Horas de calor y atasco para llegar a un sitio que siempre le desagradó. Otro viaje en el 600 familiar para llegar a ese pueblo de tejas rojas y pocas, muy pocas casas.
Siempre le enfadó ir. Le separaban de sus rutinas y amigos para sumergirle tres largos meses en un tedio de trigales y caminos de tierra que parecían no variar nunca. Además, la familia del pueblo le resultaba insoportable. Odiaba recibir besos de gente que no conocía.
Compartía el verano con unos pocos niños con los que llenaba las tardes pescando o jugando al fútbol. Los días eran el tiempo que transcurría entre una cruz tachada con rabia en el calendario y el deseo imperioso de poner la siguiente.
Pero aquel verano fue distinto. Vino ella, la prima de uno de los niños del pueblo. En mitad de aquellos días áridos, algo surgió. Sus miradas se desviaban al verse. Algo parecido a las hormigas paseaba por debajo se su piel.
Un día que jugaban a los puños (eso de amontonar uno encima de otro formando una torre) sus manos permanecieron en contacto un instante más de lo debido. Y se sostuvieron la mirada por primera vez. Hasta que ambos sonrieron. Fue un segundo que pareció durar mucho.
Dejó de hacer cruces en el calendario. Ahora deseaba que los días no transcurriesen tan aprisa. Así podría verla un rato más y seguir notando esas cosas que tanto le sorprendían pero a la vez le gratificaban. Sensaciones desconocidas que le quitaban el sueño.
Un atardecer frente a un trigal trajo su primer paseo de la mano. Y el primer beso. El verano se convirtió en una sucesión de horas frente al río hablando de todo y queriéndose como sólo se quiere al primer amor.
Grabaron sus nombres en el árbol más grande de la plaza del pueblo. Lo adornaron con un corazón y prometieron amarse para siempre.
Pero el verano acabó. Una noche se soltaron las manos y lloraron mientras se susurraban la eternidad.
El largo invierno se pausaba los martes, día en el que el buzón se llenaba con cartas escritas en elegante letra redonda. Las cartas de amor se sucedieron hasta que el verano volvió. Y con él los paseos, los besos y los atardeceres frente al río. Y en esas conversaciones se iba creando un futuro que les hacía felices: una casa grande llena de niños, una vida juntos en la que cada día sería una fiesta de amor.
Con el tiempo, el 600 se convirtió en un coche alemán más grande y los viajes pasaron de ser tediosos a una dolorosa espera que duraba todos los meses de invierno.
Tiempo después, cuando los martes eran ya la rutina más excitante de la vida invernal, pasó lo inesperado. No hubo carta. Pensó que quizá se había retrasado, pero transcurrieron los días y nunca llegó. Los días se apilaron lentamente formando meses y cada carta enviada sin respuesta pasaba de esperanza a dolor que le atenazaba el pecho.
Ese verano ella no fue al pueblo y nadie supo decirle nada. Simplemente su familia no había ido.
Se desplazó a la dirección a la que enviaba las cartas y allí tampoco la encontró. La familia entera se había esfumado sin decir nada.
Todos los años volvía al pueblo con la secreta ilusión de volverla a ver. Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que volviera la que un día le juró amor eterno. Él ya no vivía en la antigua casa familiar, por lo que ella sólo tenía las señas de su casa del pueblo. No podía permitirse desaparecer justo cuando ella volviese.
Los años pasaron amargamente. El pueblo se fue vaciando de familia. Y la jubilación le llevó a la decisión que le pareció más sabia: irse a vivir al pueblo. Así la encontraría cuando volviese a buscarle.
Todas las tardes, con su andar dificultoso iba hasta la plaza y se acercaba al árbol para comprobar que todo seguía en su sitio.
Después se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida y los codos sobre los muslos mientras agarraba con las dos manos un viejo sombrero que hacía girar lentamente. En ocasiones, cuando se levantaba, remarcaba los nombres que llevaban ya más de 50 años grabados en la corteza del enorme árbol.
Ya de vuelta en casa algunas veces, demasiadas, le preparaba una copa de cava en la mesa del salón. Sabía que ella volvería al atardecer y adornaba la mesa con una flor y dos copas perfectamente alineadas.
Una tarde de otoño le echaron en falta. Su andar renqueante hasta la plaza había dejado de ser una constante. Visitaron su casa. Y le encontraron muerto con una ilusa cara de felicidad. Estaba sentado en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Parecía sonreír.
Frente a él, dos copas vacías. Una, la más alejada, tenía marcados unos labios en carmín rojo.