09 enero 2025

El despertar del Flow

Jorge llevaba una vida tan tranquila y predecible que hasta las palomas del parque bostezaban al verlo pasar. Cada mañana, a las 7:00 en punto, su despertador sonaba con un pitido agudo que podría despertar hasta a los muertos, pero Jorge, maestro en el arte del manotazo, lo apagaba sin siquiera abrir los ojos. Todo era aburridamente normal… hasta que llegó ESE LUNES.

Ese lunes a las 6:45, Jorge abrió un ojo y parpadeó, confundido. No era la hora de levantarse, pero algo lo había despertado. Y no era el pitido habitual. Era una VOZ. Grave. Autoritaria. Y, para su horror, muy sarcástica.

—¡Arriba, vago! Hoy es el día en que dejas de ser un mueble con patas.

Jorge, todavía medio zombi, miró el despertador. ¿Estaba hablando? El aparato, como si leyera sus pensamientos, lo interrumpió:

—Sí, soy yo, tu despertador. Y estoy HARTO de tu flojera. O te levantas ahora mismo, o activo el “modo infernal”.

—¿Qué es el “modo infernal”? —balbuceó Jorge, pensando que todo era un mal sueño.

Pero antes de terminar la frase, el despertador dio un salto. ¡Sí, un salto! Se lanzó de la mesilla al suelo y empezó a deslizarse por el parqué.

—¡Vamos, campeón! ¡Atrápame si puedes!

Jorge, con el cerebro aún aletargado, se lanzó detrás del aparato, pero lo único que consiguió fue pisar ropa tirada por el suelo y tropezar con un cojín. Mientras se reincorporaba, el despertador, que parecía disfrutar del espectáculo, soltó en tono burlón:

—Inútil.

Cuando finalmente logró acorralarlo contra la pared, el despertador encendió su pantalla y apareció un mensaje digno de una película de acción: “NIVEL 2: DEMUESTRA TU FLOW” Acto seguido, empezó a sonar reguetón a un volumen que hizo vibrar los cristales y activó las alarmas de un par de coches en la calle.

—¿Qué… qué coño es esto? —gritó Jorge, tratando de desconectar el enchufe. Pero el enchufe no estaba allí. ¡El maldito aparato era inalámbrico!

La pantalla volvió a parpadear, esta vez con un nuevo desafío: “Si quieres que pare… ¡BAILA!

Jorge miró al despertador con incredulidad, pero el volumen subió otro nivel. No tuvo elección. Con lágrimas en los ojos y una dignidad que ya estaba a la altura del suelo, empezó a mover el trasero. Primero tímidamente, como un burro espantando moscas, pero luego, al ver que el aparato no cedía, se entregó. Movió las caderas como poseído por algún demonio caribeño.

 El despertador, satisfecho, bajó el volumen.

—No está mal para ser un novato. Pero mañana practicamos vallenatos. 6:30 en punto. No me falles, campeón.

Desde aquel día, Jorge nunca volvió a ser el mismo. Ahora se levanta antes que el sol, lleva una visera al revés, desayuna con gafas de sol puestas, y cada vez que suenan cumbias, vallenatos o cualquier otro ritmo tropical, sus pies se mueven solos. En la oficina, ya no es Jorge el aburrido. Ahora es Jorge “El Flow”, el que organiza coreografías en las reuniones y saluda al jefe con un high five.

Eso sí, todavía busca la manera de deshacerse del despertador. Pero cada vez que lo intenta, el aparato tose ligeramente y le lanza un guiño luminoso desde la mesita de noche, como diciendo:

—Qué va...Tú y yo somos puro flow, my friend.

* - Después de un tiempo escribiendo cosas serias, me preguntaba si podía escribir algo más ligero. Escrito a la vuelta de vacaciones pensando cómo podría ser más jodido lo de madrugar (con perdón por la expresión).


02 enero 2025

Volveremos a jugar

Cuando éramos jóvenes, durante las infinitas noches de verano nos bastaba una moneda y unos vasos para crear un mundo entero. El juego era simple: hacíamos rebotar la moneda en la mesa, intentando que cayera en alguno de los vasos dispuestos en forma de pirámide. Si lo lograbas, dictabas el destino de los demás: un vaso, tres, o quizás ninguno.

No era el juego en sí lo importante, aunque nos hacía reír a carcajadas. Era el momento: la complicidad, las bromas, el sabernos juntos en esa pequeña burbuja de juventud. No lo sabíamos entonces, pero el durito era más que un pasatiempo; era un puente que nos unía.

Hace poco me llegó una noticia que me desarmó. Bárbara, una de esas amigas de veranos, risas y complicidades, estaba gravemente enferma. La idea de reunirnos para recordarla, para despedirnos, surgió de inmediato. Y, claro, pensamos en el durito, en recuperar esa magia sencilla que nos definió.

Pero luego, con el corazón apretado, entendí que no podría ser. Que aunque volviéramos a reír y abrazarnos, habría una sombra inevitable en cada mirada, en cada gesto. Porque habría una última moneda lanzada, una última carcajada, un último abrazo. Y todos sabríamos que sería el último.

La vida se nos escapa entre los dedos, como el agua o la arena. Pero prefiero quedarme con el sonido de las carcajadas auténticas, con el eco de nuestra felicidad, de nuestra infinita amistad de juventud, antes que con las miradas de una despedida definitiva.

Prefiero que el último recuerdo sea de vida, no de pérdida.

Gracias por tanto, Bárbara.

Volveremos a jugar.