Decía Víctor Hugo sobre el paso del tiempo: "El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes, es la oportunidad”.
Se acerca el otoño. Los días se acortan y he vuelto a cumplir años, tarea que empieza a resultar tediosa.
Creo que estoy envuelto en la crisis de los 40. Este verano he sentido un punto de inflexión tan salvaje que he escuchado nítidamente como me crujía el alma. Resulta que esto no aparece justo el día en que soplas 40 velas. Sucede cuando empiezas a analizar qué es lo has hecho hasta ahora y lo que te queda por hacer: básicamente lo que has hecho para ser feliz, completamente feliz. Y libre, completamente libre de horarios y espíritu.
Muchas veces pienso en el retiro y la jubilación como momentos para lograr la ansiada paz interior y el tiempo para nosotros y los demás que tanto necesitamos. Pero en otras ocasiones veo el ejemplo de otros que han hecho cosas distintas y los envidio: como ese compañero inadaptado que lo dejó todo -trabajo, amigos y casa- para irse a vivir a un cortijo junto al mar. Y allí sigue, dedicado a la pesca y a sus olivos. Feliz. Más joven que cuando se fue.
Y cuando entro en esa espiral de dudas acabo recordando algo que me sucedía cuando iba a trabajar en coche. Todas las mañanas, mientras amanecía, atravesaba un puente sobre un tráfico denso. Y veía en el horizonte un evocador cielo sonrosado. Y pensaba en pasarme el desvío que iba a mi oficina y coger el siguiente, el que lleva a las montañas y al mar... Pero nunca lo hice.
Ahora, mayor ya, me pregunto si debería haberlo hecho. O mejor, si debo hacerlo.
Porque la vida es ahora. Y siento que hay dos tipos de cansancio: uno es la extrema necesidad de dormir, y el otro es la extrema necesidad de paz. Estoy en el segundo tipo.
Quizá le doy demasiadas vueltas a las manchas de humedad de la memoria y olvido la base, que la vida es (justo) ahora.