11 abril 2025

La voz que acaricia el silencio

En el Madrid de las prisas, donde los días corren como si alguien les pisara los talones, vivía Belén, una pelirroja de melena siempre un poco revuelta, como si el viento le dejara un último beso al pasar. Su piso, en un barrio lleno de vida, era un caos acogedor: libros por todos lados, un caballete con un lienzo a medio empezar, y tazas de café olvidadas como migas de su rutina.

Tenía una voz que, sin saberlo, atrapaba. Cálida, con un punto grave que se quedaba dando vueltas. No importaba si pedía agua o leía en voz baja un poema; cuando hablaba, algo pasaba. Las conversaciones se ralentizaban. Si leía, parecía que el mundo se paraba un poco para oírla.

Pero ella no lo veía. Para Belén, su voz era tan normal como el ruido de la calle o el olor a pan que a veces se colaba por la ventana. De niña, los profesores siempre la ponían a leer en voz alta. “Belén, qué bien lees”, le decían. Y ella se tapaba con el pelo, soltando un “qué va, no es para tanto”. 

Siempre pensó que eran cumplidos de cortesía. Lo que a ella de verdad le gustaba era pintar. Se quedaba horas frente a un lienzo, intentando atrapar los colores que le rondaban la cabeza: los naranjas de un atardecer, los verdes apagados de un parque en invierno. Pero nunca quedaba contenta. “Esto no es lo mío”, murmuraba al ver los cuadros en las galerías o los murales de su barrio. Su voz, en cambio, no le parecía nada especial. Era solo ella, hablando.

Cada sábado por la mañana iba a una librería pequeña, de esas que parecen haber olvidado en qué año están. Un cartel a mano decía “Cuentacuentos, 11:00”. Empezó a leer allí por casualidad, cuando la dueña, Carmen, la escuchó recitar un trozo de Matilda mientras hojeaba un libro. Desde entonces, cada semana, Belén se sentaba en una silla que crujía al moverse, su melena roja bajo una lámpara vieja, y leía.

Los niños, al principio inquietos, acababan en silencio, con los ojos bien abiertos. Veían piratas, dragones, lo que fuera que ella les contara. Los padres, que solo iban por cumplir, terminaban sentados en el suelo, igual de enganchados. Una vez, una mujer al fondo, con los ojos brillando, le dijo: “Cuando tú lees, es como si mi madre volviera a contarme cuentos”. Belén sonrió, incómoda, y desvió la conversación.

Una tarde de octubre, con el aire fresco y las aceras llenas de hojas secas, un hombre mayor se le acercó al terminar la sesión. Llevaba una bufanda raída y un cuaderno gastado.

—Trabajo haciendo audiolibros —le dijo, ajustándose las gafas—. He escuchado muchas voces. La tuya tiene algo distinto. ¿Te animas a grabar?

Belén se quedó quieta, el pelo tapándole media cara.

—No, qué va. No valgo para eso —respondió, casi riéndose.

El hombre dejó una tarjeta sobre el mostrador, insistió con amabilidad y se fue. Ella la guardó en el bolso, segura de que no iba a llamarlo.

Esa noche, en casa, se sentó frente a un lienzo que llevaba semanas sin tocar. Intentó pintar. Nada. Frustrada, abrió un libro que tenía a mano —La casa de los espíritus— y empezó a leer en voz alta, solo para despejarse. Las palabras llenaron el cuarto. Y, por primera vez, se escuchó de verdad. No era solo leer. Era algo más. Algo suyo.

Un par de días después, hurgando en el bolso, encontró la tarjeta. La miró un rato, dudando. Al final, con el corazón en la garganta, marcó el número. Cuando alguien atendió, dijo, con esa voz suya que no buscaba llamar la atención y sin embargo lo hacía:

—Hola, soy Belén. Creo que… me gustaría probar.

Y justo entonces, por un instante, la ciudad pareció quedarse en silencio. Como si Madrid se detuviera un segundo. 

Solo para escucharla.


25 marzo 2025

El Misterioso Caso de los Jefes que Fermentaban

Trabajaba yo en un banco inglés. Todo muy serio, muy Excel, muy protocolo. Café de máquina que sabía a plástico derretido, pasillos que olían a tóner y a miedo contenido. Jerga financiera, trajes grises para almas grises, y reuniones donde se hablaba sin decir nada durante horas, con el entusiasmo de un velatorio.

Hasta que venían ellos. Los jefes ingleses.

Aparecían sin previo aviso, como plagas bíblicas, pero con traje. A revisar cosas. A supervisar. A existir. Señores con panza visible, abombada, orgullosa. Trajes tensados, chalecos pidiendo auxilio. Caminaban con paso digno, como si la gravedad fuera para los pobres. Voz baja. Acento británico tan refinado que hacía que hasta un “stapler” sonara a tratado de paz.

Y entonces almorzaban.

Y dejaban de ser personas.

Regresaban de la comida con el andar torcido y el aliento inflamable. Algunos entraban trazando diagonales.

No sudaban: destilaban. El más pequeño parecía una cuba de roble con corbata. Uno de los más grandes —panza nivel luna llena— lograba que su barriga llegara a los sitios tres segundos antes que él.

Voces pastosas. Pieles color langosta. Alguno rojo como un demonio. Las venas de sus narices encendidas en RGB. Ojos como faros náuticos en la niebla. Se agarraban a las mesas con una mezcla de miedo, cariño y diplomacia. No, realmente no era cariño: era porque el suelo parecía haberse convertido en un castillo hinchable.

Vi como uno pasó media hora intentando abrir su portátil desde el lado de las bisagras.

Lo más desconcertante era que nadie —nadie— comentaba nada. Era lo habitual.

Yo empecé a sospechar. No era solo borrachera. Era alquimia.

Esos hombres fermentaban. Eran hombres-panza con un sistema digestivo diseñado para la fermentación espontánea. Como criaturas mitológicas que solo se activan con whisky escocés. Tenían un metabolismo creado para alcanzar el punto de ebullición etílica a eso de las 14:30.

Había incluso una norma no escrita: nadie fumaba a su lado.

No por cortesía. Por miedo a que estallaran en llamas.

Aquellos cuerpos redondos, saturados de alcohol, eran básicamente bidones humanos. Si alguien encendía un cigarro a medio metro de uno de ellos, corríamos el riesgo de provocar una deflagración con acento de Oxford.

Al día siguiente, como siempre… nada.

—Good morning.
—Lovely weather, isn’t it?
—Would you like a biscuit?

Como si nada. Trajes perfectos. Sonrisas sobrias. Aliento a menta y silencio.

Y entonces lo entendí todo.

El alcohol inglés no emborracha. Revela.

Lo que yo veía era su forma verdadera: caballeros de panza redonda, barricas andantes, profetas del caos financiero, que solo al beber cruzaban el umbral de lo humano. Una vez lubricados por el espíritu de Escocia, accedían a una realidad paralela donde las cifras cuadraban.

Y yo… pues tuve que aprender a vivir con eso. Como los otros.

A rellenar informes mientras esquivaba ejecutivos en trance. A no juzgar si alguien se ponía a hablarle de reestructuración de deuda a la señora de la limpieza.

Porque si algo aprendí en ese banco es que lo único que puedes hacer con un jefe cocido… es servirle otro té. Con hielo. Y vodka.

Y con un poco de resignación existencial.

 

22 marzo 2025

ScroTop®

A todos los hombres nos preocupa quedarnos calvos. Es así. Podemos hacer como que no, decir que es “madurez” o “testosterona bien invertida”, pero en el fondo, cuando vemos pelos en la almohada, nos tiemblan los huevos. Y hablando de huevos… llegaremos a eso.

Hoy existen tratamientos, claro. Implantes, láser, ungüentos que huelen a química y desesperación. Incluso hay famosos que se han lanzado de cabeza —literalmente— a la repoblación. Miren a Nadal: se puso un pelazo… y seis meses después parecía que se lo habían prestado por horas. Una suscripción de pelo.

Pero yo, que soy un genio incomprendido y observador de lo que importa, un día… un día tuve una epifanía.

Me estaba duchando, mirando abajo… y pensé:

“¡Yasta! Eureka o como se diga eso.”

Hice un descubrimiento que debería estar en Nature o en la Biblia: el pelo de los huevos no se cae jamás. Ese sí que no abandona. Firme. Valiente. Con textura de esparto y olor a decisiones cuestionables, pero resistente como el orgullo de un cuñado.

Me iluminé: ¿por qué no usar ese pelo para la cabeza? Imagínate las posibilidades. Melenas densas, rizadas, con la textura de una alfombra persa mojada. Un afro-pelopúbico que desafía la gravedad y el buen gusto. Peinados que se mueven como si tuvieran voluntad propia. Una mezcla entre arte moderno y zonas prohibidas. Valdría la pena. Porque nadie quiere parecer Lex Luthor si puede parecer Chewbacca.

Sí, lo tenía. ¡Pelo-polla en la cabeza!

Pero claro, tocaba asumir ciertos riesgos. Ladillas en la frente. Picazón existencial. El peluquero usando guantes quirúrgicos. Y tú comprando champú para “todo tipo de genitales”. Pese a todo, una Ideaka.

¿Pegarían por ello? Por supuesto. En un mundo donde Bad Bunny llena estadios, cualquier cosa es posible.

Me puse en contacto con universidades y científicos. Todos alucinaron. Y fui el primero de una saga. En pocos días prepararon una clínica. Era rara. Parecía una ferretería de barrio reconvertida. Olía a talco y secretos.

Me recibió un hombre calvo con barba espesa y ojos de quien ya no siente miedo.

“Yo también quiero”, me dijo, señalándose la cabeza. Mi plan funcionaría. Había adeptos.

El procedimiento fue sencillo.

Primero me anestesiaron la dignidad.

Después me cubrieron los ojos y oí frases como: “¡Cosecha lista!” y “¡Preparen el injertador, modelo genital!”.

No pregunté. No quería saber.

Al despertar, me vi en el espejo.

Mi cabeza parecía recubierta de felpa satánica. Pelazo. Corto, negro, rizado. Pegado al cráneo como si lo hubieran soldado. Un Lenny Kravitz de barrio.

Era como si un kiwi hubiera tenido una noche de pasión con un estropajo.

Pero… La madre de Dios ¡menudo pelazo!

Los primeros días fueron intensos.

— Un niño en el parque gritó: “¡Mamá, ese señor tiene sobaco en la cabeza!”

Y claro, el olor. No es que oliera mal. Era un aroma… confuso. Lascivo. Como si mi cabeza me recordara cosas que preferiría olvidar.

Empecé a usar champú íntimo para ducharme.

Tuve que explicárselo al de la farmacia.

No me creyó. Ahora me manda memes.

Pero oye, que la gente me respeta.

Un barbero me pidió permiso para estudiarme.

Una secta me envió una carta diciéndome que soy “el elegido”.

Era un hombre nuevo.

Tanto que decidí montar mi propia empresa. La ciencia tiene que dejar de perder el tiempo con cohetes y empezar a mirar lo que importa. Por eso dije que ya basta. Que si la naturaleza no quiere que tengamos pelo en la cabeza, pues lo tomamos de donde sí crece con rabia y constancia. Porque a falta de dignidad, siempre queda innovación.

Le puse de nombre ScroTop®, porque sonaba serio, tecnológico... y un poco a amenaza.

Nuestro lema:

“De abajo arriba.”

Conciso. Profundo. Irreversible.

Y funcionó. Vaya si funcionó.

Abrimos la primera clínica en un antiguo videoclub de Valladolid. No cambiamos ni el letrero. Solo lo ampliamos hasta que decía: “ANTES: ALQUILER DE VHS. AHORA: IMPLANTES DE PELAZO.”

La gente entraba confundida… y salía transformada. Con la cabeza llena de ricitos. Y con preguntas nuevas en el alma.

La primera semana fue un éxito rotundo.

Teníamos cola (sin dobles sentidos… o sí) de hombres desesperados, adolescentes experimentales y hasta algún abuelo curioso.

Todos querían el pelazo cojonero.

Yo supervisaba todo, como un Elon Musk del vello pélvico.

— “Este paciente quiere textura de entrepierna con volumen de sobaco.”

— “Ponle el Pack Ibiza: pegado, húmedo y rebelde.”

— “Cuidado con el injerto cruzado. Que luego las cejas se le rizan.”

La demanda creció tan rápido que en un mes abrimos clínicas en Madrid, Buenos Aires y Afganistán.

Nos hicieron una entrevista en La Resistencia. Broncano me tocó la cabeza en directo y dijo: “Tío… esto me parece la polla.”

Y era verdad.

Pero con la fama… vino lo inesperado.

Al principio eran detalles pequeños.

Un cliente me escribió:

“Desde que me implanté, me excito cada vez que me lavan el pelo.”

Otro me llamó, llorando:

“Mi cabeza ronronea cuando me acarician. Literalmente. Hace prrrr.”

Había algo… extraño. Como si el pelo conservara su energía original. Como si aún recordara de dónde venía.

La gente empezó a actuar diferente.

Un contable se tatuó “Poder Hueval” en la nuca y dejó el trabajo para vender incienso en festivales.

Un profesor de instituto se volvió adicto a acariciarse la frente en público. Dijo que le ayudaba a “centrar el chakra perineal”.

Pero el verdadero caos llegó con las ladillas voladoras.

Claro, si el hábitat cambia, la especie evoluciona.

En menos de dos meses ya había brotes de ladillas aladas, del tamaño de un garbanzo.

Volaban bajo. Hacían sombra.

Una señora denunció que una le robó el pendiente.

La OMS nos mandó un correo con el asunto:

“¿Qué cojones estáis haciendo?”

Y lo peor: empezaron a reproducirse en los cascos de las motos compartidas.

Pero ni eso nos detuvo.

La moda ya estaba fuera de control.

Diseñadores lanzaron líneas de ropa que combinaban con el “tono íntimo capilar”.

Influencers subían tutoriales:

“Cómo peinar tu ScroTop en 5 pasos sin parecer salido de un sótano.”

Y entonces llegó el Vaticano.

Emitieron un comunicado oficial:

“El implante de pelo púbico sobre la sede del alma racional podría considerarse una herejía.” Joder, que me excomulgaron.

Dos días después, el Papa fue visto acariciándose la frente con ojos cerrados.

No dijo nada. Solo sonrió. 

Y su pelo hizo prrrrrr.

Lo había conseguido. No solo había traído pelo donde antes hubo desolación. Había creado una revolución.

Un nuevo paradigma estético y moral.

Sí, la gente me mira raro en el metro. Y sí, cuando llueve huelo a recuerdos sucios. Y los peluqueros me odian porque sus tijeras no pueden con esta textura.

Pero mírame.

Tengo pelazo.

Iré al infierno, sí.

Pero con una melena de cojones. Literal.


21 marzo 2025

Lo de siempre

En la oficina de "Consulting Solutions & Bla Bla Bla", los viernes eran como los lunes, pero con algo más de esperanza. Hasta que Marta, la jefa, soltó la bomba:

—Esta noche, copa en Bar Épure, cortesía de la casa. O sea, mía. Vamos a celebrar los... eh... buenos resultados del proyecto ese.

Sus empleados la miraron con la mezcla de respeto y pavor reservada a las madres de dragones o a los jefes de Recursos Humanos.

Nadie preguntó de qué proyecto hablaba. Marta no tenía tiempo para detalles. Ella era de visión global, liderazgo 360 y frases en inglés mal pronunciado.

Marta, treintañera perpetua (según su LinkedIn), soltera por elección ajena, llevaba años trepando por el organigrama con la agilidad de una cabra montesa con MBA. Sus empleados la temían y la admiraban. Bueno, más lo primero.

Llegaron al bar Épure, un sitio fino. Todo blanco, minimalista y lleno de gente que parecía no tener trabajo pero sí relojes de cinco cifras. El ambiente olía a ginebra cara y desprecio por la cerveza. 

Marta entró como si estuviera pisando la alfombra roja de los Goya. Se acercó a la barra con la seguridad de quien finge que viene aquí todos los jueves después del Pilates.

El camarero —un adonis nórdico con nudo de corbata perfecto— se inclinó:

—¿Qué desea tomar, señora?

Marta le clavó la mirada, sonrió como si fueran viejos conocidos, y dijo alto y claro:

—Lo de siempre.

El camarero se quedó tieso. Hizo el gesto universal de “¿perdón?”. Marta, sin inmutarse, repitió:

—Lo de siempre, ya sabes… lo mío.

La plantilla entera, justo detrás, escuchaba en tensión. El becario de la oficina, poco hecho a esto, empezó a sudar frío. Alguien pidió una cerveza para tener algo a lo que agarrarse emocionalmente.

—¿Qué sería exactamente “lo de siempre”? —preguntó el camarero, con una mezcla de paciencia y lástima profesional.

—Venga ya, cariño, no me digas que no te acuerdas... —dijo Marta, girándose hacia su equipo con una risa falsa— ¡Qué cabeza la de este chico! Siempre igual. Un cóctel sin nombre, pero con alma. Ginebra japonesa, albahaca fresca, lágrimas de lima, espuma de trufa blanca... y un toque de humo de sándalo.

—¿Eso es una bebida? —murmuró alguien.

El camarero asintió, como quien acepta que no hay salida.

—Claro, claro… ahora lo preparo.

Tardó quince minutos. Marta, mientras tanto, narraba anécdotas de sus supuestas noches locas “en la barra de este templo del buen beber” donde, según ella, una vez coincidió con Almodóvar, Ferreras y un miembro del elenco de Élite que no podía nombrar por contrato.

Cuando por fin llegó la copa, era una cosa absurda servida en un cuenco de madera, con hielo seco, un pétalo y una ramita que parecía sacada de un Belén. Marta la alzó con teatralidad.

—¡Salud! —gritó, y dio un sorbo… largo.

Se atragantó.

Tosió.

La espuma de trufa blanca le entró por la nariz. El humo de sándalo le nubló las gafas. El pétalo se le pegó en la frente. Y eruptó sonoramente

Mientras intentaba recomponerse, la puerta se abrió y entró una mujer imponente. Pelo recogido, abrigo de marca, perfume caro que te abofeteaba con respeto. Se acercó a la barra.

—Buenas noches. Lo de siempre, por favor.

—¡Claro, señora Maroto! Su vermut blanco con aire de lima, lágrima de vermú rosado y aceituna deshidratada.

Todos miraron a Marta. Ella bajó la copa, ahora chorreando, se quitó el pétalo de la frente y trató de mantener la dignidad.

—Justo eso era lo que yo quería —dijo, ya sin voz.

Y como broche de oro, la señora Maroto la miró de arriba abajo y soltó:

—¿Tú no eras la que la semana pasada pidió un tinto con Kas en copa balón?

* - Juro que está basado en algo real.

09 enero 2025

El despertar del Flow

Jorge llevaba una vida tan tranquila y predecible que hasta las palomas del parque bostezaban al verlo pasar. Cada mañana, a las 7:00 en punto, su despertador sonaba con un pitido agudo que podría despertar hasta a los muertos, pero Jorge, maestro en el arte del manotazo, lo apagaba sin siquiera abrir los ojos. Todo era aburridamente normal… hasta que llegó ESE LUNES.

Ese lunes a las 6:45, Jorge abrió un ojo y parpadeó, confundido. No era la hora de levantarse, pero algo lo había despertado. Y no era el pitido habitual. Era una VOZ. Grave. Autoritaria. Y, para su horror, muy sarcástica.

—¡Arriba, vago! Hoy es el día en que dejas de ser un mueble con patas.

Jorge, todavía medio zombi, miró el despertador. ¿Estaba hablando? El aparato, como si leyera sus pensamientos, lo interrumpió:

—Sí, soy yo, tu despertador. Y estoy HARTO de tu flojera. O te levantas ahora mismo, o activo el “modo infernal”.

—¿Qué es el “modo infernal”? —balbuceó Jorge, pensando que todo era un mal sueño.

Pero antes de terminar la frase, el despertador dio un salto. ¡Sí, un salto! Se lanzó de la mesilla al suelo y empezó a deslizarse por el parqué.

—¡Vamos, campeón! ¡Atrápame si puedes!

Jorge, con el cerebro aún aletargado, se lanzó detrás del aparato, pero lo único que consiguió fue pisar ropa tirada por el suelo y tropezar con un cojín. Mientras se reincorporaba, el despertador, que parecía disfrutar del espectáculo, soltó en tono burlón:

—Inútil.

Cuando finalmente logró acorralarlo contra la pared, el despertador encendió su pantalla y apareció un mensaje digno de una película de acción: “NIVEL 2: DEMUESTRA TU FLOW” Acto seguido, empezó a sonar reguetón a un volumen que hizo vibrar los cristales y activó las alarmas de un par de coches en la calle.

—¿Qué… qué coño es esto? —gritó Jorge, tratando de desconectar el enchufe. Pero el enchufe no estaba allí. ¡El maldito aparato era inalámbrico!

La pantalla volvió a parpadear, esta vez con un nuevo desafío: “Si quieres que pare… ¡BAILA!

Jorge miró al despertador con incredulidad, pero el volumen subió otro nivel. No tuvo elección. Con lágrimas en los ojos y una dignidad que ya estaba a la altura del suelo, empezó a mover el trasero. Primero tímidamente, como un burro espantando moscas, pero luego, al ver que el aparato no cedía, se entregó. Movió las caderas como poseído por algún demonio caribeño.

 El despertador, satisfecho, bajó el volumen.

—No está mal para ser un novato. Pero mañana practicamos vallenatos. 6:30 en punto. No me falles, campeón.

Desde aquel día, Jorge nunca volvió a ser el mismo. Ahora se levanta antes que el sol, lleva una visera al revés, desayuna con gafas de sol puestas, y cada vez que suenan cumbias, vallenatos o cualquier otro ritmo tropical, sus pies se mueven solos. En la oficina, ya no es Jorge el aburrido. Ahora es Jorge “El Flow”, el que organiza coreografías en las reuniones y saluda al jefe con un high five.

Eso sí, todavía busca la manera de deshacerse del despertador. Pero cada vez que lo intenta, el aparato tose ligeramente y le lanza un guiño luminoso desde la mesita de noche, como diciendo:

—Qué va...Tú y yo somos puro flow, my friend.

* - Después de un tiempo escribiendo cosas serias, me preguntaba si podía escribir algo más ligero. Escrito a la vuelta de vacaciones pensando cómo podría ser más jodido lo de madrugar (con perdón por la expresión).


02 enero 2025

Volveremos a jugar

Cuando éramos jóvenes, durante las infinitas noches de verano nos bastaba una moneda y unos vasos para crear un mundo entero. El juego era simple: hacíamos rebotar la moneda en la mesa, intentando que cayera en alguno de los vasos dispuestos en forma de pirámide. Si lo lograbas, dictabas el destino de los demás: un vaso, tres, o quizás ninguno.

No era el juego en sí lo importante, aunque nos hacía reír a carcajadas. Era el momento: la complicidad, las bromas, el sabernos juntos en esa pequeña burbuja de juventud. No lo sabíamos entonces, pero el durito era más que un pasatiempo; era un puente que nos unía.

Hace poco me llegó una noticia que me desarmó. Bárbara, una de esas amigas de veranos, risas y complicidades, estaba gravemente enferma. La idea de reunirnos para recordarla, para despedirnos, surgió de inmediato. Y, claro, pensamos en el durito, en recuperar esa magia sencilla que nos definió.

Pero luego, con el corazón apretado, entendí que no podría ser. Que aunque volviéramos a reír y abrazarnos, habría una sombra inevitable en cada mirada, en cada gesto. Porque habría una última moneda lanzada, una última carcajada, un último abrazo. Y todos sabríamos que sería el último.

La vida se nos escapa entre los dedos, como el agua o la arena. Pero prefiero quedarme con el sonido de las carcajadas auténticas, con el eco de nuestra felicidad, de nuestra infinita amistad de juventud, antes que con las miradas de una despedida definitiva.

Prefiero que el último recuerdo sea de vida, no de pérdida.

Gracias por tanto, Bárbara.

Volveremos a jugar.