compañera que vive en mi barrio. No solo en mi barrio, sino en mi mismo edificio, y no solo en el edificio, sino en mi misma planta. ¿Casualidad? Quizá. Pero a medida que las coincidencias se acumulan, me resulta cada vez más difícil pensar que todo esto sea obra del azar. A veces me pregunto si cada puerta que abro, cada paso que doy en los pasillos de mi vida, no está guiado por una mano invisible que se empeña en recordarme que todo está interconectado.
Luego está Alicia, una relación que quedó en el pasado, pero que, como todo en esta historia, no estaba tan lejos como parecía. Después de muchos años sin contacto, terminó trabajando en el mismo edificio que yo. Lo curioso es que, aunque nuestras oficinas estaban separadas por unas pocas plantas, nuestros caminos nunca se cruzaron. ¿O sí? Tal vez compartimos el mismo ascensor sin saberlo, tal vez nuestros pasos se rozaron alguna vez, tan cerca y a la vez tan lejos.
Y así continúan las coincidencias. Un día, mientras trabajaba en un banco, aseguré la casa de un pueblo. Mandé el documento a la impresora y lo dejé un rato sin recoger. Al momento, una compañera se levantó y preguntó, sorprendida, quién era de ese pueblo. Resulta que esa compañera es prima de una exnovia, Rosa. Me mostró fotos y me habló de ella, quien ahora vive en otro país. De nuevo, una coincidencia precisa, demasiado precisa para no darle un segundo pensamiento.
Podría seguir con Eva, con quien tuve un noviazgo que parecía destinado a llevarnos al altar, hasta que nos perdimos de vista. Años después, su nombre reapareció en un expediente sobre mi escritorio. Comprobé la intranet, y efectivamente, éramos compañeros de trabajo. ¿Sería el destino? Chateamos alguna vez, hablamos de quedar a comer, pero todo quedó ahí. O al menos eso pensé, hasta que un día, llevando a mi hija a clase de piano, alguien me tocó el hombro. Era Eva, que llevaba a su hijo a la misma escuela y en los mismos horarios.
Y si dejamos de lado el amor, las coincidencias siguen. En uno de esos viajes de jubilados, mi madre conoció a una mujer que le resultaba familiar. Hablando, descubrieron que esa mujer era la madre de Alberto, un compañero de mi infancia. Alberto y yo habíamos compartido años en la misma clase, pero lo curioso es que, años después, trabajaba en la charcutería frente a mi casa. Durante años, nos miramos y hablamos sin reconocernos. Como si el destino hubiera decidido separarnos, solo para volver a unirnos cuando los hilos decidieron revelarse.
Cuando uno mira atrás y ve cómo se entrelazan los eventos de su vida, es difícil no preguntarse si todo esto sucede por una razón. Si, en realidad, esos encuentros fortuitos y esos caminos cruzados son parte de un plan mayor que escapa a nuestra comprensión. Quizá el hilo rojo exista y, aunque no lo veamos, esté ahí, guiando nuestros pasos en un tablero que no controlamos. Y al final, solo cuando todas las piezas encajan, entendemos que nada es fruto del azar.
Quizá, solo quizá, al tirar de cualquiera de esos hilos, habría retomado algún contacto. Quizá habría recuperado una relación.
Lo dejaremos en un gran quizá.