Tengo un amigo grandote con pinta de bruto y una fina inteligencia que habitualmente lo lleva a pisar las alfombras de la lógica y lo razonable. Es de provincias y adorna lo que dice con un aire rústico que le hace muy auténtico. Estas, otras muchas virtudes, y una amistad de años hacen que confíe en él y en su criterio. Por eso es el único en el trabajo que sabe de mis pastillas.
El otro día andaba con él tomando algo junto a la máquina de café y surgió la historia de Melendi, el compañero que se sienta frente a mí.
Melendi es un tío delgado, cuarentón y risueño que una mañana se encontró regular y fue al médico para que le diagnosticaran tensión alta. Un par de días después volvió a suceder, y su tensión todavía más alta la resolvió el médico con una recomendación de que no tomar sal y algo de dieta. Al final, en una de sus demasiado habituales visitas, topó con alguien competente que le dedicó tiempo y resolvió que a pesar de su aspecto exterior, su corazón estaba seriamente enfermo. Tanto que le han operado de urgencia para implantarle tres bypass.
Melendi es un tío delgado, cuarentón y risueño que una mañana se encontró regular y fue al médico para que le diagnosticaran tensión alta. Un par de días después volvió a suceder, y su tensión todavía más alta la resolvió el médico con una recomendación de que no tomar sal y algo de dieta. Al final, en una de sus demasiado habituales visitas, topó con alguien competente que le dedicó tiempo y resolvió que a pesar de su aspecto exterior, su corazón estaba seriamente enfermo. Tanto que le han operado de urgencia para implantarle tres bypass.
Ha tenido suerte. Tiene críos y una esposa a la que adora, de no operarse cualquier mañana habría caído muerto sobre el teclado para convertirse en una simple historia de esas que llenan los pasillos de corros. De momento tiene tiempo extra, por lo que la vida no ha sido mala del todo.
Entre sorbos, mi amigo grandote y yo hablábamos de lo frágiles que somos y de que por mucho que lo ignoremos, colgamos de un hilo tan fino que puede quebrarse en cualquier momento. Pensé que no me da miedo morir, pero quiero ver crecer a mi hija. No hacerlo sería horrible, por lo que deseo febrilmente vivir.
Mi amigo decía que las enfermedades físicas le dan miedo, pero las percibe tangibles y cercanas y le dan menos respeto que las del alma -o la cabeza, por decirlo en claro-. Piensa, con su innata sensatez, que enfermedades como la depresión o la angustia son globos pinchados que vuelan descontrolados y no se sabe donde acabarán. Y es cierto que alguien como Melendi tiene un cuerpo enfermo pero una mente sana que lucha por vivir, y sin embargo la otra enfermedad, la que da miedo a mi amigo, produce cuerpos sanos que quieren morir. Y eso me da miedo.
Como a mi amigo.