Vayamos al principio. Cuando falleció mi abuelo comenzó el proceso de deshacer su vida en cajas. Con más de ochenta años vividos, me asombra lo poco que pervive de una persona después de su muerte. Aparte de los recuerdos, casi nada.
Sin embargo esta vez había algo distinto. Rebuscando en un cajón encontré una carta escrita por mi abuelo. Estaba terminada pero no fue enviada. Iba dirigida a una mujer murciana de la que tenía apenas información: sabía que mi abuelo la conoció al poco de casarse, que eran los tiempos complicados de la Guerra Civil y que durante un tiempo esta mujer alojó en su casa al joven matrimonio. En la carta mi abuelo escribió que la recordaba y la echaba de menos, e incluso mencionaba la posibilidad –o deseo- de verla en alguna ocasión. Era una discreta carta de amor.
Comprendí que amó a esa mujer y que probablemente todavía la amaba cuando falleció. No tengo dudas de que quiso a mi abuela, pero también creo que si escribió una carta de adolescente a una mujer octogenaria es porque durante sesenta años tuvo el corazón en dos sitios. Si no hubiese implicado hacer daño a mi abuela, probablemente alguna vez habría subido en un tren con dirección a Murcia. Pero los caminos de la vida son obstinadamente tortuosos.
Estos sentimientos se congelaron la mañana en que mi abuelo se lanzó por una ventana. Mi abuela despertó y le preguntó qué quería desayunar. Pidió como otras veces chocolate y cuando mi abuela se dirigía a la cocina, saltó sin dudas y sin despedidas. Un plan perfectamente trazado y ejecutado. Muchas veces he querido saber qué pasó esa noche. Debió ser una noche muy larga y echo de menos un último consejo. ¿Habría cambiado algo de su vida? Después de leer la carta, creo que sí. Por eso me gustaría tener su consejo, porque valoro la experiencia como guía y quiero creer que todavía queda bastante de mi vida por escribir.
Hoy, desde una indeseada madurez comprendo que mi abuelo fue un hombre retraído por una vida interior demasiado compleja. Le bullían unos sentimientos que los demás no podíamos ver. Se le escapaba la vida que no vivió y le condujo a la soledad pese a estar rodeado de gente.
Conociendo este caos de vidas no vividas me sorprende que no haya cambiado la imagen que veo cuando recuerdo a mi abuelo. Siempre es la misma. Está de pie, en su huerto, con mi abuela a su lado. La tiene cogida del hombro y ambos sonríen satisfechos. Supongo que eso debe ser el cielo, una felicidad sin final ni fisuras.
Mi abuela también está feliz, sonríe con la misma intensidad. Y cuando lo pienso, deduzco que ella también debió tener un murciano en el que pensar. Nunca encontré su carta, pero sospecho que existe. Como algún día existirá la mía.
Abuelos, no os olvido. Un beso para los dos.