Madrid en verano. Un calor de esos que cuando miras la calle parece bambolearse a lo lejos.
Mi hija alivia este infierno en una piscina de goma mientras mis sueños paternales me hacen rodear con bolígrafo anuncios de chalets con piscina. Es la androgenia que me grita al oído que mi mujer y mi hija merecen nadar en una piscina de verdad mientras tomo cervezas aderezadas con el sonido de carcajadas y chapoteos.
Choca con mi exiguo salario, pero soy positivo. Las cosas van encajando, y si después de todo lo que he pasado soy feliz en el trabajo ¿porqué no un chalet con piscina?
Mis días discurren entre complejas tablas Excel que no terminan de cuadrar, cifras con vida propia y mi Santo Grial: una función sencilla -pulsar Control y Z-, para volver atrás y deshacer destrozos. Coño, que cuando todo está bien hay que dejarlo estar. Los equilibrios hay que recomponerlos.
Choca con mi exiguo salario, pero soy positivo. Las cosas van encajando, y si después de todo lo que he pasado soy feliz en el trabajo ¿porqué no un chalet con piscina?
Mis días discurren entre complejas tablas Excel que no terminan de cuadrar, cifras con vida propia y mi Santo Grial: una función sencilla -pulsar Control y Z-, para volver atrás y deshacer destrozos. Coño, que cuando todo está bien hay que dejarlo estar. Los equilibrios hay que recomponerlos.
Tan alambicada introducción viene a cuento por mi hija y sus cinco dulces años. Y también por las lágrimas que me asoman cuando recuerdo ciertas cosas de su mundo especial.
Hoy, cenando los tres, mi hija ha elegido un postre distinto al que quería. Ha pedido un helado con forma de elefante con la trompa hacia arriba: mi símbolo de la suerte.
Cuando lo ha traído el camarero, mi hija me lo ha entregado y me ha dicho: -papi, lo he pedido porque sé que te gusta y quiero que te dé suerte-. Y yo, blandengue hasta lo peliculero, me he emocionado. Mucho.
Hoy, cenando los tres, mi hija ha elegido un postre distinto al que quería. Ha pedido un helado con forma de elefante con la trompa hacia arriba: mi símbolo de la suerte.
Cuando lo ha traído el camarero, mi hija me lo ha entregado y me ha dicho: -papi, lo he pedido porque sé que te gusta y quiero que te dé suerte-. Y yo, blandengue hasta lo peliculero, me he emocionado. Mucho.
He agarrado su diminuta cintura y la he besado mil veces mientras prometía que si el elefante funcionaba quería ganar la lotería para comprar un chalet con piscina. Para que pueda nadar feliz con su madre.
Se ha quedado pensativa con la mirada perdida y reflexionando en profundidad. Ha cogido el elefante entre sus manos y se ha alejado un par de pasos. Ha vuelto lentamente y con seriedad me ha dicho:
- papi, lo importante es que estés aquí, con nosotras- mientras ponía su elefante encima de la mesa. Se me encendían los ojos de lágrimas. Su pureza de sentimientos me abate, me descompone.
- papi, lo importante es que estés aquí, con nosotras- mientras ponía su elefante encima de la mesa. Se me encendían los ojos de lágrimas. Su pureza de sentimientos me abate, me descompone.
Pon favor, poned un Control-Z en mi vida. Porque quiero llorar, quiero volver a ese momento una y otra vez.
No se puede decir tanto con tan poco.
Te quiero, hija. No merezco tanto.
No se puede decir tanto con tan poco.
Te quiero, hija. No merezco tanto.