sábado, 29 de junio de 2019

Micología griega



Si, pone micología.




Cuando trabajaba en un banco inglés, uno de mis jefes era un individuo de mi edad que siempre llevaba traje. Era la excepción porque allí todos llevábamos vaqueros. 
En fin, una forma más de marcar paquete en el entorno laboral. También usaba gomina. Mogollón. Tanta que parecía llevar la cabeza barnizada. 

Tiempo después, seguimos trabajando juntos. Sigue con el traje y la gomina. Y para terminar el perfil, es de esos que susurra y al hablar mueve la cabeza como asintiendo mientras entrecierra los ojos . 

Tan sofisticado andamiaje es sólo un intento por disimular que transita por la vida con las luces justas para ir por carreteras secundarias. No es mal tipo, pero creo que todos conocemos alguien así: un pavo real de oficina.

Total, que por aquel entonces entró al departamento un compañero bastante gayer. Maricón, para entendernos. De los que se perciben aunque no abran boca. 
Nuestro engominado favorito mantuvo unos días la distancia social que marcaba su rango. Hasta que se acercó a saludar en modo coleguita.
Se aproximó al cubículo del esclavo. Éste se encontraba sentado, y el hombre del traje permaneció de pie con los brazos cruzados y afirmando con la cabeza mientras susurraba. 
Inició una de esas conversaciones supuestamente distendida que circula bajo estrictos cánones: lugares de veraneo, restaurantes y comidas favoritas. Buscando conexiones con la plebe. 

La charla duró hasta que al hombre barnizado se le ocurrió mencionar su pasión por buscar setas. Chás. La conexión. El empleado levantó la vista de sus papeles mientras se le iluminaba la cara:

- Sí, me encanta!!! Respondió sonriente.

El señor del traje plantó las palmas muy separadas sobre la mesa y preguntó con su mejor susurro:

- ¿Entonces, eres setero?

En algún sitio se abrió la puerta de una nevera industrial. Bajó la temperatura. Había más orejas atentas de lo que parecía, porque se hizo el silencio. Ni un papel se movía. El compañero se tapó la boca con la mano mientras contestaba balbuceante:

- ¡¡¡Dios mío!!! ¿Pero eso es importante? Me parece una pasada lo que me estás preguntando.

El otro, en su tiniebla intelectual, se examinaba las uñas sin comprender. E insistió:

- Que si eres setero, joder.

Con la cabeza gacha contestó:

- No. Soy gay. ¿Pasa algo?

Se encendieron todas las luces en la autopista mental de nuestro amigo engominado. Una indescriptible mezcla entre rojo, verde y blanco le recorrió la faz. Entendió.
Miró alrededor en mitad del silencio y con su ronroneo más perfecto soltó:

- Que me refería a si eras aficionado a la micología.

Hizo un giro de compás, y volvió a su mesa con el culo apretado. Se sentó a remover papeles y así pasó la tarde. Callado y con el culo prieto. Porsiaka.

A veces hay que pensar en ponerse luces de Xenón en la cabeza... justo por debajo de la gomina.

*** La situación ha sido novelada, pero la conversación es absolutamente real. Se intercambiaron esas palabras letra por letra.

martes, 25 de junio de 2019

Educación y cultura

Prefiero tener educación a tener cultura, como prefiero ser listo antes que inteligente. 

Me explico: de poco sirve conocer la genealogía de los reyes Godos o las provincias de El Congo si no sabes comportarte razonablemente. Por eso me llama la atención la gente que ha tenido oportunidad de formarse pero no lo ha hecho, o mejor dicho, sólo ha adquirido conocimientos formados por listas de nombres. Por el lado contrario, admiro a la gente sin formación que es amable y sabe comportarse en cualquier sitio.

No sé qué pensaréis, pero creo que educación y cultura son términos muy distantes. Se puede tener una y no la otra, en ocasiones ninguna, y algunos afortunados -pocos- las dos a la vez. Son ejemplos casi de laboratorio, como fue José Luis Sampedro.

Vaya por su memoria.

sábado, 22 de junio de 2019

Treinta y todos


Ya no me gusta poner la edad que tengo. Piso tanto la raya de los 40, que mañana cruzaré al otro lado. Una frontera tan jodida que prefiero hablar de treinta y todos, un eufemismo más, pero que me mantiene un poco más en la treintena.

Soy tan bobo que me agarro como puedo a los restos de mi juventud, como si pudiese estirarla. Lo intento a base de deporte, un poco de dieta y la negación de lo que me susurra el espejo. Aún así el reloj es más persistente que yo.
No queda otra que adaptarse. Lo hago paso a paso: he empezado por reconciliarme con la báscula, que parecía dirigir una conjura contra mi autoestima. La he declarado inocente, no es culpa suya. También he hecho las paces con el puto espejo, que me martiriza mostrándome carnes fláccidas y un pelo blanco extrañamente parecido al de una rata. Aún así, no me preocupan las canas de la cabeza –que en un momento dado pueden quedar hasta elegantes- sino las de los cojones. No quiero tener canas en los huevos. Paso de teñirme las pelotas.

Creo que cumplir años es una segunda pubertad. Cuando tenía veinte años era un saco de hormonas revolucionadas. Ahora, a mis cuarenta tacos, vivo con la permanente sensación de tener algo pendiente, sin saber muy bien qué. Es como si el cuerpo -por si acaso- te pidiese ir resolviendo asuntos.

Otra sensación de la madurez es notar que la vida ya no es un constante desarrollo, sino que empieza a contraerse. Pierdes ilusiones, pierdes familiares, los fracasos se consolidan. Y aunque todavía no noto la muerte aporreando la puerta, comienzo a  intuirla al final del pasillo.

Lo bueno, que también existe, es la serena estabilidad que produce la experiencia. Disfruto de mi hija como no lo haría con otra edad. Entiendo lo efímero de sus besos y los recibo como verdaderos tesoros. Estoy enfermo de amor.

Así que, como ya he plantado un árbol, tenido una hija y escribo un blog, me voy preparando para volver a ver a mi abuelo. Porque cada día queda menos para que volvamos a vernos.

Pese a todo, hay días en los que me pregunto qué edad tendría si no supiese qué edad tengo. Porque no dejamos de jugar cuando nos hacemos viejos. Nos hacemos viejos cuando dejamos de jugar. Y me apetece seguir jugando.

viernes, 21 de junio de 2019

Mercados


Me encantan los mercados de barrio, aunque no siempre ha sido así. De joven me molestaba enormemente esperar colas y me preguntaba por qué en las colas siempre me tocaban delante señoras que parecían avituallarse para sobrevivir al Apocalipsis. He cambiado. No es que Carrefour me desagrade, es que con los años voy descubriendo encantos que desconocía. Me deslumbra la abundancia y el anonimato de las grandes superficies. Cargar el carro sin que nadie moleste es divertido, pero el mercado tradicional tiene algo especial, una cercanía que me llena.

Un día, no recuerdo bien porqué, bajé al mercado que hay frente a mi casa. Es uno de esos pequeños que todavía aguantan en los bajos de un edificio con casi todas las tiendas forradas con polvorientos carteles de Se Vende. Me acerqué a un par de las pocas que todavía funcionan, donde me recibieron con ese saludo de tendero pronunciado con voz grave y tono alto. Me atendieron de forma enérgica y se permitieron recomendarme cosas en las que ni había pensado -compra estas manzanas, que son puro azúcar, llévate este jamón que está exquisito-. Seguí sus consejos, y reconozco que no me defraudaron.
Al éxtasis llegué 6 meses después –sí, 180 días- cuando volví a bajar al pequeño mercado. Me recibieron como si fuésemos íntimos amigos. Me arrasaron con su Marketing cuando el frutero me preguntó si me habían gustado las manzanas y si quería más. Y el charcutero hasta me ofreció jamón “de ese que tomo yo”. Fue como lo del profesor que empezó la clase con “decíamos ayer”.

Me gusta comprar allí. Los sábados por la mañana aprovecho para deleitarme con el soniquete de los tenderos que vocean las virtudes de su género. Disfruto al bajar y ponerme en colas en la que “pido la vez” para mantener el orden. A veces no la pido para observar a las viejas calibrarme intentando saber si podrán colarse. Miden mi voluntad mientras dan pataditas a la cesta ganando terreno. Me divierten sus esfuerzos, y procuro esperar hasta el último segundo para girar el cuerpo entero y echar una mirada de Rayos X. El orden retorna con facilidad. Que no me habían visto y eso.

Fascinado sigo con este Marketing intuitivo. Sé que compro más caro, pero les siento como a una pequeña familia. Y coño, que se lo merecen. 

jueves, 20 de junio de 2019

Papá


Mi padre es administrativo, tiene las manos pequeñas y cuando yo era un niño, olía a tabaco negro y al frío de la calle.

Cuando volvía de trabajar traía cara de sueño porque madrugaba mucho, y muchas veces, una sorpresa.

Mi padre ya no vive. Le echo de menos.

Tuvo manos pequeñas, y hasta hace poco, muy poco, siempre me trajo sabios consejos y soluciones cariñosas.

Mi Padre hoy ya no me puede invitar a comer.

Te quiero Papá.

*- Escrito el primer día del padre sin mi padre.

#quesuertehetenido

viernes, 14 de junio de 2019

Lógica

Los meteorólogos, cuando coinciden en el ascensor, hablan de cosas profundas.

PD – Hoy he tenido un viaje incómodo en el ascensor y hemos hablado, como no, del tiempo.

miércoles, 12 de junio de 2019

Proverbios chinos

Siempre he creído en los proverbios chinos. Como hay tantos chinos, entiendo que alguno llevará razón y tomo en serio sus cosas.

Quizá por eso recuerdo una conversación con una amiga con la que después de un rato arreglando el mundo, terminó con una frase lapidaria: "He pensado mucho en estas cosas y la solución estaba en un libro que leí hace años —dijo mientras miraba al suelo pensativa—. En una aldea china, una chica joven e inexperta preguntó a la mujer más anciana si la vida es triste o no, y la anciana le respondió con un escueto sí."

Desconozco el título del libro, pero la frase es cierta. Como a la anciana, la vida te enseña que sufres para tener un respiro y después, volver a bajar. No sé qué me deparará el futuro, pero por si acaso, putos chinos.

Añado un epílogo: creo que el hombre, cuando alcanza la madurez, percibe la realidad de la vida. A veces el viaje no ha merecido la pena. Y lo que queda es aún peor.

lunes, 10 de junio de 2019

El miedo de mi amigo

Tengo un amigo grandote con pinta de bruto y una fina inteligencia que habitualmente lo lleva a pisar las alfombras de la lógica y lo razonable. Es de provincias y adorna lo que dice con un aire rústico que le hace muy auténtico. Estas, otras muchas virtudes, y una amistad de años hacen que confíe en él y en su criterio. Por eso es el único en el trabajo que sabe de mis pastillas.

El otro día andaba con él tomando algo junto a la máquina de café y surgió la historia de Melendi, el compañero que se sienta frente a mí.

Melendi es un tío delgado, cuarentón y risueño que una mañana se encontró regular y fue al médico para que le diagnosticaran tensión alta. Un par de días después volvió a suceder, y su tensión todavía más alta la resolvió el médico con una recomendación de que no tomar sal y algo de dieta. Al final, en una de sus demasiado habituales visitas, topó con alguien competente que le dedicó tiempo y resolvió que  a pesar de su aspecto exterior, su corazón estaba seriamente enfermo. Tanto que le han operado de urgencia para implantarle tres bypass. 

Ha tenido suerte. Tiene críos y una esposa a la que adora, de no operarse cualquier mañana habría caído muerto sobre el teclado para convertirse en una simple historia de esas que llenan los pasillos de corros. De momento tiene tiempo extra, por lo que la vida no ha sido mala del todo.

Entre sorbos, mi amigo grandote y yo hablábamos de lo frágiles que somos y de que por mucho que lo ignoremos, colgamos de un hilo tan fino que puede quebrarse en cualquier momento. Pensé que no me da miedo morir, pero quiero ver crecer a mi hija. No hacerlo sería horrible, por lo que deseo febrilmente vivir.

Mi amigo decía que las enfermedades físicas le dan miedo, pero las percibe tangibles y cercanas y le dan menos respeto que las del alma -o la cabeza, por decirlo en claro-. Piensa, con su innata sensatez, que enfermedades como la depresión o la angustia son globos pinchados que vuelan descontrolados y no se sabe donde acabarán. Y es cierto que alguien como Melendi tiene un cuerpo enfermo pero una mente sana que lucha por vivir, y sin embargo la otra enfermedad, la que da miedo a mi amigo, produce cuerpos sanos que quieren morir. Y eso me da miedo. 

Como a mi amigo.

lunes, 3 de junio de 2019

Pensadlo


Cuando alguien, hablando de otro, dice "es muy inteligente, pero..." habla de un jodío vago.

Pensadlo.

jueves, 30 de mayo de 2019

El descubrimiento

Nunca estudió, pero tampoco le hizo falta. Era despierto y habilidoso con las manos, por lo que no tuvo problemas para ganarse la vida.

Desde pequeño le gustó desmontar cosas para conocer su funcionamiento. Quería entender los pequeños componentes del todo, separándolos en sus piezas básicas para luego volver a unirlas.
Acabó convenciéndose de que los tornillos eran la clave. Pequeños giros en espiral que componían y descomponían cualquier cosa en elementos mas fáciles de comprender. Hombre previsor, siempre llevaba en el bolsillo de su camisa un destornillador y una libreta en la que apuntaba las cosas importantes.

Hace ya tiempo noté que su cuerpo se consumía y su mirada se tornaba vidriosa. Pero era reservado y resultaba difícil preguntarle. Una mañana me llevó a un rincón del bar donde habitualmente desayunábamos. Con voz entrecortada me contó lo que había descubierto.
Sacó su libreta y con dedos temblorosos se puso a señalar las cosas que ya sabía. En tono confidencial me hizo saber que nunca se lo había contado a nadie, pero se acercaba a la clave y necesitaba compartirlo.

La primera vez que lo notó fue una mañana mientras se afeitaba. El giro del agua en el lavabo formaba una espiral. Comprendió que el agua era atornillada por fuerzas que no adivinaba a comprender. Y su mente despertó.

Vio guiños de conocimiento en aspectos más complejos. Descubrió que el 666 que simboliza al Demonio representaba tres pequeñas espirales que sólo los más despiertos percibirían como tres giros de tornillo.

Su contrapeso eran las iglesias. Sus plantas, siempre en forma de cruz, representaban cabezas de tornillos con los que Dios clavaba su presencia a la tierra.

Descubrió los tornados y su destrucción. Percibió con total claridad la espiral que los componía y la energía con que el Demonio azotaba la tierra. También supo que Dios creó galaxias que giraban en espiral, y olas que rompían cuando su espiral terminaba. El misterio funcionaba a todas las escalas.

Su descubrimiento se tornó en asombro cuando en un documental vio que el ADN, la esencia de todos nosotros, se componía de dos espirales, una imbricada en la otra. Una era de Dios y otra del Diablo. Representaban el inestable equilibrio de fuerzas que nos hace a cada uno distinto de los demás.

También vio en el movimiento de los relojes una espiral inmensa que conducía a un final después de muchos giros.

Concluyó que todo era cierto. Un plan de dimensiones cósmicas.

Unos días después de nuestra conversación no acudió a desayunar. Al día siguiente fueron a buscarle y le encontraron sentado en el sofá. Su cuerpo seguía vivo, pero su mente se había ido. Tenía un destornillador fuertemente agarrado y clavado en una radio que reposaba en sus rodillas. El tornillo que intentaba quitar tenía la rosca pasada y giraba sin fin.

Desde entonces he pensado mucho en lo que me contó. Por cierto que la hoja en la que escribo acaba de caer al suelo.

Girando en espiral.

jueves, 23 de mayo de 2019

Narcosabiduría

Ya sabemos que toda oficina cuenta con empleados ambiciosos, A.K.A. trepas: todos hemos coincidido con alguno.

Tienen la inexplicable capacidad de escalar posiciones. Y sobre como lo hacen ya he escrito bastante.


En principio no parecen tener más experiencia ni ser más inteligentes que el resto, pero poseen alguno de los rasgos de la personalidad que los psicólogos llaman la “triada oscura”:


  • manipulación o tendencia a influir en otros para beneficio propio
  • narcisismo que denota una gran admiración hacia uno mismo,  
  • personalidad antisocial, asociada a una falta de empatía por los demás.

Pero falta un factor, que no es de personalidad, sino social. Me resulta cuando menos llamativo, tratándose de seres antisociales: también son expertos en forjar alianzas políticas con los demás, pero sobre todo entre ellos. Resulta que estarían dispuestos a matarte por un puesto, pero entre ellos se respetan.

Y el mejor resumen que he escuchado sobre este punto lo escuché el otro día viendo la serie Narcos. Don Berna, uno de los personajes, explica a otro el porqué de una inesperada alianza.

- Usted y yo somos como la serpiente y el gato. Si la serpiente puede, mata al gato. Y si el gato puede, mata a la serpiente. Pero a veces, los dos ven una rata bien grande... y ambos se la quieren comer.

Que no es necesario ser culto para ser sabio, vaya. El amigo Berna me tuvo rascándome la cabeza un buen rato después de escuchar su frase.

viernes, 10 de mayo de 2019

Apuestas

Siempre fue brutal. El padre de mi madre, digo. Porque Maximino era brutal. Tuvo un perro al que pegaba a menudo, y años antes un burro al que dio tantos palos que un buen día se rebeló y  le devolvió tal coz que casi le deja en el sitio.

Escarbando en su vida, esa atroz personalidad parece casi normal. Nació en un pueblo donde todos debían ser un poco salvajes. Siendo ya anciano me contó una historia sobre dos paisanos suyos que apostaron para ver quién era capaz de comer más guindillas. Uno de ellos era “Ovejoto” -apodo ganado por ser pastor- y del otro no sé nada, pero sé que llevaron la apuesta tan lejos que uno de ellos falleció en el intento. Quiero pensar que al menos ganó, pero esa parte no la conozco.

Pese a todo, Maximino fue un chico guapo y de buena familia. Además contaban que era inteligente. Un chico con futuro. Esas virtudes le llevaron a comprometerse con Ciriaca, la hija de los ricos del pueblo.

A su vez, en el mismo pueblo, la joven Juliana estaba comprometida con un tal Santiago, el guapo del pueblo. Juliana era conocida como “la niña”, por ser una niña bonita. De su familia sé poco, pero debían tener dinero porque una hija de Juliana, con muchos años ya, recuerda que la casa familiar era grande y tenía cuadros por las paredes. Además, todo el mundo se dirigía a su abuela llamándola “Doña”.

Comprometidos Maximino y Juliana, surgió una apuesta. Otra. Alguien, probablemente ellos mismos, quiso saber si eran capaces de abandonar sus compromisos y casarse con la prometida del otro. Dicho y hecho. Abandonaron los trajes de boda pensados para otro, las promesas matrimoniales, y trataron de casarse con la otra pareja.

De Santiago no sé nada, pero de la pobre Ciriaca sé que siguió soltera para siempre. Su familia, herida en el orgullo, desafió de tal forma a Maximino que tuvo que dejar todo atrás y huir en bicicleta  -casado, eso sí- a otro pueblo.

Mi madre me contó que mi abuela siguió toda la vida mencionando a Santiago de vez en cuando. Pero lo impresionante se da al fallecer Juliana. Maximino, al poco de enviudar, envió a un hijo a buscar a Ciriaca, a la que ya no encontró. Tanto la recordó, que pidió ser enterrado con el traje que tenía para casarse con Ciriaca. Lo guardó toda su vida,  esperando usarlo algún día. Y doy fe que lo consiguió, porque con esa ropa está enterrado. Sesenta años y ocho hijos después, honró a la novia que abandonó y no a la esposa que tuvo. Cuatro vidas destrozadas por un orgullo que les llevó al delirio y al infortunio.

Hasta esto tiene una moraleja. Nuestro tiempo es tan breve que en materia de felicidad siempre es mejor una hora antes que un minuto después. Ciertas cosas hay que resolverlas a tiempo.

* - La historia parece literiaria, pero es cierta como la vida misma.

jueves, 2 de mayo de 2019

Preposiciones deshonestas

Al banco que me dió la primera oportunidad llegué para currar en el departamento de Banca Telefónica. Un sitio lleno de gente joven trabajando en una colmena de cabinas alineadas por pasillos. El ambiente mezclaba hormonas, ilusión y bullicio a partes iguales. Pagaban poco, currabas mucho, y prometían promoción si lo hacías bien.

El jefe era una bestia. Conocido como “el Yayo”, o “la gárgola”, era bruto y listo a un tiempo, uno de esos viejos que se hacen notar y destilan mala hostia cada vez que respiran. Decía que su departamento era un cortijo y tenía razón: lo que pasaba detrás de la puerta era muy distinto a lo que pasaba fuera. Allí mandaba él, y punto.

El Yayo gestionaba su cortijo con la actitud de un sargento en un campo de concentración. Cuando se aburría salía del despacho con las manos a la espalda y caminaba lentamente entre los pasillos volviendo la cabeza a  derecha e izquierda. Todos disimulábamos acojonados, porque se estaba cociendo una hostia. Una vez elegía víctima, se detenía tras su silla y escuchaba la conversación. Transcurrían  a veces segundos, a veces minutos, pero al final aparecía el fallo, daba igual si real o imaginario, porque entonces surgía el Aníbal Lecter de Carabanchel. Arreciaba su cólera y gritaba soltando perdigones de babas mientras aleteaba con los brazos para argumentar sus razones. Ahora me hace gracia, pero coño, a primera hora resultaba un pelín brusco.

También resultaba divertido saber que no tenía ni puta idea de lo que se hacía en el departamento. Cuando le surgía una duda, llamaba a  una víctima a su despacho. Si te quedabas fuera te reías viendo los sudores del que entraba. Pero si te tocaba entrar, ya no molaba.
Entrabas, te sentabas y te preguntaba como resolverías la cuestión. Una vez respondías, ya tenía argumento. El tuyo. Y el muy perro te lo agradecía montando un pollo de los suyos (aleteando, babeando…), para acabar diciendo que no tenías ni puta idea -como él, vamos- y que lo correcto era su respuesta, que era la tuya levemente matizada. Menudo cambio... Le dabas una respuesta y te llevabas una hostia. 

Lo bueno de un tío tan obtuso es que cohesionaba el departamento. En su contra, claro. Tengo buenos amigos, y en gran parte creo que se lo debo al Yayo. Todavía me río con sus historias, como cuando llamó a un director para echarle la bulla y después de diez minutazos chillando como un energúmeno se dio cuenta de que se había equivocado de persona, o cuando mis compañeros encontraron una caja de condones en su mesa y los pincharon uno a uno…
Pero como decía al principio, también era listo. Mucho. Enorme en la visión estratégica, era capaz de ver las cosas desde arriba y trocear los problemas en lonchas finitas que manejaba con facilidad. Y lo hacía casi sin pensar. Nunca ha dejado de asombrarme tanta clarividencia.

Como la vida es larga y donde las dan las toman, al final apareció un nuevo jefe alemán, y con la frialdad que le caracterizaba, le quitó la silla y el trabajo. Le jubiló a la fuerza y le cambió  el cortijo por su piso de Carabanchel y el despacho por un sofá frente a la tele.

Ahora el Yayo hace cuentas de que ha tenido más de doscientas personas a su cargo, pero sólo mantenemos el contacto cuatro amigotes que de vez en cuando quedamos con él a cenar. No depender de él ha facilitado las cosas, porque nos permitimos hablar como colegas y le vemos desde un prisma distinto, más de abuelo bonachón que de señor Lecter de barrio. Incluso hablamos de las ganas que tuve de  abandonar ese trabajo. Y como siempre, lo resumió con afilada inteligencia. 
El problema es sólo una cuestión de preposiciones: -nunca te vayas “de” porque te equivocarás y asumirás riesgos innecesarios. Vete “a”, porque será una decisión meditada-.
Así de fácil.

Pero qué feo, qué viejo y qué listo que eres, Yayo. 

* - Yayo, sabes que en el fondo, te aprecio.

jueves, 28 de marzo de 2019

El salón blanco

El pasado viernes mi jefa nos invitó a comer. Algún libro de management debe sugerir organizar comidas, porque con su profunda sociopatía, sé que no le apetecía. Estaba fuera de lugar.
Pensé mil excusas para escaquearme, pero no pudo ser. 

Nos llevó a la calle Serrano, a un sitio fino de cojones. Tanto que me costó entender que el señor que nos recibió era un camarero. Parecía un directivo el cabrón. Con inmaculadas maneras nos guió hasta una sala al fondo del local. Una estancia minimalista, decorada en un blanco tan luminoso que hacía daño a la vista. Mesas blancas, sillas blancas, paredes blancas. Sin cuadros ni adornos. Una versión cara del purgatorio. 

En un visto y no visto una horda de camareros –estos sí que lo parecían- colocaron platos y cubiertos, hasta que aquello pareció una mesa normal. Se esfumaron tan deprisa como aparecieron. La carta, enorme y por supuesto, blanca, indicaba platos de ingredientes desconocidos del tipo "deseo marino con crema agria nocturna" y precios astronómicos. 

Acomodado en la mesa miré alrededor. Vi señores pavoneándose graves, importantes, seguros de sí mismos. Pelo largo y amplias sonrisas. Ropa cara, siempre una talla por debajo de la correcta. Relojes grandes que brillaban con estridencia. Apuesto a que la mitad de esos señores se llamaban Borja Mari. Y no pierdo.

Como ruido de fondo sonaban carcajadas ostentosas mientras estos individuos, arrogantes y sobrados, brindaban con sus copas. El camarero-ejecutivo se acercaba por allí y les hablaba bajito, como avergonzado. Ni caso le hacían al pobre. Se comportaban como estrellas del cine con sus deplorables maneras de nuevos ricos.

No lo puedo evitar. Me repugnan sus maneras. Ya sea el éxito o su despreciable dinero, algo les hace distintos. Al mundo que conozco, digo. Porque se nota que viven sin miedo a la cola del paro, que no saben lo que es madrugar para ir a trabajar, que no conocen los escrúpulos ni la vergüenza. 
A su lado me siento mal. Percibo mi vida como algo cutre, un poco de otra división. Viéndoles sé que ellos cada mañana se felicitan ante espejo por quienes son y que después dedican el día a celebrar su buena suerte. Como hicieron ayer y como harán mañana. Porque la vida es más bella para algunos.

Al salir del restaurante me crucé con un señor que trasladaba sus escasas pertenencias en un carro de supermercado. Nadie parecía verle. Creo que rompía el paisaje. Me acerqué a darle una moneda y volví a pensar en los señores del restaurante. Sentí un intenso desagrado. Aún hoy noto que ese sentimiento me sale de dentro. Está por encima de mi control.

Mientras paseaba de vuelta a casa tuve una revelación: el restaurante era blanco para que no perdamos de vista la obscena prepotencia de Borja Mari y sus mariachis, para que cada segundo seamos conscientes de la enorme distancia que nos separa. Doy fe que lo han conseguido.

Y ya que hablamos de colores, me cago en tu sangre, Borja Mari. Que, según dices, es azul.

miércoles, 20 de febrero de 2019

El "eco mental"

"Si cada español hablase de lo que entiende, y nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio".

A. Machado


Es curioso. Borja Mari no tiene idea de casi nada. Habla de casi todo pero sin tener apenas idea. Dice burradas sin pestañear, como los buenos actores, o como los locos de verdad... No es más ignorante porque no amanece antes.

Lo que he verificado es su capacidad de adaptación. Acude a una reunión y la monopoliza con sus rebuznos sin conocer el tema tratado. Cualquiera que coma una sopa de letras puede cagar argumentos más sólidos que los suyos, pero como le gusta oírse y que le oigan, es la penitencia que nos toca.

Hay otra característica curiosa: cuando desconoce la materia de que se habla -cosa que sucede a menudo- surgen términos que le resultan nuevos. Y cuando oye uno de esos términos se produce una reacción física, tangible: entrecierra los ojos como prestando más atención, haciendo perceptible como graba la palabra en su memoria.
Ahí comienza el “eco mental”. El muy zote piensa que si usa las nuevas palabras parecerá más listo y los demás alucinarán. El “eco mental”, consiste en repetir constantemente y por todos los medios posibles el nuevo término.

Va un ejemplo. En una reunión con Marketing surgió el término “lead”. Lo utilizamos para referirnos a la intención de compra de un cliente. Durante los siguientes días parecía que el mundo sólo estaba compuesto de leads. Borja Mari enviaba correos hablando de leads, comentaba con sus queridos jefes lo que teníamos que hacer para conseguir leads...

Pero lo peor del "eco mental", su faceta más nociva, es el efecto acumulativo. Días después aprendió lo que era un “copy”, término que usamos para referirnos a textos comerciales. Ya lo habéis pillado, ¿no? Sí, justo eso. Que desde entonces empezó a usar combinaciones como “copys para los leads”. Los rebuznos pasaron de notas a sinfonías.
Así llevamos tiempo, viendo como Borja Mari une cada vez más palabritas para ir creando un nuevo lenguaje. No me cabe duda que algún día será tan hablado como para alcanzar la categoría de idioma oficial.

Todo esto me lleva a un par de conclusiones:

- Podríamos pensar que nuestro personaje tiene algo de camaleón y se adapta al entorno. Sin embargo lo veo más como una rata que aprende a escapar de laberintos. Usa lo que aprende para llegar al queso, no para adaptarse a los demás.

- La segunda es sobre el “eco mental”. El eco sólo se produce en lugares diáfanos. Si en su cabeza las nuevas palabras rebotan y producen eco, por cojones tiene que haber espacio libre. Mucho. Borja Mari tiene la cabeza muy hueca.

Un día de estos probaré a inventarme algún término y soltarlo delante de él. A ver qué pasa.

sábado, 5 de enero de 2019

El cristal

El otro día tuvimos la cena anual del trabajo. Alcohol, palmaditas en la espalda, carcajadas y… Borja Mari.

Los plebeyos quedamos un rato antes en un bar cercano. Borja Mari no vino porque no tiene amigos. Estamos hablando de trabajo y en ese terreno él solo tiene conocidos. Sabe el nombre de casi todos, pero no intima con nadie. Teniendo amigos no se progresa en la escala laboral.

Tomamos unas cuantas -o para ser sinceros, muchas- cervezas. Casi a regañadientes fuimos al restaurante. Nos distribuimos entre las mesas por afinidades: chicos, chicas, compañeros. Llegó Borja Mari y buscó su afinidad con la mirada. Y la encontró junto al jefe. Como bien dijo un amigo mío, también allí estaba trabajando.

Si habéis visto el título de esta entrada, veréis que se llama El cristal. Se me ocurrió que Borja Mari y los de su calaña son transparentes. Puedes ver su interior. Están tan vacíos que sus intenciones se perciben con nitidez. Pero ¿las veo sólo yo o las vemos todos?, porque creo que ciertos jefes sufren ceguera con estas cosas. Respetan, toleran y fomentan la figura del trepa. Si notas el aliento de alguien permanentemente en tu nuca y además a ese alguien le hacen gracia todos tus chistes -malos incluidos-, quizá tengas algo que plantearte. Pero si eres uno de esos jefes hinchados de ego puede que ese algo sea de tu agrado.

Pero volvamos al restaurante. La cena bien, salvo las intervenciones fuera de lugar del enano. Cuando la gente aplaudía o celebraba alguna intervención simpática, siempre la remataba Borja Mari con alguna alusión al protagonista, seguida de un incómodo silencio del resto. Lo hacía como demostrando que tiene coleguitas y que él tiene algo que ver en la gracia. Patético.

Llegamos a las copas y todo siguió igual. Borja Mari revoloteando de grupo en grupo, sin poder posarse en ninguno. Ni caso. El jefe se fue y el enano detrás. La jornada laboral había terminado.

Ser un trepa tiene esas cosas. También pasa con el cristal y los puticlubs. El que jode, paga.
Sé que soy malo, pero también sincero.

QUE SE JODA.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Retoños escritos


La percepción de encontrarse frente a un gilipollas tiende a ser instantánea. Puede haber casos dudosos, pero sólo sucede con gilipollas dudosos. Ante uno de verdad la percepción no engaña.

El primer día noté cosas y mi opinión fue consolidándose con cada pequeña hazaña de Borja Mari. Recuerdo claramente la primera vez que me sentí mal. Estaba revisando las tareas del día cuando llego a un correo que me llamó la atención. Un amigo me había incluido en un loop de correos sobre un tema en el que yo había trabajado. Vaya. Era sorprendente que no me hubiesen copiado en una cuestión esencialmente mía.

Pronto comprendí. Con un par de vueltas a la rueda del ratón vi que era una conversación creada por nuestro niñato y en la que había “olvidado” copiarme pese a que yo era el dueño del proyecto. Pero lo peor es que en su ya habitual ignorancia usaba textos míos con pequeñas modificaciones para ajustarlas al nuevo contexto.

Esos putos párrafos tenían la misma estructura y transiciones que un informe mío que sólo había circulado en mi departamento. Porque las ideas son como los hijos: una madre siempre tiene un instinto especial para reconocer los suyos. Se pueden cambiar todas las palabras de un texto, pero es muy difícil maquillar las transiciones y la estructura interna de un artículo. Especialmente si es tuyo.

Como gilipollas que soy, me limité a encabronarme y dejé ahí mi mal sentimiento. Pero quizá, sólo quizá, debería haber montado la de Dios. Sin duda mi jefa le habría defendido argumentando cualquier gilipollez, pero quizá, sólo quizá habría mitigado mucho dolor posterior.

jueves, 18 de octubre de 2018

Borja Mari y el tamaño.

Borja Mari mide poco más de un metro. Y pesará 32 kilos. Un cagarro de mosca al lado de mi jefa. Porque mi jefa es grande, grande de cojones. Una mezcla entre Madonna y el muñeco de Michelín. Una vikinga suelta por la oficina.

Cuando pienso en el fichaje de Borja Mari, creo que a mi jefa la perdió el instinto maternal. En la entrevista debió dejar volar su imaginación y tuvo una visión de Borja Mari sentado en sus rodillas mientras le daba de comer de sus ingentes berzas. Al volver, tanto rollo maternal la hizo enternecerse y le dio el puesto. Casi seguro que sí.

Los pensamientos de mi jefa deben ser como las vírgenes de las iglesias, todo puro y maternal. Yo, que soy más cruel, imagino el momento más cercano a Mari Carmen y sus muñecos. El enano del Borja Mari enterrado entre las berzas de mi jefa, pataleando para que le suelte.

Lo cierto es que volviendo a esto del tamaño, tiene sus pros y sus contras. En positivo, el ahorro: Borja Mari es tan diminuto que se puede poner la ropa de un Madelman. Todo baratito, y con gran variedad: el explorador, el astronauta, el policía... Todo conjuntado. De hecho me he fijado que los viernes, que nos dejan venir a currar de paisano su ropa está como acartonada. Normal, hace 20 años que no se fabrican los Madelman, y por mucho que laves y planches, la ropa no da más de sí. Con el tiempo tendrá que pasarse a modas más actuales como los Power Rangers o los Teletubbies. Aunque quizá sea demasiado informal para ir a trabajar. No sé, mi jefa dirá. De todas formas tiene que se la leche ir a una reunión vestido de Teletubbie.

Por otro lado, el tamaño reducido tiene en contra aspectos como la seguridad vial. Cuando Borja Mari va en coche tiene que levantar las pezuñas para alcanzar el volante. Los ojos le llegan justo al nivel del salpicadero. Ni distingue los pasos de peatones ni ná. Un peligro. Y en el transporte público también hay problemas. Le tienen que aupar para llegar a la barra. Y claro, si se agarra no le llegan los pies al suelo. Viaja en modo trapecista.

Pero vamos, que esto del tamaño también tiene alicientes para mí. Un día de estos voy a comprar el Campo de Concentración de los Barriguitas y me lo voy a llevar al curro. Cuando mi jefa no me vea voy a meter dentro al enano y lo tendré unos días a base de agua y migas de pan.

El próximo puente lo pasará en mi nuevo juguete. Espero que mi jefa no me pille.

martes, 2 de octubre de 2018

La foto

Aquí sigo. No tengo ganas de dar detalles, pero sigo en el mismo departamento de mierda, y además un piso más abajo. Me deleito con un pasillo a mi derecha, mi jefa a la izquierda, y lejos, muy lejos, un patio gris con tan poca luz que no sé ni el tiempo que hace.

El departamento que me acoge -aquí soy como un hijo ilegítimo- terminó un proyecto. No participé, como es costumbre, pero lo iban a comunicar en la revista de la empresa para darle bombo. ¡Ah! y casi se me olvida. El reportaje incluía foto. Pensé, con mi habitual candidez, en una foto tirada con un móvil, algo sencillito para cubrir el expediente.
Iluso de mí. 

Lunes. 9.30 de la mañana. Aparece Borja Mari. Elegante. Pelo recién cortado. Y moreno. Mucho. Como si se hubiese dado una sesión de rayos UVA. 

Minutos después llegó una capa de maquillaje tras la que me aseguraron que se encontraba mi jefa. Maquillada como si fuera a matar a Batman, vamos. Con traje, joyas y un intrusivo perfume.

Y a las 10, la sorpresa. Una individua del departamento de comunicación acompañada de un fotógrafo con una cámara que parecía un arma de destrucción masiva. ¿¿¿Tanta parafernalia para una foto de mierda??? 

La jefa había anticipado que la foto debía representar la tecnología que utilizamos, así que  pedimos prestados unos cacharritos: un iPad, un par de tablets baratas y unos móviles. Todo mediocre salvo el cacharro de Apple. Supongo que esa fue la razón por la que al aparecer el fotógrafo Borja Mari esprintó hasta el iPad y lo agarró con las dos manos. Lo quería para él solo, por eso del tonto y el lápiz. Mi jefa miraba con cara de mala hostia, pero aguantó callada.

Nos llevaron a una sala elegante presidida por el logo de la empresa. Mientras el fotógrafo preparaba su equipo, comentó que el elemento más visible de una foto es siempre el del centro. Y claro, se desencadenó la acción: mi jefa y Borja Mari corrieron hasta el centro del logo. Llegaron a la vez y se pusieron tan juntos que se tocaban hombro con hombro. El enano hacía que leía el iPad mientras mi jefa miraba hacia otro lado. Como si no fuese con ellos. Después de unos segundos empezó una lucha a culazos. Mi jefa, gorda como un camión, no era capaz de desplazar al enano, que con menos carnes que una bicicleta se contorsionaba esquivando culazos. Disfruté del bochornoso espectáculo. Parecían cerdos peleando por bellotas.
Ganó Borja Mari. Por duplicado: se quedó en el centro de la foto y con el iPad en las garras. Babeaba de felicidad el cabrón. Entretanto, mi jefa sonreía a la cámara y echaba rayos por los ojos.

El fotógrafo decidió hacer una foto más: esta vez sentados en una mesa dejando los cacharritos en medio. Así que fuimos a una sala con una mesa grande. Borja Mari y mi jefa giraban lentamente alrededor de la mesa mientras el fotógrafo preparaba el material. Esperaban conocer la orientación de las fotos para coger el mejor sitio. Por eso, en el preciso instante en que el fotógrafo levantó la cámara, se sentaron en el centro de su campo visual. Juntos de nuevo. Silla contra silla. Pero esta vez mi jefa, picarona ella, extendió la mano hasta el iPad y lo arrastró a su vera. Mientras lo acariciaba y hacía como que lo usaba, miraba a Borja Mari con ojos entrecerrados. Ahora babeaba ella y el puto enano estaba fuera de sí, derrotado sin luchar. Rabioso, se levantó y cogió otro cacharro mientras miraba envidioso a la jefa. Y así quedó plasmado en una foto que no me atrevo a publicar.



Pero, ¿entendéis lo que sucedió realmente? Por un instante se levantó la cortina de ego que les cubre. Y al subirse el telón, se vieron. Durante unos segundos ambos vieron al otro lado un cretino que trepa por un escalafón. Y comprendieron que son iguales.

Todo parece igual, pero no lo es. Ahora se sonríen envidiándose y odiándose a partes iguales.

Y es que si los trepas volasen, no se vería el sol.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Estupidez esférica

Entre la maleza laboral encontramos fauna muy diversa. Hoy toca hablar de otra especie que habita en ella. Son los idiotas esféricos, o mejor, “Idiotus Esfericus” que tiene más empaque. Al que yo conozco le llamaremos Jaimito –más que otra cosa por si vuelve a aparecer en algún otro post- pero sin duda vosotros conoceréis ejemplares con otros nombres.

Jaimito tiene voz nasal, utiliza gafas redondas -aunque sospecho que son un mero adorno- y se barniza el pelo con tanta gomina que parece una calva pintada con rotulador. Cuida su imagen porque está convencido de su belleza. 

Reconozco que me gusta ver su foto en la intranet. Aparece mirando a un punto indefinido en diagonal, justo por encima del hombro izquierdo del que mira. No aparece ni de frente ni de perfil, sino de medio lado. Como sus dos perfiles son buenos, hace lo posible porque se vean ambos.

La principal característica de esta especie es que cuando se acerca, automáticamente explica a quien sea como debe hacer su trabajo, como mejorar su vida, o lo que sea. Da igual. Tiene soluciones para todo.
Sus frases habitualmente comienzan con "¿Sabes lo que tienes que hacer?".
Si hablas de bases de datos, él sabe. De criar cerdos, también. Y de turbinas de aviones, más todavía. Siempre aconseja con ese atrevimiento que proporciona la estupidez más rotunda. Su estupidez es de 360 grados, sin ángulos muertos. Una estupidez esférica. 

Pero lo que más mola, lo que me fascina, es que habla de sí mismo en tercera persona. Se admira tanto que se percibe como un ente separado de su presencia física. En las reuniones suelta perlas como “Jaimito opina que…” y se queda tan a gusto. Deduzco que su cuerpo no es más que una correa de transmisión para ese ente genial y ubicuo que es Jaimito. Su entidad física es el instrumento que le permite dirigirse a las masas e impregnarles de su saber.

Jaimito es etéreo, como una pompa de jabón que envuelve estupidez. Sus asnadas son tan frágiles que se deshacen si abanicas el aire con la mano. Pero es tan presuntuoso que molesta.

Y añado: el cambio climático no le afecta. La especie abunda y no está en peligro de extinción. Todos conocemos a alguien como él. 

* - He leído en algún sitio que la naturaleza es sabia y por eso nos ha dado dos orejas y sólo una boca.
Para permitirnos escuchar más que hablar.


domingo, 9 de septiembre de 2018

Verborrea

Ha vuelto a pasar. Ha vuelto a pasar y no puedo resistirme a contarlo. Prometo que es la última vez.

Nada más llegar esta mañana ha sonado el teléfono y me han pedido que suba a una reunión a la que no estaba convocado. Así, a jugármela sin red.

Al llegar he mirado alrededor. Por allí andaban un jefe alemán, Borja Mari y unos individuos de Marketing. He intentado ser cauto y enterarme de qué iba aquello. El germano contaba sus cosas y Borja Mari correspondía asintiendo lentamente y soltando frases en ese espanglish que tanto le gusta. Lo suyo es llevarle el botijo al jefe, pero usando palabritas de fina hondura intelectual.

Todos ponen cara de entender, afirmando con los ojos entrecerrados. A ver quién tiene huevos a decir que no sabe -y son palabras literales- qué es “el deadline de un worksteam de EBC”. A ver quien coño reconoce a estas alturas que no tiene la mínima idea de lo que hablan. 

He estado callado, tomando notas intrascendentes y mirando con cara de estar muy interesado. Como ellos. Y ciertamente me ha parecido un espectáculo: verborrea cabalística, exótica. Esgrima dialéctica en varios idiomas a la vez. He flipado con la mitad de lo que han dicho, pero más con la otra mitad, la que no he comprendido.

Me he acordado de un proverbio árabe que dice: “Soy esclavo de mis palabras y dueño de mis silencios”. Hago caso, pero para contrarrestar los silencios hará falta que se entiendan las palabras, ¿no?

miércoles, 22 de agosto de 2018

Ventanas

Hace un par de años investigué mi árbol genealógico. Me sorprendió la cantidad de datos que obtuve, y sobre todo lo lejos que llegué. En algunas ramas hasta el año 1.450. Lo pasé bien. Entre toda esa información descubrí infidelidades, asesinatos y más de un secreto familiar. 

También me di cuenta de lo deprisa que pasa el tiempo y de lo insignificantes que somos. Cada uno de estos señores había tenido una vida como la mía, con alegrías, tristezas y esperanzas. Y ahora esas vidas se resumen en una celda en Arial 10 dentro de un Excel con forma de rama. 
Pero lo que más me llamó la atención fue encontrar suicidas. Muchos, más de los debidos. Y todos apelotonados en línea directa por rama paterna. Parece que hay algo que se transmite con la sangre.

Aunque es un tema un poco tabú, sobre todo porque no me gusta hablar de ello, soy muy consciente de que mi abuelo, mi querido abuelo, se lanzó hace unos años desde la ventana de su habitación. Se sintió enfermo y decidió no envejecer más. Siempre se sintió joven, pero el tiempo le impidió serlo para siempre. 
Nunca olvidaré la desazón que sentí esa mañana en que sonó el teléfono demasiado temprano. Y he recordado que cuando era pequeño mi abuelo me decía con media sonrisa que cuando muriese le tirásemos al río para dar de comer a los peces.

Ya tengo más años de los que me gusta tener y empiezo a entender algunas decisiones difíciles. A veces la violencia con la que se muestran pueden dificultar su comprensión, pero estoy empezando a comprender algunas conclusiones a las que se llega con serenidad.
Porque no siempre el futuro es tan prometedor como parecía años atrás. No siempre puedes girar esquinas y cambiar la dirección de tu vida. Y sobre todo porque he constatado que tenemos una percepción cíclica de la vida, aunque la vida raramente pasa dos veces por el mismo sitio. No siempre existen segundas oportunidades y, a veces, la renuncia es una opción.

Ahora, cada vez que me asomo a una ventana me fijo en el paisaje del otro lado. Y si me gusta y la altura es la adecuada, tomo nota de una alternativa más de las muchas que da la vida. Porque en el fondo todas las ventanas están enamoradas de un suicida. Y porque el suicidio es la manera en que el humano le dice a Dios: "No puedes despedirme, ¡Renuncio!".

viernes, 17 de agosto de 2018

Las masas y las moscas

¿Debo conformarme con mi curro de mierda porque dicen que soy un privilegiado? Dicho de otra forma, ¿debo modificar mis convicciones por lo que piensan otros?

La repuesta es no. No quiero cambiar mis ideas por opiniones ajenas, aunque a veces me da cosica quejarme después de tanto oír el mismo mantra: que soy afortunado por tener trabajo y que las cosas están muy mal. Reitero que sólo me quejo de mi posición relativa -eso de que todo el mundo cobre el doble que yo- y no de la posición absoluta, porque al final tengo un curro que me permite vivir. Y joder, me mantengo en mis trece. Que no está bien eso de tener remuneraciones distintas para el mismo trabajo.

Pero si la presión llegase a ser desmesurada, ¿le echaríamos huevos y mantendríamos nuestra postura, o cambiaríamos de opinión? Hala, a pensar. Mi dilema, como siempre, llegó tarde. Un tal Salomón Asch ya había realizado un experimento para saber si la opinión de la mayoría vinculaba las decisiones individuales. Cogió a unos cuantos señores y los metió en una clase. Todos, salvo uno, eran actores. Se les planteó una tarea muy sencilla: decidir si una línea era igual de larga que otra. Gráficamente se les mostraba algo como esto, pero en dos tarjetas:


Los participantes debían responder cuál de las tres líneas de la segunda tarjeta era igual de larga que la de la primera tarjeta. De manera deliberada, la tarea era fácil y la respuesta obvia. Los turnos se organizaban de forma que el sujeto estudiado siempre era el último o el penúltimo en responder. Cada participante iba respondiendo en voz alta a su turno.

El estudio de Asch mostró lo que todos sabemos: que existe un alto porcentaje de conformidad grupal (o conformismo) en las respuestas. Aproximadamente, un tercio de las personas daban respuestas incorrectas a pesar de que sabían la respuesta correcta. La conclusión es que para estar en sintonía con el grupo, una persona modifica su respuesta aunque sepa que tiene razón. Y si esto pasa con un problema obvio, ¿qué ocurre con problemas más complejos o con más variables en juego? Que nos dejamos llevar por la corriente. Y que ésta arrastra nuestros principios.

Me salva que nací cabezón, y ya lo pueden repetir tantas veces como quieran, que seguiré pensando que lo mío es injusto. Además tengo la convicción de que ese enfoque positivista que te hace verte como un privilegiado cuando no lo eres es malo. Tenemos derecho a ser negativos y podemos quejarnos aunque haya casos peores que el nuestro. Está mal visto ser objetivo, sobre todo en los aspectos negativos de la vida: al que llama a las cosas por su nombre se le tilda de cenizo, de negativo o de no tener perfil triunfador. Ese optimismo barato lo empapa todo a su paso y el que no es como Pepe Sonrisas se queda fuera de juego.

En la vida real todo es distinto. Supongamos que me levanto con actitud positiva y voy silbando al trabajo mientras disfruto del canto de los pájaros. Llego y encuentro fracaso, decepción, arbitrariedad y falta de relación entre lo que hago y lo que obtengo.
Supongamos ahora que me levanto de mala hostia, con pocas ganas de trabajar, maldiciendo el tráfico y el calor. Me dirijo a la oficina pensando en lo mal que irá el día y sabiendo que nada de lo que haga será apreciado. Sin embargo, gracias a que estoy en una organización abierta, al trabajo en equipo, y al sistema de motivaciones y remuneraciones implantado en mi empresa transcurre un día perfecto. ¿Seguro que la actitud positiva tiene algo que ver con el “resultado final” en alguno de los dos casos?

Pienso que la vida es Marketing. Tratamos todo con eufemismos para no ver la realidad. Resulta que ya no hay despidos sino etapas de transición, y tu pareja ya no te deja, sino que te da la oportunidad de tener una nueva vida. Por los cojones. Lee. Piensa. Que estás en la puta calle y tu mujer te ha dejado. Que eres un fracas pero todavía no te has enterado.

Por todas esas razones trataré de ser objetivo. Que la mayoría piense una cosa no significa que sea cierta. Pensar "por volumen" es un error. Y si no, mirad las moscas y sus conductas.

jueves, 2 de agosto de 2018

El psicópata enano


Con Borja Mari he explorado casi todas las opciones para racionalizar su conducta. He tratado sin éxito de encontrar una línea argumental que justifique su comportamiento. Probablemente haya acertado en algunas cosas, pero he llegado a una sorprendente conclusión en la que, ahora sí, encajan todas las piezas: el enano es un psicópata.

¿Exagerado? No tanto. Hace unos años el doctor Paul Babiak analizó los rasgos de la personalidad de más de 200 profesionales corporativos en Estados Unidos, usando la Lista de verificación de psicopatía desarrollada por Robert Hare.

Encontró que el 4% de los profesionales estudiados alcanzaban o excedían el punto de la psicopatía, eso es un promedio de uno de cada 25, cuatro veces más de lo que se espera encontrar en la población en general. No está mal, ¿no? Ha llegado el momento de que mires alrededor y empieces a localizar a tus compañeros psicópatas.

Históricamente muchos expertos han pensado que los psicópatas no serían capaces de tener éxito en los negocios. Pensaban que sus comportamientos se harían evidentes y, en consecuencia, sus abusos y manipulaciones conducirían a fallos dentro de la empresa. Los llamados “expertos” estaban equivocados.
Babiak -junto a Robert Hare- no sólo descubrió los métodos mediante los que los psicópatas se infiltran y ascienden en las empresas, sino que además acabó con la idea de que los psicópatas no podrían triunfar.

En el mundo empresarial de hoy en día, ambicioso hasta la extenuación, los rasgos más radicales de los psicópatas han sido confundidos con virtudes: su narcisismo se ha confundido con un “rasgo de liderazgo positivo”. Además se manejan satisfactoriamente bajo presión por no poseer la habilidad de sentir miedo o estrés. ¿Ha visto mi jefa alguna de estas virtudes en el enano? Sin duda

Algunos de los signos delatores de un psicópata evaluados por el test utilizado por Babiak son los siguientes: son superficialmente encantadores; se creen los mejores; no tienen metas específicas; mienten fácilmente; no sienten remordimiento; sus afectos no son profundos; son fríos, inconsiderados y despectivos; sólo ayudan cuando les conviene; son irritables, se enfurecen a menudo y son impacientes e impulsivos. ¡¡¡Es la definición de Borja Mari!!!

Siempre he dicho que Borja Mari no tiene ni puta idea de su trabajo y que va de simpático, asociándose exclusivamente a los poderosos. Tiene un punto fantasioso. Se refiere a sus superiores con sus nombres de pila, como si acabase de estar con ellos. Los psicópatas, como él, siempre dan una buena primera impresión: son a veces encantadores y casi siempre grandiosos. Tienen una baja capacidad de gestión y poseen cero capacidades para las profesiones. Sólo se preocupan es por sí mismos.  Hasta aquí encaja, ¿no?

Otro de los rasgos del puto enano es su capacidad para hablar de temas que no conoce. Según señalan Babiak y Hare, los psicópatas habitualmente se aprovechan de que para muchas personas el contenido del mensaje es menos importante que su forma. Por eso un estilo de charla cargado de argot, clichés, y frases floreadas- suple la falta de conocimiento del terreno que pisa. Son maestros del manejo de las impresiones. Su superficial -pero convincente- fluidez verbal les permite modificar sus personalidades con habilidad para que encaje con la situación. De esto también he hablado antes, ¿no?

Pero, ¿hay más coincidencias? Sí, al menos una más. Los psicópatas buscan una forma fácil de vivir, así que son naturalmente atraídos donde está el dinero: el sector financiero. Los bancos. Como este. Como la empresa en la que trabaja el enano.

A modo de valoración final, me baso en el estudio de Iñaki Piñuel en su libro “Mi jefe es un psicópata”, en el que expone pistas para descubrir psicópatas. Hay ocho características básicas:

  1. La capacidad superficial de encanto. Tienen labia y facilidad de palabra, aunque habitualmente mienten.
  2. Su estilo de vida parasitario. Se aprovechan de los logros de los demás trabajadores.
  3. El sentido grandioso pero irreal de los propios méritos. Tienden a maximizar cualquiera de sus logros.
  4. La capacidad de conectar con el poder. Buscan relacionarse con altos cargos, en su camino al poder.
  5. La excelencia en el mentir. Siempre lo hacen, y lo hacen muy bien.
  6. La incapacidad de sentirse responsables o culpables. Nunca sienten remordimientos y eso los hace muy peligrosos.
  7. Son expertos manipuladores. Consiguen que los demás hagan lo que ellos quieren sin que lo adviertan.
  8. Frialdad emocional. Saben dominar las situaciones de riesgo y no les tiembla el pulso.

¿Las cumple Borja Mari? Todas, sin excepción. 

* - Para más información "Snakes in Suits: When Psychopaths Go to Work" - Paul Babiak, Robert D. Hare y "Mi jefe es un psicópata" - Iñaki Piñuel

miércoles, 1 de agosto de 2018

Ultimátum

Ser un hijo puta por dinero, ¿es normal? ¿Hay que hacer todo por dinero? ¿Lo de Borja Mari es correcto?

Mis amigos, que son muy éticos, no me venderían por dinero. Además ven lo mismo que yo y miran al enano como si llevase "trepa" escrito en la frente. Se trata de una simple elección entre ética y dinero.

La elección de ser un trepa hijo puta va hilada a la propia definición de economía. Hay un concepto, el “Homo Economicus” que ya define Adam Smith en su libro “La riqueza de las naciones.” Según su idea cada persona intentará invertir todos los recursos de que dispone con intención de procurarse un disfrute presente o un beneficio futuro. Esto incluye el trepar, medrar y lamer culos.
  
La idea básica que rige el comportamiento de este Homo Economicus es la negación de cualquier comportamiento diferente al suyo. Hay que maximizar las ganancias o beneficios hasta el límite. Por lo tanto  esta idea considera al sujeto a la vez egoísta y calculador. Un hijo puta, vamos.

En cuanto a la ética, parece que se enfrenta demasiadas veces al dinero. Pero hay un atisbo de esperanza. Se ha podido demostrar que la gente esencialmente tiene ética, y que la norma imperante no es ser como el enano. Se demostró en un curioso experimento llamado el juego del ultimátum.

El juego del ultimátum consiste en ofrecer a una persona una cantidad de dinero (p. ej. 10 Euros) a condición de que comparta esta cantidad con otro. Si el segundo acepta la oferta, ambos reciben su parte. Si no, ambos se quedan sin nada. Como premisa, podemos pensar que si se reparte la cantidad a partes iguales lo lógico es aceptar, ¿no? Pero si el dueño del dinero lo piensa por un momento y se da cuenta de que, dado que es él quien hace la oferta, se podría quedar con 9,50 y entregar 0,50 Euros. ¿Aceptaría la otra parte? Probablemente no.

La idea es esperanzadora porque contradice la teoría del Homo Economicus que guía al puto enano y los de su cuerda. Rechazar dinero no es racional, porque quedarse sin nada es peor que una mala oferta. 

Pero ¿por qué se comporta así la gente? Como hemos visto, la idea más común entre los economistas era asumir que las decisiones económicas estaban basadas en procesos de pensamiento racionales. Pero lo que evidencian los juegos de ultimátum es que no sucede así con los individuos, porque también influyen factores emocionales. Los científicos sugieren como causa principal mecanismos evolutivos o éticos: rechazar una cantidad irrisoria sirve para mantener la reputación. Y los científicos creen que, a largo plazo, la reputación social de un individuo puede aumentar sus posibilidades de supervivencia.

Investigadores de las Universidades de Princeton y Pittsburgh estudiaron en 19 personas los procesos fisiológicos que se dan en el cerebro durante el juego del ultimátum. Los jugadores, que tenían que competir contra humanos y ordenadores, eran examinados mediante un escáner de resonancia magnética, viendo las regiones del cerebro donde había un aumento de actividad.

Sorpresivamente, no sólo se activaban las regiones que se suelen usar durante el proceso de pensamiento, sino también la región que asociada a las emociones negativas. Y cuanto más injusta la oferta financiera, más intensa se hacía la actividad en la zona de las emociones negativas. Curiosamente, es el mismo lugar que se activa en casos de fuertes aversiones, como los olores o sabores desagradables. Además, la respuesta del jugador dependía de si la oferta venía de una persona o de un ordenador. Las ofertas injustas que hacían las máquinas provocaban  menos actividad y se rechazaban con menos frecuencia que las ofertas irracionales que hacían los humanos. 

Hay gran diversidad de respuestas a las ofertas injustas, posiblemente relacionadas con la personalidad. En un estudio reciente, el porcentaje de respuestas negativas a ofertas razonables fue un 16,9% y a ofertas claramente injustas un 78,8%, por lo que es mucho más probable que se rechacen las ofertas injustas que las razonables. En cualquier caso, indica que los principios están por delante del dinero.

Además, se aclara otra presunción: la creencia de que las personalidades más agresivas se rebelan con más ardor ante la injusticia. Los resultados de este trabajo apuntan en el sentido contrario: la confianza y la honradez implican franqueza y claridad al tratar con los demás. Las personas honradas y confiadas tienden a pensar que el resto de las personas también lo son, y que son decentes y merecedoras de confianza. No se registró correlación entre el rechazo a las propuestas injustas y el carácter impulsivo. El rechazo no es más probable en gente que se enfada con más facilidad o es más impulsiva.

¿Qué debemos pensar de todo esto? Que ser tan hijo puta como Borja Mari es la excepción en lugar de la regla, y que todos llevamos dentro un mínimo de justicia. Me da confianza saber que la gente distingue lo justo de lo injusto. 

No sólo mis amigos ven al enano como un listo. Todos lo ven. Como si estuviese permanentemente bajo un foco.

Aunque algun@s lo permitan.

Fuentes: “Honesty mediates the relationship between serotonin and reaction to unfairness” y “La vida secreta de los numeros” (George G. Szpiro)