Fue culpa suya. Y sé que también estaba acojonada, pero fue ella quien me metió el miedo en el cuerpo. Si me preguntas por el terror más absoluto que he sentido, te diré que fue ese, el que me transmitió sin siquiera darse cuenta.
No soy fan de las historias de terror. Las odio, me desvelan, me ponen nervioso. Pero esa noche piqué. Y aunque ahora me parezca una tontería, desde entonces no puedo dejar de buscar marcas en todas partes.
Estábamos en su salón, ya tarde, hablando en voz baja. Ella me miraba fijamente, y sus ojos tenían un brillo inquietante.
—Te voy a contar lo que pasó el fin de semana en que alquilamos una casa rural —me dijo, sin un asomo de sonrisa—. Estaba tan emocionada que me escapé del trabajo. Fue un viaje largo, caminos que parecían interminables, pero al final llegué. Una casa enorme en medio de un páramo. Vieja, oscura, como sacada de otro tiempo. Era la primera en llegar, así que aparqué junto a la puerta.
El frío era increíble. Todo estaba escarchado, y mis pasos crujían en el silencio. Apenas había luz, una de esas horas en las que las sombras parecen haberse desvanecido. Frente al portón de madera busqué la llave y la giré, pero la puerta no cedía. Fue como si algo la empujara desde dentro. Al final tuve que golpearla con el hombro para abrirla. La oscuridad de dentro me envolvió. Tardé un rato en ver algo. Distinguí una escalera que subía al piso de arriba y un par de puertas a los lados. Todo estaba muerto, sin electricidad. Usé el mechero para encontrar el cuadro eléctrico y, cuando la luz por fin se encendió, me encontré sola en un corredor largo e inquietante.
Recorrí las habitaciones, casi todas vacías, pero con rastros de lo que alguna vez había sido una casa habitada: muebles antiguos, un reloj detenido, espejos cubiertos de polvo. Me quedé en la planta baja, en una sala con chimenea y un ventanal que daba al páramo. Era tan silencioso que parecía estar en otro mundo. Ni tráfico, ni pájaros. Nada. Un silencio tan profundo que dolía.
Y entonces, justo cuando pensaba que al menos podría descansar, vi algo. Una sombra, tal vez, o eso pensé. Pero fue el comienzo.
Mientras dejaba mi equipaje, escuché un trueno lejano. Miré por el ventanal y vi cómo una tormenta avanzaba en el horizonte, iluminando nubes negras que venían hacia mí. Primero la lluvia, después el granizo, y, poco después, un mensaje en mi móvil: mis amigos, por el mal tiempo, habían aplazado el viaje hasta el día siguiente.
—Hasta aquí, ¿a que parece una peli de miedo? —comentó ella, casi con una sonrisa nerviosa—. No soy miedosa, pero no te voy a mentir. Aquello me tenía acojonada.
El temporal se volvió una tormenta interminable. Encendí la chimenea y me tumbé en el sofá, intentando no pensar. El calor del fuego y el cansancio me vencieron y caí dormida. Hasta que un ruido me despertó. El silencio era absoluto, como si algo hubiese devorado el sonido de la tormenta. Y entonces los oí. Pasos. En el pasillo. La piel se me erizó al instante. Alguien bajaba la escalera. Pisadas lentas, firmes, sin ocultarse.
Cerré el pestillo justo cuando el pomo comenzó a girar. Sentí un frío que calaba hasta los huesos. Podía ver mi aliento, aunque el fuego seguía encendido. Y luego, susurros, llantos, detrás de la puerta. Algo arañaba la madera. Una noche interminable, sentada junto a la puerta, con el pomo girando una y otra vez, y cada vez que paraba, un nuevo rasguño, como si estuvieran escribiendo algo.
Al amanecer, el frío desapareció de golpe. Afuera, el sol brillaba, y el páramo parecía inmutable, como si nada hubiera ocurrido. Incluso mi teléfono había recuperado la señal. Me convencí de que solo había sido una pesadilla. Pero entonces, me fijé en la puerta y vi las marcas. Arañazos formando una letra. Mi inicial, tachada, una y otra vez.
Horas después llegaron mis amigos, y no dije nada. ¿Qué les iba a decir? Aquello no tenía sentido. Solo me limité a fingir que la casa había sido ruidosa. Pero la verdad era que algo seguía ahí, algo que sentía cada vez que me acercaba al pasillo.
Esa noche no pasó nada. Todo transcurrió con normalidad, o eso pensé.
Semanas después, empecé a notar cosas. Cada vez que me quedaba sola, sentía que el ambiente se enfriaba de repente y escuchaba susurros. Y volví a ver el símbolo. Lo he encontrado en el polvo de los muebles, en el cristal de la ventana de mi coche, incluso en el espejo empañado del baño de un avión en pleno vuelo. Demasiados sitios como para ser una coincidencia.
Te cuento esto porque hoy, justo esta tarde, lo he vuelto a ver. Sé que suena a broma pesada, pero nunca le he contado a nadie lo del símbolo. A nadie. Y sigue apareciendo.
—Me has puesto la carne de gallina —le dije, mirándola a los ojos, tratando de ocultar el miedo en mi voz.
Ella me miró un segundo, en silencio, y después susurró, como si temiera decirlo en voz alta:
—No te he contado toda la verdad.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Qué? —pregunté, aunque mi voz salió apenas como un murmullo.
Respiró hondo y señaló la ventana.
—Mira ahí.
Me giré y vi el símbolo en la condensación del cristal, aún goteando, como si alguien lo hubiera trazado hacía apenas unos segundos. Sentí el impulso de apartarme, pero algo me detuvo. En el reflejo del cristal, vi una figura detrás de mí. Me giré en un segundo, con el corazón a mil, pero no había nadie.
Miré de nuevo el cristal. El símbolo seguía ahí, aún marcado, aún húmedo.
—¿Qué está pasando? —pregunté, sin aliento, el miedo ahora clavado en el pecho.
Ella me observó con un rostro pálido y sombrío.
—Desde esa noche, ese símbolo no ha dejado de aparecer. Lo veo en todos lados. Pensé que solo era una pesadilla, pero… se repite. En la casa, en mi coche, en lugares donde nadie podría saberlo… —se calló, como si apenas pudiera continuar—. Hasta hoy nunca se lo había contado a nadie. Pero parece que al decirlo… —hizo una pausa, mordiéndose el labio, y luego me miró directamente—. Parece que ahora también está contigo.
El aire se volvió helado, y en el pasillo escuché algo. Un susurro, lejano, pero cada vez más cerca. Di un paso atrás, y entonces, en el cristal, apareció un segundo símbolo, como si una mano invisible lo estuviera trazando.
Mi inicial. Tachada.
—No —musité, pero el susurro se volvió un llanto, y el pomo de la puerta comenzó a moverse.
Comprendí. El miedo, ahora, era mío.