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viernes, 6 de diciembre de 2024

Cosas que un catarro, dos gatos y el teletrabajo pueden enseñarte sobre la iluminación

Esta semana he alcanzado un nuevo estado de iluminación. No, no es que haya entendido el sentido de la vida ni descubierto cómo hacer desaparecer los correos de trabajo pendientes. Es una iluminación muy específica, esa que llega cuando estás acatarrado, teletrabajando y compartiendo espacio vital con dos gatos cuya única misión parece ser recordarte que, en su mundo, tú eres un subordinado con acceso a comida y mantas. Los presento:

Primero está el Sr. Coco, una bestia de proporciones casi mitológicas. Es del tamaño de un pequeño oso y tiene la sutileza de un elefante en una cristalería. Durante una importante videollamada, Coco decidió que el ratón de mi ordenador era una amenaza existencial y se lanzó contra él con toda su corpulencia. El resultado fue la desconexión inmediata de la reunión, un momento de pánico absoluto y la revelación de que quizá Coco no destruye mi trabajo: lo redefine. Él es un activista contra la productividad, un filósofo del caos, un artista abstracto que utiliza mi vida como lienzo.

Por otro lado, está la Sra. Luna, la otra cara de esta moneda peluda. Pequeña, delicada y profundamente cariñosa, parece haber nacido con el único propósito de consolar almas atormentadas. 

En cada reunión, mientras yo me debatía entre la fatiga y la desesperación, Luna siempre decidia acurrucarse en mi regazo, ronroneando con tanta intensidad que, por un instante, olvidaba todo lo que tengo pendiente. Luna no ofrece soluciones; ofrece amor incondicional y, no menos importante, la imposibilidad de levantarte a hacer pis porque, claro, no puedes molestar a la reina. Eres su trono, y ella es una monarca justa, pero inflexible.

Y luego está mi otro amigo, el café, fiel compañero en esta travesía. Porque, si ya es tu combustible habitual, en un catarro se convierte en tu sistema operativo. Cada sorbo es una promesa de que esta vez sí vas a encontrar las fuerzas para abrir ese archivo de Excel que lleva días mirándote desde el escritorio. ¿Resultado? Más café, menos Excel y un debate interno sobre si es ético mentirle a tu jefe diciendo “mi conexión está fallando” cuando en realidad lo que está fallando eres tú.

Porque el café no es solo cafeína; es una conexión directa con algo superior. Cada sorbo me susurra: "Tú puedes con esto", aunque lo único que realmente consigo es observar mi pantalla con la mente en blanco mientras finjo comprender la conversación en la que todos parecen hablar en clave. Sin café, el caos; con café, el caos con sabor.

El teletrabajo, en este contexto, se convierte en un arte de supervivencia. Mientras Coco rediseña mi espacio de trabajo derribando metódicamente todos los objetos de mi escritorio, yo me especializo en el uso de frases como: "Esto merece una vuelta más" o "Dejémoslo en stand-by", que básicamente significa: “Por favor, hablemos de esto otro día cuando no me esté hundiendo en este torbellino de tareas y café.”

Cuando todo se calma, cuando los gatos se quedan dormidos y el café se enfría, llega la gran revelación. Te das cuenta de que el catarro no es una desgracia, es una pausa cósmica. Es el universo diciéndote: "Baja el ritmo, inútil. Nada de esto es tan importante". Claro, el universo tiene un sentido del humor peculiar, porque mientras tú filosofas sobre esto, Coco probablemente está destruyendo algo valioso y Luna te observa con la mirada de quien sabe que todo está bajo su control, incluido tú.

¿La conclusión? La iluminación no está en las grandes epifanías*, sino en aceptar la ridiculez del día a día. Está en comprender que la productividad es un mito para hiperventilados, que los gatos son los verdaderos dueños de la casa, y que el café es el pegamento que lo mantiene todo junto. 

Si un catarro te puede enseñar algo, es que la vida no tiene por qué tener sentido, pero siempre será mejor si la compartes con dos maestros zen peludos que saben exactamente cuándo intervenir para recordarte que el verdadero talento está en no tomarte nada demasiado en serio.

* - Epifanía = "¡Ajá!". Un chispazo de entendimiento.


domingo, 13 de octubre de 2024

Brilla

Dentro de poco asistiré al concierto de Bryan Adams. Como niño aplicado que soy, estoy escuchando sus canciones para aprenderme las letras. Me he dado cuenta de que en muchos casos superan la simple armonía para trasladar mensajes profundos.
Me encanta la canción "Shine a Light", que trata sobre no perder la esperanza y la fe en uno mismo. Y he tratado de escribir un relato sobre ese tema. 

Había nacido en un pequeño pueblo donde la vida transcurría sin prisa. Todos se conocían, y los días se sucedían al ritmo de las estaciones. Su familia siempre había sido su refugio, pero desde pequeño, había sentido que quería más, que el mundo fuera de los límites del pueblo le reservaba algo grande. No es que estuviera insatisfecho, pero sabía que su futuro no estaba allí, entre las mismas calles y rostros de siempre.

El día que se despidió, su padre lo acompañó hasta la puerta de la casa familiar. Ambos sabían que ese adiós sería más largo de lo que ninguno estaba preparado para admitir. Con una mezcla de orgullo y nostalgia, su padre le dijo: "No importa dónde estés o lo que hagas, hijo. Recuerda siempre quién eres y nunca dejes que nada ni nadie apague tu luz." No fue un discurso grandilocuente ni emocional, pero esas palabras quedaron grabadas en su mente.

El viaje a la ciudad fue emocionante al principio. Las luces, la gente, las oportunidades… Todo parecía posible. Pero pronto, la realidad le golpeó con fuerza. La competencia era feroz, la vida no se detenía a esperar que se adaptara, y muchas veces se sintió fuera de lugar. No tardó en encontrarse con obstáculos que no había previsto. Hubo momentos en los que dudó de sí mismo, en los que las derrotas le hicieron cuestionar si realmente pertenecía a ese mundo.

Fue durante una de esas noches de dudas, solo en su pequeño apartamento, cuando recordó la voz de su madre, suave pero firme, diciéndole lo que tantas veces le había repetido: "No tengas miedo de caer ni de sentirte mal. Eso no te hace más débil. Si te caes, te levantas, porque eso es lo que haces, siempre lo has hecho." Y así lo había hecho tantas veces antes, en su infancia, en la escuela, en los primeros trabajos que consiguió en el pueblo. Esa lección, que entonces parecía algo cotidiano, ahora tenía un peso enorme. No había que temerle al fracaso ni al dolor, porque ambos formaban parte de la vida. Lo importante era levantarse.

Poco a poco, comenzó a confiar más en sí mismo. Descubrió que no tenía que tener todas las respuestas ni ser perfecto para seguir adelante. Cada tropiezo se convertía en una oportunidad para aprender, y cada pequeño logro era una confirmación de que su luz, esa que su padre le había mencionado, seguía brillando, incluso cuando él mismo no lo notaba.

A medida que pasaban los años, entendió que el brillo del que hablaba su padre no era algo grandioso ni visible para los demás. Era esa confianza interna que, aunque temblaba en los peores momentos, nunca se apagaba del todo. Era lo que le hacía levantarse tras un mal día, lo que le impulsaba a intentarlo una vez más. Y era lo que le permitía mantener los pies en la tierra, sin olvidar de dónde venía, a pesar de estar tan lejos de casa.

Aprendió que confiar en su luz no significaba que las cosas siempre saldrían bien. Había días malos, fracasos y decepciones. Pero también descubrió que, mientras mantuviera viva esa chispa interior, sería capaz de enfrentarlo todo. Esa luz era su capacidad de seguir adelante, de adaptarse, de encontrar un camino, incluso cuando parecía no haber salida.

Con el tiempo, la ciudad dejó de parecer un lugar tan intimidante. Ya no se sentía un extraño en ella. Se había dado cuenta de que lo más importante no era convertirse en alguien distinto o adaptarse completamente al entorno, sino seguir siendo él mismo, confiando en lo que llevaba dentro. Esa luz interna, que había aprendido a proteger y valorar, era lo que realmente lo diferenciaba y lo guiaba.

Ahora, cuando miraba hacia atrás, entendía que el verdadero éxito no estaba en no tropezar nunca, sino en seguir levantándose y creyendo en uno mismo, sin importar las dificultades. Había aprendido que la luz de la que le hablaban sus padres no era algo visible, sino una fuerza silenciosa que le permitía confiar en sí mismo, incluso en los peores momentos. Esa luz siempre estaría allí, mientras él la mantuviera viva.

martes, 9 de julio de 2024

Mayéutica

Hace años tuve un profesor excepcional, tanto por sus conocimientos como por la habilidad para transmitirlos. Practicaba un método antiguo de enseñanza conocido como mayéutica.

Trataré de explicarlo. En su primera acepción, la mayéutica es el arte de las matronas y los tocólogos. Sin embargo, y sobre todo, la mayéutica es el método que Sócrates utilizaba para enseñar a sus discípulos, basado en la dialéctica entre maestro y alumnos para alcanzar la comprensión de nuevos conceptos. La vigencia del método socrático permanece intacta más de 2400 años después de su muerte.

La mayéutica se basa en el diálogo para alcanzar el conocimiento, partiendo de la idea de que la verdad reside en el interior de cada individuo y solo necesita ser revelada mediante preguntas adecuadas. Así como una matrona ayuda en el parto, aunque es la madre quien da a luz, el profesor ayuda al alumno a descubrir su propia verdad a través del diálogo.

El alumno no es un simple receptor de información; no se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar. Enseñar es lograr que otros aprendan: el maestro no debe impartir clases ni transmitir conocimientos desde un enfoque dogmático, sino convertir a cada alumno en el protagonista de su propia formación. De este modo, el conocimiento se vuelve mucho más conceptual, global y riguroso, integrándose de forma indeleble en el intelecto del alumno.

Por eso disfruté tanto aprendiendo de Don Gustavo. Y de mi psicóloga, que me saca las penas a tirones para que pueda verlas.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Mensaje en una botella

Hoy toca mezclar sentimientos y música. Siento muchas cosas, a veces muy intensamente, y tonto de mí, pienso que si no sé gestionarlas y me duelen, soy único. En estos momentos, me viene a la cabeza una deliciosa canción de The Police llamada "Message in a Bottle".

La canción trata sobre la soledad y el aislamiento, contando la historia de un náufrago que lleva un año perdido en el mar. En su desesperación, escribe una nota en una botella y la lanza al océano como un SOS, esperando ser rescatado. Día tras día, su esperanza se va desvaneciendo al no recibir respuesta, y la desolación crece.

A medida que avanza el tiempo, el hombre espera ansiosamente una respuesta. Su soledad se intensifica, y la desolación de no recibir ninguna señal es palpable. Pero justo cuando la desesperación parece inevitable, un giro inesperado cambia el tono de la historia: millones de botellas llegan a la orilla de su isla, todas con mensajes de personas que se sienten igual de solas.

Este momento es profundamente conmovedor. Nos muestra que, aunque a menudo nos sentimos aislados en nuestras experiencias y emociones, no estamos solos. En realidad, muchos comparten nuestras luchas y anhelos. La llegada de esas botellas simboliza la conexión humana, la empatía y el reconocimiento de que, en nuestra soledad, formamos parte de una comunidad más grande.

Enviar un mensaje al mundo, aunque parezca en vano, puede ser el primer paso hacia la conexión que tanto anhelamos. La esperanza y la persistencia pueden conducirnos a descubrir que, incluso en nuestros momentos más oscuros, hay otros que entienden y comparten nuestro dolor. Cada mensaje que enviamos es una prueba de que no estamos solos en nuestras luchas. Porque cada botella lanzada al mar lleva consigo un rayo de esperanza.

Espero que todos nuestros mensajes, tarde o temprano, lleguen a su destino.

P.D. - Para mi compañera Cris. Tu botella llegará a su destino, no lo dudes.

viernes, 24 de septiembre de 2021

Donde la dignidad comienza

Hoy la curiosidad me ha llevado a un texto que me ha emocionado. Y hostia, me ha gustado tanto que quiero compartirlo con vosotros. 

Todo comienza en una pintura de Banksy, que dejo al final del texto para no anticipar la lectura. El dibujo, con la habitual genialidad del grafitero, representa un extracto del diario del teniente coronel Mervin Willett Gonin, uno de los soldados británicos que liberó el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.

El diario nos cuenta: "Me es imposible describir de forma adecuada el Campo de Horror en el que mis hombres y yo pasamos el siguiente mes de nuestras vidas. No era más que un páramo, tan pelado como un gallinero. 

Los cadáveres estaban por todas partes, algunos en gigantescas pilas, otros yacían solos o en parejas allí donde hubieran caído. Nos llevó un tiempo acostumbrarnos a ver cómo hombres, mujeres y niños se desplomaban al pasar junto a ellos y contenernos para no acudir en su ayuda. Pero no era fácil ver a un niño asfixiarse hasta morir; se veía a mujeres ahogándose en su propio vómito por estar demasiado débiles para darse la vuelta, y a hombres comiendo gusanos mientras agarraban un trozo de pan simplemente porque habían tenido que comer gusanos para sobrevivir y ahora apenas veían la diferencia".

Fue poco después de la llegada de la Cruz Roja Británica, aunque quizá no tuvo ninguna conexión, que también llegaron una gran cantidad de lápices de labios. Eso no era lo que nosotros queríamos, estábamos pidiendo a gritos cientos y miles de otras cosas, y yo no sabía quién había podido pedir esos pintalabios. 

Ojalá lo supiera, porque fue la acción de un genio, pura y simplemente brillante. Creo que nada hizo más por esos internos que los lápices de labios. Las mujeres se tendían en la cama sin sábanas y sin camisón, pero con los labios rojo escarlata, las veías vagando por ahí sin nada más que una manta sobre los hombros, pero con labios rojo escarlata. 

Vi a una mujer muerta sobre la mesa post mortem que tenía agarrado en su mano un trocito de pintalabios. Al fin alguien había hecho algo por convertirlos en personas de nuevo, ellos eran alguien, no un mero número tatuado en el brazo. 

Al fin podían volver a interesarse por su aspecto. Esos pintalabios empezaron a devolverles su humanidad.”

Qué terrible y qué bonito a un tiempo.




lunes, 19 de octubre de 2020

Certezas sin Alcohol

“Cuando no se piensa lo que se dice es cuando se dice lo que se piensa.”  
Jacinto Benavente


Siempre me ha gustado la cerveza. Y en otro tiempo también las copas, qué cojones.  Al fin y al cabo, por algo los griegos acudían a la melopea para estar más cerca de Dios. El alcohol es refugio, y también cárcel.

Acodarse en una barra y tomar algo es como quitar las capas de cebolla que envuelven una personalidad retraída.

Porque en ese núcleo interno hay muchas cosas entrelazadas que influyen en tu bienestar. Mucho. Tristezas que empañan alegrías y viceversa. Colores sentimentales que se entremezclan formando tonos difusos.

Pero vamos, que es tomar unas cervezas y los colores parecen separarse. Puedo reír a carcajadas o llorar si toca, pero siempre de forma nítida y exclusiva para ese tema.

Mola esa seguridad. Y más aún porque tiendo a la alegría más que a la tristeza. Me da por sonreír y pensar lo bonito que es el mundo. Pero sobre todo alcanzo certezas que en situación normal no tendría: veo con claridad las decisiones a tomar o a descartar. 

Con los años noto que me voy desprendiendo de algunas de mis capas de cebolla. Soy menos reflexivo en muchos aspectos y mis sentimientos están más cerca de la piel que antes. Decido mejor y con menos carga de conciencia.

Por eso, porque voy pudiendo hacerlo, un día iré de bares con mis amigos y pediré una ronda de certezas sin alcohol. Tendré que explicar que no es algo que el camarero pueda servirme, sino una sensación, un bienestar del alma.

Un "algo" por dentro que reconforta.

Lo entenderán. Sin duda.


P.D. - Alguien dijo que no iba a beber en toda esta semana acaba de llegar a casa con cinco cervezas en su interior pero por respeto a su intimidad no os voy a decir quién soy.


sábado, 10 de octubre de 2020

La última copa

Horas de calor y atasco para llegar a un sitio que siempre le desagradó. Otro viaje en el 600 familiar para llegar a ese pueblo de tejas rojas y pocas, muy pocas casas.
Siempre le enfadó ir. Le separaban de sus rutinas y amigos para sumergirle tres largos meses en un tedio de trigales y caminos de tierra que parecían no variar nunca. Además, la familia del pueblo le resultaba insoportable. Odiaba recibir besos de gente que no conocía.

Compartía el verano con unos pocos niños con los que llenaba las tardes pescando o jugando al fútbol. Los días eran el tiempo que transcurría entre una cruz tachada con rabia en el calendario y el deseo imperioso de poner la siguiente.

Pero aquel verano fue distinto. Vino ella, la prima de uno de los niños del pueblo. En mitad de aquellos días áridos, algo surgió. Sus miradas se desviaban al verse. Algo parecido a las hormigas paseaba por debajo se su piel. 

Un día que jugaban a los puños (eso de amontonar uno encima de otro formando una torre) sus manos permanecieron en contacto un instante más de lo debido. Y se sostuvieron la mirada por primera vez. Hasta que ambos sonrieron. Fue un segundo que pareció durar mucho. 

Dejó de hacer cruces en el calendario. Ahora deseaba que los días no transcurriesen tan aprisa. Así podría verla un rato más y seguir notando esas cosas que tanto le sorprendían pero a la vez le gratificaban. Sensaciones desconocidas que le quitaban el sueño.

Un atardecer frente a un trigal trajo su primer paseo de la mano. Y el primer beso. El verano se convirtió en una sucesión de horas frente al río hablando de todo y queriéndose como sólo se quiere al primer amor.
Grabaron sus nombres en el árbol más grande de la plaza del pueblo. Lo adornaron con un corazón y prometieron amarse para siempre.
Pero el verano acabó. Una noche se soltaron las manos y lloraron mientras se susurraban la eternidad.

El largo invierno se pausaba los martes, día en el que el buzón se llenaba con cartas escritas en elegante letra redonda. Las cartas de amor se sucedieron hasta que el verano volvió. Y con él los paseos, los besos y los atardeceres frente al río. Y en esas conversaciones se iba creando un futuro que les hacía felices: una casa grande llena de niños, una vida juntos en la que cada día sería una fiesta de amor.

Con el tiempo, el 600 se convirtió en un coche alemán más grande y los viajes pasaron de ser tediosos a una dolorosa espera que duraba todos los meses de invierno.

Tiempo después, cuando los martes eran ya la rutina más excitante de la vida invernal, pasó lo inesperado. No hubo carta. Pensó que quizá se había retrasado, pero transcurrieron los días y nunca llegó. Los días se apilaron lentamente formando meses y cada carta enviada sin respuesta pasaba de esperanza a dolor que le atenazaba el pecho.
Ese verano ella no fue al pueblo y nadie supo decirle nada. Simplemente su familia no había ido.
Se desplazó a la dirección a la que enviaba las cartas y allí tampoco la encontró. La familia entera se había esfumado sin decir nada.

Todos los años volvía al pueblo con la secreta ilusión de volverla a ver. Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que volviera la que un día le juró amor eterno. Él ya no vivía en la antigua casa familiar, por lo que ella sólo tenía las señas de su casa del pueblo. No podía permitirse desaparecer justo cuando ella volviese.

Los años pasaron amargamente. El pueblo se fue vaciando de familia. Y la jubilación le llevó a la decisión que le pareció más sabia: irse a vivir al pueblo. Así la encontraría cuando volviese a buscarle.
Todas las tardes, con su andar dificultoso iba hasta la plaza y se acercaba al árbol para comprobar que todo seguía en su sitio. 
Después se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida y los codos sobre los muslos mientras agarraba con las dos manos un viejo sombrero que hacía girar lentamente. En ocasiones, cuando se levantaba, remarcaba los nombres que llevaban ya más de 50 años grabados en la corteza del enorme árbol. 
Ya de vuelta en casa algunas veces, demasiadas, le preparaba una copa de cava en la mesa del salón. Sabía que ella volvería al atardecer y adornaba la mesa con una flor y dos copas perfectamente alineadas.

Una tarde de otoño le echaron en falta. Su andar renqueante hasta la plaza había dejado de ser una constante. Visitaron su casa. Y le encontraron muerto con una ilusa cara de felicidad. Estaba sentado en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Parecía sonreír. 

Frente a él, dos copas vacías. Una, la más alejada, tenía marcados unos labios en carmín rojo.

sábado, 25 de abril de 2020

La Tormenta

Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.

No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.

Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.

—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.

El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.

Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.

Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.

Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.

—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.

El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.

Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.

Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.

Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.

Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.

Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.

Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.

—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.

Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:

—No te he contado toda la verdad.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.

Respiró hondo y señaló la ventana.

—Mira ahí.

Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.

Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.

—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.

Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.

—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.

El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.

Mi inicial. Tachada.

—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.

Comprendí. El miedo, ahora, era mío.

* - Estoy aprendiendo a escribir. Por eso publico cosas y pido perdón anticipadamente por mi torpeza narrativa. Aprender implica hacer el ridículo. Lo asumo y me disculpo.
Entre mi amor por los libros y mis limitaciones como escritor, si quiero escribir no puedo permitirme tener vergüenza.

martes, 21 de abril de 2020

Bucles

Juan, algo nervioso, bebe agua de una botella de plástico. Está a punto de grabar un monólogo en la televisión. El regidor le da paso. Respira hondo, da un último trago a la botella y recuerda las meriendas de su infancia.

Porque de crío, a Juan le encantaba ver pelis cómicas mientras merendaba un sándwich con una botella de agua al lado. Al acabar, tiraba la botella al cubo amarillo. 

Aún no lo sabía, pero entonces empezaba ya a perfilar la idea de que de mayor quería hacer reír. 

Pasaron los años y Juan llegó a la universidad. Aquellas botellas de la infancia, tras un reciclaje, se habían convertido en una nueva botella que llevaba en su mano. Jugaba con ella de camino a la facultad mientras pensaba en escribir monólogos.

Años después Juan descubrió que le aburría la rutina del banco. Cada día, después de comer, limpiaba el tupper, depositaba la botella en el contenedor y miraba su reloj pensando en la hora de salir. Si era martes, al menos vería su programa de humor favorito y podría durante un rato olvidar tantas bolas de papel con borradores de sus textos.

Y llegó el día. Mientras esperaba a que su jefe le recibiera, Juan jugueteaba con su botella. Por fin se había decidido: iba a comunicar que no quería seguir en aquel trabajo. Y mientras observaba el plástico envase, pensaba que, si la botella de plástico puede reciclarse, él también.

Hoy Manuel, niño inquieto, disfruta viendo cómicos en la tele mientras cena. Acaba de ver a un tal Juan. Le ha encantado. Y cree que, aunque todavía es un niño, a él también le gustaría dedicarse a eso. Termina su botella de agua y la deja en el cubo amarillo sin saber que parte de esa botella un día estuvo en manos de Juan.

miércoles, 7 de agosto de 2019

La tele

Estoy de Rodríguez. Echo de menos a mi hija, pero a modo de compensación disfruto de pequeños placeres  como ver la tele.

Ayer por ejemplo, me escapé del curro a las 15.00 h, y a las 16.00 ya me encontraba frente a la tele con una birra fresquita en la mano. Armado con el mando a distancia me puse a recorrer canales. Aluciné. La televisión parecía un coto privado de mariquitas cotillas que se autodenominan periodistas. Cambié insistentemente de canal, siempre con el mismo resultado: maricas ignorantes pastoreando gentuza aún más analfabeta que ellos. Los programas no tenían tema definido, pero sí una mecánica similar: escarbar en vidas ajenas para despedazar al personaje, demostrando que la estupidez va de la mano de la ignorancia. Todos tenían razón y defendían su postura, fuese la que fuese, chillando como energúmenos.

No pude evitar acordarme de un documental que vi hace años. Un astrónomo afirmaba que las señales de radio y televisión, al viajar a la velocidad de la luz, serían con seguridad las primeras huellas que llegarán a una civilización marciana. Si por casualidad fuese nuestra tele, llegarían a la conclusión de que La Tierra está poblada por habitantes amanerados, vociferantes y poco leídos. Qué coño, sabrían que hay vida, pero la inteligencia estaría por demostrar.

Mi asombro creció al ver simultáneamente en varios canales a una tertuliana de una ignorancia sonrojante, demostrando una ubicuidad que para sí quisieran los políticos en campaña. Mira que ha pasado gente y gentuza por la tele, pero lo de ahora llega al esperpento. Cuanto más ignorante y brutal el tertuliano, mejor. En mi rato de televisión he visto como a esos “periodistas”, pagados como directivos de grandes empresas, se les fundían los plomos cuando les preguntaban por la capital de un país cualquiera.

Lo malo es que estos individuos -por llamarlos de alguna forma-, ya son un modelo cultural, un ejemplo de triunfo construido a base de hacer públicas las más secretas intimidades horizontales.
Si tuviese 20 años también me plantearía para qué cojones sirve estudiar si estos tíos, adinerados y fiesteros, lo último que han leído ha sido Blancanieves. Debían ir con una mano delante y otra detrás pero, a mi pesar, son los nuevos yuppies. Y no les culpo. El modelo existe porque encendemos la tele y elegimos un canal y un programa concreto. La culpa no es del canal, sino nuestra. No existe la televisión basura: existe el espectador basura.

Como consuelo, hay un remedio de fácil aplicación. Es de color rojo y se encuentra en la parte superior izquierda del mando a distancia. Podemos cambiar las cosas con sólo pulsarlo. 
Hagámoslo. Porque si vemos que hoy día cualquiera es periodista, por algo será. Apuesto que no llegará el día que todos seamos ingenieros.

sábado, 20 de julio de 2019

Ser Feliz

Voy cumpliendo años con la extraña sensación de que la gente de mi edad es mayor que yo.
Me siento joven pero (y me suena que ya lo dije antes) el espejo es más testarudo que yo. También son testarudos los adultos que me llaman de usted, porque los niños lo hacen desde tiempo inmemorial. Y mientras voy recibiendo esa ducha fría de realidad veo como naufragan los restos de mis ilusiones de juventud contra la orilla de la realidad: no soy rico, no soy astronauta, ya no tengo padre… 

En el fondo la vida son unos pocos verbos separados por comas y muchas veces, escritos con mala letra. Porque la vida te va poniendo en tu sitio a bofetadas, sin delicadezas ni preavisos.

He llegado a una edad en la que empiezo a percibir la vida un poco desde arriba, como si mirase un juego de tablero. Veo que las casillas avanzan a toda velocidad. El tiempo pasa sin anunciar su prisa y avanza hacia una casilla con la palabra FIN en mayúsculas.

Pero seamos positivos, por favor. Como lección aprendida me quedo con que lo único que hay que hacer necesariamente en esta vida es morir. El resto es una elección. Está en nuestra mano hacer cosas grandes.
Seamos felices, coño. Seamos felices YA.

martes, 25 de junio de 2019

Educación y cultura

Prefiero tener educación a tener cultura, como prefiero ser listo antes que inteligente. 

Me explico: de poco sirve conocer la genealogía de los reyes Godos o las provincias de El Congo si no sabes comportarte razonablemente. Por eso me llama la atención la gente que ha tenido oportunidad de formarse pero no lo ha hecho, o mejor dicho, sólo ha adquirido conocimientos formados por listas de nombres. Por el lado contrario, admiro a la gente sin formación que es amable y sabe comportarse en cualquier sitio.

No sé qué pensaréis, pero creo que educación y cultura son términos muy distantes. Se puede tener una y no la otra, en ocasiones ninguna, y algunos afortunados -pocos- las dos a la vez. Son ejemplos casi de laboratorio, como fue José Luis Sampedro.

Vaya por su memoria.

sábado, 22 de junio de 2019

Treinta y todos


Ya no me gusta poner la edad que tengo. Piso tanto la raya de los 40, que mañana cruzaré al otro lado. Una frontera tan jodida que prefiero hablar de treinta y todos, un eufemismo más, pero que me mantiene un poco más en la treintena.

Soy tan bobo que me agarro como puedo a los restos de mi juventud, como si pudiese estirarla. Lo intento a base de deporte, un poco de dieta y la negación de lo que me susurra el espejo. Aún así el reloj es más persistente que yo.
No queda otra que adaptarse. Lo hago paso a paso: he empezado por reconciliarme con la báscula, que parecía dirigir una conjura contra mi autoestima. La he declarado inocente, no es culpa suya. También he hecho las paces con el puto espejo, que me martiriza mostrándome carnes fláccidas y un pelo blanco extrañamente parecido al de una rata. Aún así, no me preocupan las canas de la cabeza –que en un momento dado pueden quedar hasta elegantes- sino las de los cojones. No quiero tener canas en los huevos. Paso de teñirme las pelotas.

Creo que cumplir años es una segunda pubertad. Cuando tenía veinte años era un saco de hormonas revolucionadas. Ahora, a mis cuarenta tacos, vivo con la permanente sensación de tener algo pendiente, sin saber muy bien qué. Es como si el cuerpo -por si acaso- te pidiese ir resolviendo asuntos.

Otra sensación de la madurez es notar que la vida ya no es un constante desarrollo, sino que empieza a contraerse. Pierdes ilusiones, pierdes familiares, los fracasos se consolidan. Y aunque todavía no noto la muerte aporreando la puerta, comienzo a  intuirla al final del pasillo.

Lo bueno, que también existe, es la serena estabilidad que produce la experiencia. Disfruto de mi hija como no lo haría con otra edad. Entiendo lo efímero de sus besos y los recibo como verdaderos tesoros. Estoy enfermo de amor.

Así que, como ya he plantado un árbol, tenido una hija y escribo un blog, me voy preparando para volver a ver a mi abuelo. Porque cada día queda menos para que volvamos a vernos.

Pese a todo, hay días en los que me pregunto qué edad tendría si no supiese qué edad tengo. Porque no dejamos de jugar cuando nos hacemos viejos. Nos hacemos viejos cuando dejamos de jugar. Y me apetece seguir jugando.

viernes, 21 de junio de 2019

Mercados


Me encantan los mercados de barrio, aunque no siempre ha sido así. De joven me molestaba enormemente esperar colas y me preguntaba por qué en las colas siempre me tocaban delante señoras que parecían avituallarse para sobrevivir al Apocalipsis. He cambiado. No es que Carrefour me desagrade, es que con los años voy descubriendo encantos que desconocía. Me deslumbra la abundancia y el anonimato de las grandes superficies. Cargar el carro sin que nadie moleste es divertido, pero el mercado tradicional tiene algo especial, una cercanía que me llena.

Un día, no recuerdo bien porqué, bajé al mercado que hay frente a mi casa. Es uno de esos pequeños que todavía aguantan en los bajos de un edificio con casi todas las tiendas forradas con polvorientos carteles de Se Vende. Me acerqué a un par de las pocas que todavía funcionan, donde me recibieron con ese saludo de tendero pronunciado con voz grave y tono alto. Me atendieron de forma enérgica y se permitieron recomendarme cosas en las que ni había pensado -compra estas manzanas, que son puro azúcar, llévate este jamón que está exquisito-. Seguí sus consejos, y reconozco que no me defraudaron.
Al éxtasis llegué 6 meses después –sí, 180 días- cuando volví a bajar al pequeño mercado. Me recibieron como si fuésemos íntimos amigos. Me arrasaron con su Marketing cuando el frutero me preguntó si me habían gustado las manzanas y si quería más. Y el charcutero hasta me ofreció jamón “de ese que tomo yo”. Fue como lo del profesor que empezó la clase con “decíamos ayer”.

Me gusta comprar allí. Los sábados por la mañana aprovecho para deleitarme con el soniquete de los tenderos que vocean las virtudes de su género. Disfruto al bajar y ponerme en colas en la que “pido la vez” para mantener el orden. A veces no la pido para observar a las viejas calibrarme intentando saber si podrán colarse. Miden mi voluntad mientras dan pataditas a la cesta ganando terreno. Me divierten sus esfuerzos, y procuro esperar hasta el último segundo para girar el cuerpo entero y echar una mirada de Rayos X. El orden retorna con facilidad. Que no me habían visto y eso.

Fascinado sigo con este Marketing intuitivo. Sé que compro más caro, pero les siento como a una pequeña familia. Y coño, que se lo merecen. 

jueves, 20 de junio de 2019

Papá


Mi padre es administrativo, tiene las manos pequeñas y cuando yo era un niño, olía a tabaco negro y al frío de la calle.

Cuando volvía de trabajar traía cara de sueño porque madrugaba mucho, y muchas veces, una sorpresa.

Mi padre ya no vive. Le echo de menos.

Tuvo manos pequeñas, y hasta hace poco, muy poco, siempre me trajo sabios consejos y soluciones cariñosas.

Mi Padre hoy ya no me puede invitar a comer.

Te quiero Papá.

*- Escrito el primer día del padre sin mi padre.

#quesuertehetenido

viernes, 14 de junio de 2019

Lógica

Los meteorólogos, cuando coinciden en el ascensor, hablan de cosas profundas.

PD – Hoy he tenido un viaje incómodo en el ascensor y hemos hablado, como no, del tiempo.

jueves, 30 de mayo de 2019

El descubrimiento

Nunca estudió, pero tampoco le hizo falta. Era despierto y habilidoso con las manos, por lo que no tuvo problemas para ganarse la vida.

Desde pequeño le gustó desmontar cosas para conocer su funcionamiento. Quería entender los pequeños componentes del todo, separándolos en sus piezas básicas para luego volver a unirlas.
Acabó convenciéndose de que los tornillos eran la clave. Pequeños giros en espiral que componían y descomponían cualquier cosa en elementos mas fáciles de comprender. Hombre previsor, siempre llevaba en el bolsillo de su camisa un destornillador y una libreta en la que apuntaba las cosas importantes.

Hace ya tiempo noté que su cuerpo se consumía y su mirada se tornaba vidriosa. Pero era reservado y resultaba difícil preguntarle. Una mañana me llevó a un rincón del bar donde habitualmente desayunábamos. Con voz entrecortada me contó lo que había descubierto.
Sacó su libreta y con dedos temblorosos se puso a señalar las cosas que ya sabía. En tono confidencial me hizo saber que nunca se lo había contado a nadie, pero se acercaba a la clave y necesitaba compartirlo.

La primera vez que lo notó fue una mañana mientras se afeitaba. El giro del agua en el lavabo formaba una espiral. Comprendió que el agua era atornillada por fuerzas que no adivinaba a comprender. Y su mente despertó.

Vio guiños de conocimiento en aspectos más complejos. Descubrió que el 666 que simboliza al Demonio representaba tres pequeñas espirales que sólo los más despiertos percibirían como tres giros de tornillo.

Su contrapeso eran las iglesias. Sus plantas, siempre en forma de cruz, representaban cabezas de tornillos con los que Dios clavaba su presencia a la tierra.

Descubrió los tornados y su destrucción. Percibió con total claridad la espiral que los componía y la energía con que el Demonio azotaba la tierra. También supo que Dios creó galaxias que giraban en espiral, y olas que rompían cuando su espiral terminaba. El misterio funcionaba a todas las escalas.

Su descubrimiento se tornó en asombro cuando en un documental vio que el ADN, la esencia de todos nosotros, se componía de dos espirales, una imbricada en la otra. Una era de Dios y otra del Diablo. Representaban el inestable equilibrio de fuerzas que nos hace a cada uno distinto de los demás.

También vio en el movimiento de los relojes una espiral inmensa que conducía a un final después de muchos giros.

Concluyó que todo era cierto. Un plan de dimensiones cósmicas.

Unos días después de nuestra conversación no acudió a desayunar. Al día siguiente fueron a buscarle y le encontraron sentado en el sofá. Su cuerpo seguía vivo, pero su mente se había ido. Tenía un destornillador fuertemente agarrado y clavado en una radio que reposaba en sus rodillas. El tornillo que intentaba quitar tenía la rosca pasada y giraba sin fin.

Desde entonces he pensado mucho en lo que me contó. Por cierto que la hoja en la que escribo acaba de caer al suelo.

Girando en espiral.

jueves, 23 de mayo de 2019

Narcosabiduría

Ya sabemos que toda oficina cuenta con empleados ambiciosos, A.K.A. trepas: todos hemos coincidido con alguno.

Tienen la inexplicable capacidad de escalar posiciones. Y sobre como lo hacen ya he escrito bastante.


En principio no parecen tener más experiencia ni ser más inteligentes que el resto, pero poseen alguno de los rasgos de la personalidad que los psicólogos llaman la “triada oscura”:


  • manipulación o tendencia a influir en otros para beneficio propio
  • narcisismo que denota una gran admiración hacia uno mismo,  
  • personalidad antisocial, asociada a una falta de empatía por los demás.

Pero falta un factor, que no es de personalidad, sino social. Me resulta cuando menos llamativo, tratándose de seres antisociales: también son expertos en forjar alianzas políticas con los demás, pero sobre todo entre ellos. Resulta que estarían dispuestos a matarte por un puesto, pero entre ellos se respetan.

Y el mejor resumen que he escuchado sobre este punto lo escuché el otro día viendo la serie Narcos. Don Berna, uno de los personajes, explica a otro el porqué de una inesperada alianza.

- Usted y yo somos como la serpiente y el gato. Si la serpiente puede, mata al gato. Y si el gato puede, mata a la serpiente. Pero a veces, los dos ven una rata bien grande... y ambos se la quieren comer.

Que no es necesario ser culto para ser sabio, vaya. El amigo Berna me tuvo rascándome la cabeza un buen rato después de escuchar su frase.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Ultimátum

Ser un hijo puta por dinero, ¿es normal? ¿Hay que hacer todo por dinero? ¿Lo de Borja Mari es correcto?

Mis amigos, que son muy éticos, no me venderían por dinero. Además ven lo mismo que yo y miran al enano como si llevase "trepa" escrito en la frente. Se trata de una simple elección entre ética y dinero.

La elección de ser un trepa hijo puta va hilada a la propia definición de economía. Hay un concepto, el “Homo Economicus” que ya define Adam Smith en su libro “La riqueza de las naciones.” Según su idea cada persona intentará invertir todos los recursos de que dispone con intención de procurarse un disfrute presente o un beneficio futuro. Esto incluye el trepar, medrar y lamer culos.
  
La idea básica que rige el comportamiento de este Homo Economicus es la negación de cualquier comportamiento diferente al suyo. Hay que maximizar las ganancias o beneficios hasta el límite. Por lo tanto  esta idea considera al sujeto a la vez egoísta y calculador. Un hijo puta, vamos.

En cuanto a la ética, parece que se enfrenta demasiadas veces al dinero. Pero hay un atisbo de esperanza. Se ha podido demostrar que la gente esencialmente tiene ética, y que la norma imperante no es ser como el enano. Se demostró en un curioso experimento llamado el juego del ultimátum.

El juego del ultimátum consiste en ofrecer a una persona una cantidad de dinero (p. ej. 10 Euros) a condición de que comparta esta cantidad con otro. Si el segundo acepta la oferta, ambos reciben su parte. Si no, ambos se quedan sin nada. Como premisa, podemos pensar que si se reparte la cantidad a partes iguales lo lógico es aceptar, ¿no? Pero si el dueño del dinero lo piensa por un momento y se da cuenta de que, dado que es él quien hace la oferta, se podría quedar con 9,50 y entregar 0,50 Euros. ¿Aceptaría la otra parte? Probablemente no.

La idea es esperanzadora porque contradice la teoría del Homo Economicus que guía al puto enano y los de su cuerda. Rechazar dinero no es racional, porque quedarse sin nada es peor que una mala oferta. 

Pero ¿por qué se comporta así la gente? Como hemos visto, la idea más común entre los economistas era asumir que las decisiones económicas estaban basadas en procesos de pensamiento racionales. Pero lo que evidencian los juegos de ultimátum es que no sucede así con los individuos, porque también influyen factores emocionales. Los científicos sugieren como causa principal mecanismos evolutivos o éticos: rechazar una cantidad irrisoria sirve para mantener la reputación. Y los científicos creen que, a largo plazo, la reputación social de un individuo puede aumentar sus posibilidades de supervivencia.

Investigadores de las Universidades de Princeton y Pittsburgh estudiaron en 19 personas los procesos fisiológicos que se dan en el cerebro durante el juego del ultimátum. Los jugadores, que tenían que competir contra humanos y ordenadores, eran examinados mediante un escáner de resonancia magnética, viendo las regiones del cerebro donde había un aumento de actividad.

Sorpresivamente, no sólo se activaban las regiones que se suelen usar durante el proceso de pensamiento, sino también la región que asociada a las emociones negativas. Y cuanto más injusta la oferta financiera, más intensa se hacía la actividad en la zona de las emociones negativas. Curiosamente, es el mismo lugar que se activa en casos de fuertes aversiones, como los olores o sabores desagradables. Además, la respuesta del jugador dependía de si la oferta venía de una persona o de un ordenador. Las ofertas injustas que hacían las máquinas provocaban  menos actividad y se rechazaban con menos frecuencia que las ofertas irracionales que hacían los humanos. 

Hay gran diversidad de respuestas a las ofertas injustas, posiblemente relacionadas con la personalidad. En un estudio reciente, el porcentaje de respuestas negativas a ofertas razonables fue un 16,9% y a ofertas claramente injustas un 78,8%, por lo que es mucho más probable que se rechacen las ofertas injustas que las razonables. En cualquier caso, indica que los principios están por delante del dinero.

Además, se aclara otra presunción: la creencia de que las personalidades más agresivas se rebelan con más ardor ante la injusticia. Los resultados de este trabajo apuntan en el sentido contrario: la confianza y la honradez implican franqueza y claridad al tratar con los demás. Las personas honradas y confiadas tienden a pensar que el resto de las personas también lo son, y que son decentes y merecedoras de confianza. No se registró correlación entre el rechazo a las propuestas injustas y el carácter impulsivo. El rechazo no es más probable en gente que se enfada con más facilidad o es más impulsiva.

¿Qué debemos pensar de todo esto? Que ser tan hijo puta como Borja Mari es la excepción en lugar de la regla, y que todos llevamos dentro un mínimo de justicia. Me da confianza saber que la gente distingue lo justo de lo injusto. 

No sólo mis amigos ven al enano como un listo. Todos lo ven. Como si estuviese permanentemente bajo un foco.

Aunque algun@s lo permitan.

Fuentes: “Honesty mediates the relationship between serotonin and reaction to unfairness” y “La vida secreta de los numeros” (George G. Szpiro)