Subí a su casa nervioso. Un ramo de flores adornaba mi mano derecha mientras tocaba el timbre. La puerta se abrió y allí estaba ella, tan bonita como siempre, con esa sonrisa que tanto me gusta y que dejaba entrever felicidad. Nos abrazamos fuerte, con el cariño a flor de piel. De fondo, sonaba música tranquila que ella había elegido.
Me enseñó su casa, tan personal y bonita como ella. Rincones
cuidados, adornados. Todo impregnado de su aroma, de su deliciosa presencia. Una terraza luminosa llena de plantas cuidadas con esmero.
Tomamos unas copas mientras reíamos a carcajadas. La
complicidad hacía que cada conversación y cada tímida caricia fueran sencillas.
Se sentó sobre mis rodillas y pude acariciarle la cintura. Y, al fin, besarla.
Volví a ese beso de los 14 años en el que el alma se te escapa entre los
labios. Porque, joder, la quiero. Eramos dos y ahora uno.
Desde ese momento todo fueron caricias y risas. Amor
brotando a borbotones en cada palabra. Nos alimentamos mutuamente con las
manos, alternando bocados con besos. Ella me acariciaba bajo la camisa mientras
yo disfrutaba de sus firmes pechos.
Y al final, la cama. El lugar en el que siempre quise estar
y del que ya no quiero salir. Hicimos el amor con cariño y ternura, notando
nuestras pieles y disfrutando de largos abrazos. El destino nos había traído donde
siempre debimos estar. Pasamos horas
tumbados, acariciándonos, hablando e interrumpiéndonos en casi todas las frases
con besos incontrolados. Hablamos como sólo pueden hacerlo los que se aman de
verdad.
Nos vestimos entre risas buscando la ropa por el suelo de la
casa.
Y allí, en ese momento, robándonos besos el uno al otro mientras acariciaba su cintura y ella me abotonaba la camisa, supe que era ella. Que la quiero con toda mi alma. Que ella es el sitio al que siempre me dirigí.
Te haré
café, te despertaré con caricias y me ayudarás a abotonarme la camisa mientras te interrumpo con besos. Nos
daremos más felicidad de la que podamos soñar.
Porque mi mundo está allí. A tu lado, mi amor.
Te quiero.